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Las ovejas negras del rebaño

Por Javier Maldonado.- Las ovejas se comportan de modo muy extraño. Necesitan, escuchar y sentir, de modo imperioso, el campaneo sordo del cencerro que les va indicando el camino y la ruta, aún a campo abierto, en las praderas. Los grandes auxiliares del pastor ovejero son los perros –también llamados ovejeros-,  que saben, ellos sí que saben, que las ovejas son capaces de cualquier cosa, de cualquier conducta inesperada de la oveja guía, líder, que lleva el cencerro y es capaz de lanzarse por un precipicio, con indiferencia suicida, acompañada de todo el rebaño inconsciente.

Ahora bien, es de notar que en todo piño hay, también, una oveja negra que se hace la cucha, se entremezcla, entra y sale, y en cualquier momento inesperado, intentará tomar el mando y, si no puede, distraerá la atención de sus congéneres, ya sea balando en otro tono, o correteando por afuera del perímetro que contiene al rebaño. La recomendación de los que saben suele ser: ¡ojo con la oveja negra!

Extrapolando los comportamientos sociales de los otros rebaños, sobre todo los de aquellos que no saben que lo son, no es difícil distinguir las ovejas negras que siempre, engañando a los que se confunden y extravían en el montón, como parte de la muchedumbre que sólo sigue al cencerro, los acarrean para que balen y, como los lobos, que es el sueño que cada una tiene, otilen y confundan a las mayorías, grandes y pequeñas. No es fácil gobernar a un rebaño, menos aún a esos rebaños que deambulan para aquí o para allá, sin rumbo, dispersándose, desagregándose los unos de los otros.

Vistos aquellos modos desde otro punto de vista, es muy posible insinuar que es ése un comportamiento muy propio del anarquismo liberal, ese movimiento político soterrado, casi invisible, como los auténticos movimientos disidentes, en los que la multitud sigue de modo inexplicable las operaciones y maniobras de unos conductores de los que nadie sabe nada con exactitud y que sólo se conocen por sus seudónimos de batalla. Los anarcoliberales, primos hermanos de los neoliberales, afirman, con total convicción, que el mejor gobierno es el que gobierna menos. Y algunos disidentes dentro de la disidencia, estiran la idea de que el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto, y que cuando los ciudadanos estén preparados para él, ése y no otro será el que tendrán. Cabe suponer que las ovejas del rebaño sienten, o quizás presienten lo mismo. Las ovejas negras lo son no sólo por fuera; su disidencia orgánica proviene de sus eternas dudas respecto de la utilidad del rebaño.

Son ovejas negras por dentro y ejercen de tales dudando de todos  y de todo, contraviniendo todas las convenciones, haciendo caso omiso de los protocolos, y todo ello lo hacen felices de la vida, realizados en su nihilismo escéptico total. ¿Por qué lo hacen? Pues, porque pueden. Su comportamiento político se asemeja a las consecuencias previstas en la teoría del caos, expuesta en su anécdota central que dice más o menos así: “El aleteo de  una mariposa en el jardín de la residencia presidencial, provocará un inesperado ventarrón social en el país”. La proyección lógica de tal fenómeno es la réplica de ese descalabro, es decir, “lo que viene” de vuelta, en el ideario de la acción política directa, siguiendo los pasos de la reacción newtoniana. Los ideólogos todavía no salen de su perplejidad ya muy notoria.

Por otra parte, los expertos asesores del Gran Prometedor sospechan que la nueva democracia vigente, o este ejercicio experimental que algunos llaman democracia, nunca antes había estado tan débil. Pareciera que el virus que nos ataca se hubiese trasladado de las personas a las instituciones y, de allí, a contaminar las bases esenciales de la república, de la res publica. Dicen algunos científicos que el virus COVID-19 también ataca al cerebro. Sí, convienen otros, pero no a todos los cerebros, sino que a los más disponibles, a los más débiles, y todos ellos sospechan de que en Chile la disponibilidad es de todo cuidado, sobre todo en las alturas, cualesquiera que éstas sean. Uno de los síntomas más nítidos es la desbocada tendencia a prometer cosas, sobre todo cosas que hace apenas un mes los secretarios sostenían que eran imposibles de hacer y que mañana tampoco se ejecutarán. Otro síntoma es la generosidad desbocada, claro que quizás sea la característica propia, íntima del contagio, generosidad con las pertenencias de otros, como es el caso de las pensiones sobre las que el Gran Prometedor cree tener potestad absoluta.

Ahora, ante la evidente posibilidad de una Segunda Ola, el virus lo está empujando a prometer obras públicas para compensar a los operarios privados, cómo no. De allí, en un acto de desprendimiento superior, a la oferta de invención de miles de puestos de trabajo sólo hay un suspiro de satisfacción. Después vendrán las pymes y la nunca totalmente rescatada clase media. Ellos pueden esperar un tiempo más, total ya lo han hecho al menos medio siglo y alguien tiene que sacrificarse. La naturaleza del sistema quiere que las ovejas lo hagan.