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El rol del Banco Central en la nueva Constitución: ¿quién vigilará a los vigilantes?

Por Álvaro Ramis.- La autonomía del Banco Central chileno se concretó por medio de una Ley Orgánica Constitucional aprobada en octubre de 1989, a pocos meses del fin de la dictadura militar. Se trató de uno de los acuerdos de la transición más tensos y complejos, ya que la intención de Pinochet era designar íntegramente el nuevo directorio con el fin de hipotecar la política económica del nuevo gobierno. Finalmente, se llegó a un compromiso con la designación de Andrés Bianchi como presidente de un primer directorio que contó con la anuencia de ambas partes. La nueva ley estableció un método de designación del directorio que distribuye “binominalmente” su composición, y que garantiza que el Banco no esté sujeto ni a la fiscalización de la Contraloría General de la República ni a la de la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras. Tampoco se le considera parte de la administración del Estado. Cabe, por tanto, la pregunta del poeta romano Juvenal: ¿Quis custodiet ipsos custodes? (¿Quién vigilará a los vigilantes?). Autónomos de las autoridades democráticas, los bancos centrales autónomos han mostrado ser altamente dependientes de los intereses de los mercados.

Ya en 1975 la dictadura había impedido, por medio de una reglamentación interna, que el Banco Central proveyera financiamiento al sector público y al sector privado no financiero, vetándole la promoción del crecimiento y el empleo. Según este predicamento, la única función del Banco Central debería ser el control de la inflación. El argumento, propuesto antes por monetaristas como Kydland y Prescott o Woodford, radicaba en que su única tarea debía consistir en mantener la estabilidad macroeconómica y financiera. En cierto modo, esta normativa fue anticipándose a un proceso que con posterioridad acabaría involucrando a la inmensa mayoría de los bancos centrales del mundo. En la actualidad el Banco Central de Chile no sólo continúa ejerciendo su rol bajo esta orientación, sino que además realiza un activo proselitismo público de esta política. Su afán “adoctrinador” llega al paroxismo en los concursos escolares organizados por el propio banco, en el que se invita a los estudiantes secundarios chilenos a escribir relatos y cuentos breves que respondan a la pregunta “¿Por qué es importante que el Banco Central de Chile sea autónomo?”. Si los escolares ya deben conocer la única respuesta correcta, ¿qué debate podríamos tener los adultos sobre esta materia?

Desde la fundación del primer banco central en Suecia en 1668, han existido voces que pedían que los bancos centrales fueran independientes de los gobiernos por el temor a que los gobiernos emitieran moneda sin restricciones para financiarse, provocando una ola inflacionaria como la que vivió Alemania durante la república de Weimar, que llegó a superar el 26.000.000.000% en 1923. Este atávico temor no tiene en cuenta que muchos economistas actuales consideran que hoy no existe la inflación por “exceso de emisión monetaria”, puesto que los Bancos Centrales ya no manejan la cantidad de dinero en circulación, y que en realidad la inflación se determina de acuerdo con la demanda de crédito. Pero la respuesta al peligro inflacionario ha sido mucho más fuerte y ha llegado en la actualidad a situaciones dramáticas, como las que actualmente enfrenta la eurozona.

La crisis del Euro, iniciada en 2008, es inexplicable sin atender a las responsabilidades del Banco Central Europeo (BCE), creado en 1998 con un estatuto autónomo y un mandato que le impele a buscar exclusivamente un Euro fuerte, con una inflación al máximo control. El cumplimiento estricto de este objetivo propició el grave endeudamiento de los países periféricos (Grecia, Portugal, Irlanda, España, Italia) que vieron disminuir la competitividad de sus exportaciones y, a la vez, tuvieron que contraer créditos exorbitantes para pagar sus importaciones de los países del norte de Europa. El BCE, confiado en la “gran moderación” de la volatilidad económica, anunciada por Ben Bernanke en 2004, nunca previó un nuevo ciclo de crisis sistémica como la que estalló en 2008. Para salir de este ciclo de endeudamiento, el BCE ha obligado a los gobiernos periféricos a iniciar drásticos procesos de disminución del gasto público (especialmente en salud, educación, subsidios del desempleo, pensiones, etc.), acompañados de brutales reformas laborales, recortes del salario mínimo, aumento del IVA y desregulación de sectores económicos que amenazan con dar el golpe de gracia al modelo social europeo.

