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Memoria y tolerancia

Por José María Vallejo.- La memoria no se empata ni se justifica. Esa es la principal lección que se puede extraer del impasse que terminó con un ministro de Culturas en cuatro días. Mauricio Rojas había expresado en un libro sus quejas respecto del Museo de la Memoria señalando que esta instancia era un “montaje” de la izquierda orientado a contar una sola cara de la historia de los derechos humanos durante la dictadura militar.

Pese a que se retractó y había manifestado su cambio de opinión al respecto, esa misma opinión le cupo a un numeroso contingente de personajes vinculados a los partidos del gobierno, reacción frente a la que cabe una sola interpretación: esas personas no entienden nada.

La memoria no se empata ni se justifica. Sería como quejarse del memorial del 11/9 en Nueva York diciendo que deberían estar las víctimas islámicas de la intervención de Estados Unidos en el Medio Oriente; o que en el museo del Holocausto en Alemania debieran contarse también las atrocidades contra los alemanes a partir del Tratado de Versalles.

El sentido de la memoria, particularmente sobre los derechos humanos, es establecer un hito que recuerde que nada justifica los atropellos ocurridos. Incluso si el contexto que dio origen al odio político o racial puede ayudar a entender las razones por las que ocurrió una violación a los derechos humanos, en ningún caso la justifica. Y ese es el sentido de un memorial como el Museo criticado.

No corresponde que el símbolo mismo contenga el contexto. El contexto se debate en las aulas, en los medios o en la academia. Ahí está el espacio para la tolerancia y el diálogo, incluso para el disenso. No en el símbolo. El símbolo en sí mismo es un hito de lamentación por el dolor causado y la crueldad demostrada, y eso es absoluto, así como la voluntad a nivel de país de que ese tipo de hechos no vuelva a ocurrir.

Un memorial como este, ¿debiera incluir los casos de militares o carabineros muertos como consecuencia de las acciones de insurrección? Sería como pedir que en el memorial del Holocausto en Alemania se incluyan los nombres de los soldados que eran guardias de los campos de concentración muertos en alguna revuelta o intento de escape de los presos judíos. Pedir eso es una manipulación del símbolo, porque lo que no queremos que vuelva a ocurrir no es un genérico “nadie matará a nadie en la sociedad”. Sería deseable, pero no es lo que contiene el símbolo, sino la idea de que “el Estado no matará a nadie por sus ideas”.

Conviene señalar que ese Museo de la Memoria es fruto de una convención social transversal producto de las Comisiones Rettig y Valech, y por lo tanto su contenido y su alcance histórico es acordado. Pedir modificaciones o quejarse de ellos a estas alturas es infructuoso.

Dicho eso, no es menos cierto que la base más importante de la convivencia social democrática no es el estar de acuerdo, sino el estar en desacuerdo y vivir con ello. Se llama tolerancia. Voltaire solía decir: “No estoy de acuerdo con lo que piensas, pero daría la vida para defender tu derecho a expresarlo”.

Así, una afirmación que sostiene una eventual creencia (como la planteada por Rojas en el libro), ¿justifica su salida del ministerio en el que fue nombrado? ¿Acaso él había planteado que iba a cerrar el Museo de la Memoria o intervenirlo de alguna forma? Si ese no era el caso, ¿qué impide en una sociedad democrática como la chilena tolerar la expresión del pensamiento y que eso no te vete para asumir una responsabilidad pública?