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El cascabel y el gato

Por Javier Maldonado.- La quinta pata del gato. Se dice, y muchos así lo creen, que el gato tiene cuatro patas. Dice “el” gato; no dice “un” gato. Bien, pero cuál gato. La afirmación tiene que referirse a ese gato que pasa por la mente de quien describe, de algún modo, su diseño felino, tanto por su total convicción de que su gato tiene sólo cuatro patas, como por la duda de que fuese posible que tuviese cinco. Lo otro, que relativiza al gato, permite conjeturar que haya gatos que tienen más de cuatro patas. Y esto, porque existe la idea, expresada por la voz popular y el refranero, de que alguien pueda, o intente, “buscarle la quinta pata” al gato, para ganar un incordio, lo que permite sospechar que un gato tenga un miembro supernumerario o, quizás, simbólico; por otra parte, que algo se trae entre manos, es decir que en lo que pudiese ser, pudiese haber “gato encerrado”.

Por otra parte, la voz popular también afirma que quien se hace el desentendido, en realidad se está “haciendo el cucho”, siendo “cucho” un apelativo tierno para la condición de aquel gato que suele aparentar indiferencia, o distancia, respecto de todo lo que a su alrededor sucede. En esa cuerda, también se menciona a los “mininos”, diminutivo que remite a gatos de corta edad, aún inocentes pero a punto de dejar de serlo. Lewis Carrol, el genial fotógrafo irlandés crea, para poner en el país de las maravillas, un personaje-animal que es “el gato de Cheshire”, sujeto que goza de la habilidad de desaparecer, es decir, hacerse invisible a voluntad dejando a la vista sólo el testimonio borroso de su sonrisa, cosa también extraordinaria porque no todos los gatos pueden, o suelen, sonreír.

En la fantástica literatura sarcástica se destaca el muy famoso “gato con botas”, que a decir de los observadores técnicos, es la representación irónica de su majestad absoluta Luis XIV, monarca francés que fijó el modelo visible del absolutismo político desde su mediagua versallesca, creación de Charles Perrault, arquitecto de Versailles que además se reía, políticamente hablando, del poderoso monarca.

Trasladado el tema de los gatos urbanos, domésticos, monteses, atigrados, angoras y otros de orígenes muy lejanos, a lo más común y corriente, el panorama nos ofrece una variedad política más acotada, y reducida a sólo tres opciones ninguna de las cuales constituye opción alternativa de nada, pero que están siempre allí, a toda hora, en el presente ciudadano  y dormitando, pasión de los gatos, en el meollo del inconsciente colectivo.

Estas tres variedades (las tríadas son cosa más frecuente que ninguna otra en la realidad institucional de la nación), a saber, son: los micifuces, los gatos de salón y los gatos de campo. A todas luces, se hace necesario explicar cuáles son las características intrínsecas de cada una de estas variables asimiladas a los diversos comportamientos de los eternos maulladores de la política escénica.

En primer lugar, los micifuces, que son los más vistosos. Dante pudo haberlos soñado en el octavo círculo, recintos segundo y quinto, de su Infierno. Trastocados en humanos son, qué duda puede caber, todos aquellos que operan como “dirigentes” y se comportan como si fueran los dueños de las distintas verdades y proto-verdades que circulan por los foros, escenarios, plateas, platós, mesas, hemiciclos, presidencias, vicepresidencias, consejos, directorios, comisiones, aulas, salones de honores, podios, tribunas, salones sociales, etc., que les permiten lucirse pavoneándose tal como los pavos reales exhibiendo a quien los quiera admirar sus variopintos plumajes intelectuales. Todos ellos son eternos candidatos a los primeros lugares y a los púlpitos más elevados conformando, en esa arquitectura viciosa –que no virtuosa-, las altas cúpulas basílicas y catedralicias tan características de las super estructuras ideológicas. Los así llamados micifuces son los usuarios permanentes de todos aquellos recursos indispensables para dar a conocer las razones, por lo general sus razones, que creen merecer para ser considerados importantes, influyentes e indispensables. Los micifuces más notorios llevan consigo unas milagrosas cortes de seguidores, fascinados por las aptitudes escénicas y actorales de sus líderes y conductores, sus maestros, sus gurúes, adalides, por usar una expresión de origen árabe. En la nación, los micifuces no son más de cien, pero sus maullidos corales crean la sensación de que son demasiados.  Muchos ciudadanos, hartos ya de tantos maullidos, los miran y, a duras penas, contienen unos merecidos ladridos y las ganas de darles unos cuántos tarascones. Por otra parte, tienen los micifuces pocas, muy pocas  gracias. Eso sí, saben exactamente dónde tienen que sentar sus reales y por donde corren las vertientes doradas que les permitirán mantener sus fuentes bien alimentadas de aguas lustrales y las faltriqueras colmadas. Toda vez que un micifuz necesite algo, exigirá a viva voz sus mejores derechos. Se mantienen en sus holguras gracias a la corrupta y generosa mano de los mandandirundirundanes.