Ante las advertencias de la mayor parte de los economistas, que pronosticaban que este tipo de medidas iban a elevar aún más el desempleo y conducir a un agravamiento de la recesión, Jean-Claude Trichet -entonces presidente del Banco Central Europeo- se limitó a decir: “Creo firmemente que, en la coyuntura actual, las políticas que impulsen la confianza acelerarán la recuperación económica en vez de obstaculizarla, porque la confianza es el factor clave hoy en día”. Finalmente, la conducción del BCE, buscando ciegamente la confianza de los mercados, ha originado una desconfianza alarmante en el Euro, poniendo en riesgo no sólo su propia supervivencia como divisa, sino también la viabilidad misma de la Unión Europea como proyecto político, lo que ha tenido efectos en el Brexit y provocado diversos conflictos internos en la eurozona.

Una situación parecida vivió España, que nunca pudo reaccionar ante la desastrosa gestión de la crisis de 2008 por parte del entonces gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordoñez. Se le responsabiliza por su extrema permisividad ante una evidente burbuja inmobiliaria, por la lentitud en la reforma y reestructuración de las cajas de horro ahora quebradas, así como la pasividad ante las indemnizaciones millonarias que se asignaron a sí mismos los directivos de instituciones de ahorro arruinadas. La nacionalización de Bankia (tercer banco español) llevó al absurdo todos los informes que año a año Fernández Ordóñez sostuvo con vehemencia, señalando que su país poseía uno de los sistemas bancarios más solventes del mundo. Sin embargo, de acuerdo al modelo de autonomía vigente, la mala gestión de un gobernador como Fernández Ordoñez solo puede ser juzgada por la historia.

Hoy el dogma de la autonomía comienza a caer. Economistas como Toporowski han mostrado que la pretendida independencia de los Bancos Centrales es una mera ilusión, ya que solo han pasado de depender de los gobiernos a depender de otros bancos centrales más poderosos y, más gravemente aún, de especuladores financieros que controlan indirectamente sus activos. Situación que puede ser peligrosa para países como Chile: «Fuera de Europa y de Norteamérica los bancos centrales son especuladores “macro fondos”, dependientes de los gobiernos de EEUU y de Europa cuyos bonos tienen ellos. Estos bonos pagan muy bajos rendimientos, pero los altos rendimientos concomitantes con altas tasas de interés en Europa y Norteamérica, podrían representar salidas de los flujos de capital de los mercados emergentes».

Como afirma Costas Lapavitsas: “La tendencia hacia la independencia del banco central parece haber cobrado un impulso imparable en los últimos años. Se sustenta en una literatura en constante expansión, que intenta demostrar los beneficios de bienestar y el desempeño superior de la inflación como resultado de la independencia del banco central, y ha atraído el apoyo de sectores inesperados. En vista de esto, es realmente sorprendente darse cuenta de lo precarios, estrechos y poco convincentes que son los fundamentos teóricos de la independencia del banco central. Es aún más sorprendente darse cuenta de lo tendenciosa que es la evidencia empírica que busca demostrar el desempeño superior de los bancos centrales independientes”.

La Convención Constituyente debe sacar al Banco Central del actual paradigma restrictivo. Ello permitiría devolver al Estado un marco básico de soberanía que le otorgue control de su política monetaria y, especialmente, de la tasa de interés, que viene a ser la gran herramienta que permite regular el crédito y orientarlo a su función social y productiva. Y es importante que el mandato de un Banco Central contenga perseguir objetivos múltiples, que no sólo incluyan el crecimiento y reducir la inflación, sino también una distribución del ingreso más equitativa y sostenible, la promoción del crédito sectorial y la estabilidad de precios. Este tipo de reformas permitiría una efectiva coordinación entre la política fiscal del ejecutivo y la política monetaria del ente emisor.

Álvaro Ramis es Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano