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Ciudades de la furia: violencia cotidiana como secuela directa de la pandemia

Por Carlos Salazar.- Cuando los enfermeros te expulsan a patadas del hospital después de atenderte, algo anda muy mal. Cuando los pacientes pierden la paciencia en la sala de espera eterna del consultorio y violentan al personal de salud, del COMPIN, del Registro Civil, del supermercado o del metro el síntoma de la un año de encierro e incertidumbre asoma con la punta del iceberg.

Expertos en salud mental aseguran que detrás de todo esto se encuentran los altos niveles de estrés y frustración de la población tras un período extenso de confinamientos, pandemia y otras causas estructurales como el consecuencia del estallido social (con las malas noticias de la TV como única ventana a mundo). “Hay una recurrencia de este tipo de hechos que se ve cada vez más compleja en su escalamiento y que repercute de manera negativa a nivel colectivo. No parece que vayamos a ver cambios en los próximos meses”, estima el sociólogo Raúl Zarzuri sobre este fenómeno que es parte de un conflicto mayor.

Poco antes del asesinato de Francisco Martínez, el malabarista de Panguipulli abatido por carabineros, el Ministerio Público advertía del aumento del 44% en denuncias de acciones violentas a nivel nacional durante el primer semestre de la pandemia. Reportes de la ONU, por su parte, indicaban un salto similar en casos de violencia civil reportados en China, EEUU, España, Reino Unido, Argentina, Australia y otros países donde se ejecutan férreas medidas sanitarias ante el rebrote del coronavirus. Puertas adentro, el mismo organismo agrega un crecimiento del 20% en denuncias de violencia doméstica en la población sometida a confinamiento. Una cifra que podría ser aún mayor dado que aislamiento dificulta el registro de estas causas.

“Es una interpretación interesante la de una tensión creciente que lleva la salud mental a un punto preocupante de alienación en algunos sectores de la sociedad chilena dadas las situaciones que hemos tenido que vivir, ya sea el encierro y el autoconfinamiento, la pérdida de estabilidad y de certezas de lo que nos acontece. El resultado de esto es una vida precaria que, alguna, vez fue la cotidiana y que hoy permite la aparición de niveles de violencia difíciles de controlar”, agrega el sociólogo.

Del otro lado, está el contexto de violencia institucional proveniente de un Estado refractario ante las demandas de las movilizaciones posteriores al 18-O, cree el académico sobre esta conjunción de muertes arbitrarias, toques de queda, cuarentenas, enfrentamiento y polarización política.  El resultado, a la larga, ha sido una naturalización de la violencia como respuesta cultural. “Tenemos que reconocer, dentro de esto, que la posibilidad de acordar una Asamblea Constituyente y, con ella la redacción de una nueva Constitución, como proceso legítimo; sólo pudo conseguirse a través del uso de la violencia en las calles, porque la política actual no daba espacio para otra salida”, señala.

Como fenómeno general, el psicólogo clínico-comunitario Esteban Muñoz cree que la detección, prevención y tratamiento de patologías de la salud mental en cada caso hace mucho tiempo no es una prioridad para el Estado. «El estrés parece haberse convertido en el estado natural de una ciudadanía enajenada de su vida relativamente normal. Es muy probable que esta variable acumulativa desencadene acciones violentas de las personas entre sí y contra servicios considerados “representantes” del Estado”, sostiene. Asimismo, cree que la comunicación de este tipo de violencia la ha ido normalizando a través del bombardeo mediático que la plantea como una vía válida de reclamos u objeciones.

El cuadro de desequilibrio emocional que genera vivir expuesto a la violencia provoca estrés, agotamiento emocional, fatiga, negativismo, desconcentración, depresión, ansiedad y un bajo rendimiento en los estudios o el trabajo, sin embargo no hay víctimas en esta interacción cree la socióloga Tamara Vidaurrázaga, para quien la figura de bandos de la una violencia siempre injustificable es funcional tanto para la autoridad como para quienes la provocan. Cita la obra de la filósofa alemana Hannah Arendt para quien el conflicto de este tipo de apologías instala el debate de definir una frontera entre lo aceptable y lo inaceptable, lo que exige contemplar los fines de esas violencias. “Cuando usamos un concepto de víctimas colectivas de un estado efectivamente abusador, una clase políticamente efectivamente corrupta e instituciones policiales que se han dedicado más a reprimir que a proteger, podemos fácilmente pasar a convertirnos en victimario/as y justificar cualquier tipo de reacción violenta. Llegar a ser tan brutales como los que criticamos”, plantea ante un ecosistema del abuso.