Los gatos de salón, mencionados en un famoso tango antiguo, clásico, que los hace símbolos de la semipenumbra (“un gato de porcelana, para maullarle al amor”) climática de los encuentros furtivos, son eminentemente sociales y, por ello, discretos, suaves, aterciopelados, seductores. Cuando un gato de salón pestañea, lo hace con una lentitud muchas veces ensayada, ejercicio que le abre todo tipo de confidencias que él atesora rigurosamente. Por la boca muere el pez, dice la sabiduría popular, y él lo sabe; el gato de salón está siempre dispuesto a tragarse toda clase de bocados que le ofrecen en infidentes confidencias sus deslenguados e íntimos agentes. Los gatos de salón tejen redes, entre cóctel y cóctel. Un bocadillo de caviar con un sorbo de champaña puede ser muchísimo más productivo que la más sesuda clase magistral. El gato de salón es experto en el manejo de hilos sutiles que provocan la conversación off the record, perlas malayas para su tesoro de insinuaciones, materiales que él negociará de modo adecuado cuando se presente la ocasión. El gato de salón es amigo de sus amigos y más amigo de sus amigas. Cortés, amable, educado, fino, jamás un maullido fuera de tono. También es culto: maúlla en varios idiomas, ha viajado, ha visto el mundo propio de los gatos. Desde lo oscuro ha mirado por muchas ventanas indiscretas y ha visto cosas que no debiera haber visto y escuchado susurros comprometedores, detalles que no dejará de usar cuando llegue la ocasión. Políticamente hablando, un gato de salón es indispensable e imprescindible. Todo aquel que quiera ser alguien y quiera conseguir algo en el universo de las oportunidades políticas tiene que contar con un gato de salón registrado en su agenda personal; si tiene dos, miel sobre hojuelas. Es pertinente afirmar que los hay de todas las tendencias, sin embargo el gato de salón que se toma en serio prefiere, históricamente, los centros conocidos, ya sea de este lado o de aquel. Los extremos no le van y sabe que aquellos son territorios de otros gatos menos sutiles y más burdos.

La tercera categoría es más compleja: los gatos de campo. Radicales, van de un extremo al otro como Pedro por su casa. Suelen participar de desencuentros organizados que la voz popular ha dado en llamar “bolsa de gatos”, y que son situaciones en las que los gatos de campo partícipes suelen encajarse denuestos tales como: “a ti no te he visto ni en peleas de perros”, exageración manifiesta puesto que los gatos no suelen ir a tales actos y las que por naturales razones de seguridad observan desde los tejados. La calle, ya se sabe, no es lugar seguro para un gato de campo. Sus territorios normales son los pasillos, los rincones oscuros preferidos por los gargantas profundas, la atención de los ujieres, las cocinas ¿por qué no?, la amistad de los servidores de tercera línea, los bares de parroquianos, los periodistas desplazados y con mucha sangre en el ojo. El gato de campo no es ambicioso y se conforma con la acción a veces benéfica del azar. Cuando se presenta la ocasión propicia, dice: “Yo no quiero que me den; pónganme donde haiga”. Me soplan al oído que ése fue el principio natural de los viejos radicales, cuando éstos elegían la quieta sombra protectora del Estado, la certeza propiamente tal.

Dicen en los salones institucionales que “el viejo sabe más por viejo y por diablo”. Otros dicen  que los gatos de campo son los que controlan los hilos del Guiñol (los títeres), desde ninguna parte visible. Así, la gracia mayor del gato de campo es, como la del gato de Cheshire carroliano, hacerse el invisible o, como muy bien viene al caso, hacerse el cucho. La pregunta, que espera una buena respuesta, es: ¿Quién le pone el cascabel a estos gatos?