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Muerte y dignidad en tiempos de pandemia

Por Ángel Muñoz.- La muerte, más que un momento específico en el tiempo y el espacio en la vida de un ser humano, es una experiencia vital que nos acompaña desde el momento mismo en que tomamos conciencia de la existencia de ella.

Desde un punto de un vista metafísico, y siguiendo una mirada platónica, los seres humanos somos entes naturales dotados de alma, por lo tanto, portadores de un espíritu, es decir, o somos cuerpos portadores de un espíritu, o somos un espíritu transportando y ocupando un cuerpo. Si somos lo primero, el ser humano es un ente sustancialmente inmanente o, lo que es similar, somos materia altamente organizada y compleja que realiza obra digna y útil en materia, es decir, en el tiempo y en el espacio, cuya gran obra, siguiendo a Schopenhauer, es vivir, seres dotados de voluntad de vida.

Si somos lo segundo, el ente humano es un ser esencialmente trascendente, en donde el espíritu realiza obra digna y útil más allá del tiempo y el espacio, más allá de la materia, más allá de la naturaleza física, es decir, es un ente que habita en el mundo de lo metafísico, en el ámbito de lo sobrenatural. Desde allí, el ente humano espiritualizado realiza su obra en materia, cuya finalidad teleológica consiste en no sólo habitar en materia, sino, conocerla, explicarla, y lo que es esencial, superior, y vital, transformarla en beneficio de la construcción del mejor de los mundos en materia, y de la evolución del espíritu encarnado. En definitiva, el ente humano, trascendente, es decir, espiritualizado, es el que protagoniza la tragedia de ser arrojado a la realidad, es el que experimenta la vivencia de lo que Heidegger denomina Dasein, es decir, ser ahí, queriendo significar existencia. El Ser arrojado a la existencia.

Desde un punto de vista mítico, el ente humano es un habitante de los límites fronterizos entre la materia y el espíritu, es decir, mora en los lindes, los bordes, los márgenes entre la animalidad y la divinidad. Es en este zona limítrofe donde espíritu y materia se confunden en la apariencia de la fusión, es allí donde están los límites de lo humano.

El continum animalidad–divinidad ubica al ente humano en la encrucijada entre ser un Animal, un Hombre, y un Dios.

En tanto Animal, es inconsciente de su finitud, sólo existe sin estar en posesión de una comprensión lúcida de su propia muerte, vive en el mundo del presente, aquí y ahora. Al vivir en este ámbito, está exento de la angustia de la finitud, por cuanto, no tiene la posibilidad de plantearse el evento de su propia extinción material.

En tanto Hombre, vive de manera permanente en su fuero profundo, la angustia de su propia muerte pues, su inteligencia lo hace consciente de su finitud en el tiempo y en el espacio. El ente humano, en tanto Hombre inteligente y consciente, vive en el futuro; la conciencia y la inteligencia lo hace incompetente para vivir el presente pues, sobre todo en el actual mundo global y complejo, vive en el espejismo de la programación y previsión del futuro, abriga la creencia de la perspectiva, del pronóstico, de la predicción del devenir, con la quimérica, ilusoria, irreal e imaginaria convicción de la inmediatez, es decir, de traer el futuro al tiempo presente, cercenando la única posibilidad de vivir la existencia, a saber, en el aquí y el ahora.

En tanto Dios, el ente humano es inconsciente de su finitud, pues los dioses, por definición, son inmortales. El humano en esta dimensión está exento de la angustia que provoca la conciencia de finitud, la muerte no existe por el hecho de que ésta es una dimensión trascendente, donde habita el espíritu más allá del tiempo y el espacio, más allá de la materia.

Tras esta reflexión en torno a la condición esencial del ente humano, es inevitable desarrollar una meditación en torno de la encrucijada en que la actual pandemia que recorre el planeta, pone a la condición humana en su esencia.

La muerte física de miles de individuos producto del virus COVID-19, con que los medios de comunicación se esmeran de manera demencial por aumentar su audiencia, pone en tela de juicio la dignidad de la muerte. En la decadencia de los medios informativos, al conferir un tratamiento obsceno, impúdico, sucio e inconveniente de la información que transmiten, se observa de manera visible, la corrosión moral de un sistema social, económico y cultural agotado, que ha alcanzado su fase terminal.

La muerte física en el ente humano, dado su carácter de nobleza, solemnidad, y grandeza, exige a la conciencia colectiva, como un imperativo categórico, el deber de garantizar y proteger el ineludible e imperioso rito de pasaje del espíritu que desencarna para continuar su trayectoria de evolución hacia dimensiones y grados superiores de existencia.

