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Democracia y República: la Crisis

Por Sebastián Jans.- Durante los últimos tres siglos pensadores, filósofos y políticos, han intentado establecer un concepto unívoco de democracia. Estos intentos, naturalmente, han sido construcciones históricas cuya validez se agota en el devenir social de nuestros pueblos. Las revoluciones sociales, tecnológicas y culturales, han asestado duros golpes a estos intentos.

Sin perjuicio de la natural precariedad de toda definición de la “cosa social” que esto significa, es menester establecer alguna base conceptual básica que nos permita situarnos en algún espacio intelectivo particular, dado que, una vez establecida la definición, nos resulta sencillo abordar las precariedades o déficit de dicha creación política.

Comenzar la construcción conceptual debe llevarnos inicialmente a fijar los elementos de la esencia de la democracia. A nuestro entender estos son: una creación política superior a todas las otras formas de regimentación política; su existencia es convencional, es decir, aceptada por todos; busca regular la convivencia social en beneficio de todos y cada uno de los miembros comunitarios y, desde ahí, lo más importante, constituye un mecanismo de redistribución del poder, el cual tiende a ser naturalmente desigual.

Si aceptamos que los elementos detallados no resultan lejanos a un concepto de democracia, más o menos aceptado, podemos dirigirnos ahora a intentar establecer sus mayores déficits.

El primero de ellos, lo constituye la debilidad del contrato social que la mantiene, vale decir, las permanentes tentaciones autoritarias que nacen en el seno de la misma democracia. Tentaciones autoritarias que tienen distintas manifestaciones, desde aquellos que consideran que el pueblo es ignorante para manejar ciertos conceptos o cuestiones del día a día del contrato social, hasta extremos perfectamente conocidos.

Nos referimos, particularmente en Latinoamérica, a los asaltos de los presidencialismos a la división republicana de las funciones esenciales del Estado: los poderes Judicial y Legislativo. La permanente intentona -invocando situaciones de peligro extraordinarios- para cooptar ambos poderes con miras a darle a la comunidad una conducción única, vale decir, una sola interpretación de la realidad presente y futura.

En segundo lugar, la ausencia de debates que aborden cuestiones sustanciales para la vida de las comunidades, junto con transparentar las formas de llevarlo adelante. La corrupción viene a ser no solo una consecuencia de la falta de transparencia, sino también de una forma de secuestro del debate en que se deberían abordar las cuestiones cotidianas, reservándolo en subsidio solo a quienes supuestamente tienen las experticias para abordar los grandes temas.

Por último, la completa inutilidad de la democracia en cumplir un rol esencial: redistribuir el poder naturalmente desigual en la sociedad o, dicho de otra forma, la sustitución de la República por formas estamentales constituidas por estructuras de poder excluyentes.

Si aceptamos que estos déficits de la democracia se convierten en componentes estructurales de crisis de los sistemas democráticos, no puede sorprender a ningún observador la consistente pérdida de confianza en esta forma de organización social o en quienes están expresando las funciones de sus órganos fundamentales (gobierno, parlamento, judicatura).

Lo complejo, en este sentido, es que la democracia requiere del sometimiento conductual de todos sus miembros para poder funcionar adecuadamente. Los actos de “no acatamiento”, vale decir, la abstención de los ciudadanos y ciudadanas en la discusión y expresión electoral, sólo termina demoliendo la autoritas institucional, transformando a la democracia en un mero mecanismo legal; y el “no acatamiento” de quienes prefieren ser élites, con la responsabilidad de hacer paternalmente lo que no saben los “ignorantes” o el “populacho”, y a partir de allí establecer un sistema de privilegios.

En este panorama, valga hacerse las siguientes preguntas: ¿qué esperan de la democracia sus ciudadanos? y ¿cuál es hoy, desde el punto de vista cultural, el mínimo democrático tolerable?

No cabe duda alguna que, si miramos con detención todos los medios con contenido informativo -estudios, investigaciones, encuestas, “barómetros” sociales u otros-, la mayor aspiración societal se corresponde con llevar una vida decente y mejorar el futuro de sus hijos respecto a su realidad presente. En este mismo sentido, las tremendas brechas entre los más favorecidos y los desposeídos son el verdadero obstáculo para lograr la felicidad personal, familiar y social.

En este punto debemos ser enfáticos: las desigualdades económicas no son más que una expresión de la desigualdad de poder entre los ciudadanos y ciudadanas de un país. Las distintas desigualdades constituyen manifestaciones específicas de la desigual distribución del poder en la sociedad, respecto de las cuales la democracia no se hace cargo.

Sería justo preguntarse: ¿por qué el debate sobre los modelos económicos, como formas de distribución de la riqueza que produce una comunidad, es un tema técnico y propio de unos pocos, y no es un tema central de la democracia y del contrato social?

Un futuro más cierto y seguro para revalidar el modelo democrático, superando la crisis que afecta a Chile, no será otro que aquel capaz de abordar la desigual distribución del poder en su dimensión más completa, vale decir, pasar de una democracia electoral a una democracia integral, donde los derechos constituyan el foco central y formal de la democracia, que genera los modelos capaces de distribuir los bienes que esta misma genera, en beneficio de todas y todos. Lo que hagamos lo debemos hacer en bien de todos. En fin, la república.

Sebastián Jans es Gran Maestro de la Gran Logia de Chile