La restricción de realizar este ritual de pasaje conduce al espejismo, poniendo el foco de atención en la pandemia, de responsabilizar al virus COVID-19, por la vía de su personificación, de poner en tela de juicio este trascendental acto humano. Este rito de pasaje ha sido respetado en todas las civilizaciones de la historia humana. En la mitología griega el acto de pasaje era consumado a través de la figura de Caronte, el barquero de Hades encargado de guiar el espíritu de los difuntos de un lado a otro del Río Aqueronte. Esta tradición también tuvo su expresión cultural en la Antigua Roma.

Reubicando el foco de atención en un horizonte más amplio que el advenimiento de la actual pandemia viral, el pensamiento se dirige a la primera década del siglo XXI, momento en el cual comienzan los estallidos sociales en el planeta, con la llamada Primavera Árabe.

Permítaseme cambiar el foco de la reflexión, para establecer un necesario contrapunto.

 

 

El ente humano habitante del planeta en el actual período de su historia comenzó a experimentar un cansancio fundamental, cardinal, primordial, y ancestral tras cuatrocientos años de un sistema social, económico y cultural ya agotado, pero que en su fase terminal deviene en crueldad inhumana e implacable. Un sistema opresor y atomizador de la colectividad humana. Un sistema deshumanizador de la naturaleza del ente humano, por la vía del encarcelamiento del espíritu en lo más profundo y denso de la materia.

Esta humanidad comienza a alcanzar los límites de su resistencia a la opresión y el sufrimiento; comienza a alcanzar la saturación para acercarse a las puertas del estallido. Es el espíritu del conjunto de los entes humanos del planeta que se manifiesta. Es el mundo que se revolucionó en una protesta universal.

La estructura de la sociedad se comenzó a fracturar, por las razones sistémicas que todos vivimos: un mundo donde la injusticia campea y reina; un mundo cada vez más artificial; un mundo agobiante; un mundo de desigualdades escandalosas. En definitiva, siguiendo a Urlich Beck, extremadamente peligroso, una sociedad del riesgo global.

A veinte años del estallido planetario, la naturaleza se pronuncia. Los que dirigen el mundo no podían pensar que, en algún momento de la historia, los pueblos, las grandes masas principalmente urbanas, se iban a levantar, a partir de una progresiva toma de conciencia que les mostraba el grado de sufrimiento, de estrechez, de vacío en que estaba viviendo. Es la manifestación de la Mega-crisis. Una crisis que todo lo abarca, todo está en crisis. Y cuando todo está en crisis lo peor puede suceder. Entonces, la pandemia viral es parte de la Mega-crisis, es decir, en la crisis actual la pandemia viral; el estallido universal; el fenómeno feminista, y/o el desplome económico global, no caminan por sendas separadas, todo es parte de un mismo acontecer.

Por lo tanto, si lo que el planeta vive es una pandemia espiritual que se manifiesta a través de la conciencia colectiva, entonces, por el fenómeno de la sincronicidad, ésta se proyecta en el mundo objetivo de manera analógica, como una pandemia viral que enferma y aniquila los cuerpos humanos en función. La pandemia viral no es más que el resultado de la pandemia espiritual que estamos viviendo como humanidad.

La incertidumbre global de la humanidad actual trasciende la puesta en duda de la dignidad de la muerte física. Lo que hoy está en crisis es el necesario equilibrio entre espíritu y materia. El espíritu humano aparentemente, ha sido derrotado, sojuzgado, dominado por las fuerzas materiales que campean en el mundo de la inmediatez, del consumo de masas, de la vacuidad. No obstante, el espíritu no es posible de aniquilar dada su condición de ente trascendente, que se perpetúa más allá de la inmanencia de la materia.

En medio de la catástrofe planetaria, el espíritu humano es portador de buenas noticias para el ente humano, por cuanto, él ha sido el orientador, el conductor, y la potencia del cambio permanente y eterno que ha experimentado la humanidad de manera persistente e inevitable a través de su historia. La buena nueva que trae consigo el espíritu trascendente incuba en su esencia la voluntad de vida que mueve al ser humano, y la voluntad de poder que le confiere la fuerza vital.

Una vez más, en el devenir de los tiempos, es hora de sembrar y cosecha lo esencialmente trascendente en el ente humano: su fuerza vital; su capacidad de crear y recrear mundos; su habitar permanente en el amor universal; su condición de héroe en permanente campaña.

La pandemia viral declinará para dar paso a la epopeya final del espíritu, donde el héroe espiritual culminará su camino de vencedor por sobre las fuerzas de la materia, para que la humanidad planetaria realice la Gran Obra: construir el mejor de los mundos en dirección de una humanidad superior.

Ángel Muñoz Accardi es Dr. en Sociología, Profesor Titular Escuela de Sociología Universidad Mayor.