Por Edgardo Viereck Salinas.- La historia inicia con dos rostros en pantalla y termina con uno. El otro quedó en el camino. Este es un relato que nos habla de pérdidas entrañables, de ver partir a un amigo de la forma más absurda imaginable.
Es la Primera Guerra Mundial pero podría ser cualquier guerra. Eso sí, hay que decirlo, las trincheras añaden al panorama una curiosa crueldad y el efecto del interminable plano secuencia que registra todo nos aporta una intensidad que lo va dejando a uno mudo y con los ojos cada vez más abiertos ante el espanto.
El enemigo no aparece sino hasta muy avanzados los hechos y eso no es casualidad. Porque antes de ver a “los malos de la película”, aquí los protagonistas miran al enemigo que llevan dentro. Cuestionan a sus superiores, a su propio ejército, a ellos mismos metidos ahí como títeres de una farsa que parece dirigida por una mente sádica. Finalmente la guerra termina siendo eso, una lucha contra sí mismo, un lance cuerpo a cuerpo con mi propia humanidad.
Mis huesos duelen, me atormenta casi todo lo que pienso, mi piel hiede a todo lo pútrido que me rodea desde que estoy en esta suerte de primera línea de fuego que pareciera avanzar a ninguna parte. Las trincheras, con su apariencia laberíntica de grandes ratoneras aportan crueldad, ya está dicho, pero también una incertidumbre extra al no dejar ver lo que realmente pasa.
La guerra está siempre un poco más allá y yo la espero bastante más acá, oculto como un topo, fumando y rumiando el miedo, la rabia y todos mis recuerdos de cuando tenía una vida junto a los míos. Una existencia que me fue arrebatada para defender algo que tampoco entiendo mucho. Un joven soldado repara en este sin sentido cuando pone en duda que valga la pena tanta pelea por unos potreros donde solo hay unas cuantas vacas pastando. ¿A quién le importa? A todos y a nadie. Los mismos que antes dijeron pelear por un espacio geográfico, ahora ya no saben bien por qué quieren pelear.
Lo cierto es que el general que manda a estos dos amigos a una misión improbable y casi suicida tampoco quiere responder esta pregunta, y mucho después un alto oficial de división advierte que “hay muchos que quieren pelear”. Léase pelear por pelear. Pues bien, si de eso se trata, ¿entonces de qué se trata?
Estamos aquí frente a un alegato antibelicista muy enérgico, aunque arropado de inteligente reflexión. En todo momento sus imágenes se cuestionan la utilidad de esta atrocidad llamada guerra, vista con una mínima y muy necesaria distancia impuesta por una cámara objetiva omnipresente y a la vez comprometida con sus personajes, que no se permite cortar pues comprende lo que consigue si se vuelve cómplice de estos dos cabos amigos.
A través de sus evidencias más palmarias, se nos revela lo más cruento de esta experiencia. Pero, como no es un documental, hay una fina selección de detalles, imperceptible pero efectiva como mecanismo narrativo que pone todo en frente de nuestra atónita mirada para decirnos que la palabra guerra debe usarse con cuidado.
Como si se tratara de frenar cualquier impulso irresponsable mandándonos al último pupitre del salón de clases con un cuaderno y un lápiz, a la antigua. Escriba cien veces la palabra guerra y después vuelve y conversamos. Guerra. Guerra. Esto es la guerra. Aquí tiene la guerra. Véala. Aprenda a olerla con sus ojos. Escuche el silencio de muerte que envuelve todo entre cada asalto o tiroteo. A lo lejos las columnas de humo. A mi lado los cadáveres que parecen organizarse para entrar a escena en el momento justo, con una sagacidad propia del mundo de los vivos, sorprendiéndome cada vez como si fuera la primera.
Entendida como una gran puesta en escena, la guerra revela todo lo cruenta que puede llegar a ser hasta convertirse en una maldición. Como dice el alto oficial que insiste en mandar a su pelotón a la trampa que le ha tendido su enemigo, la guerra se acaba con el último soldado muerto en el suelo. Eso quisiera él, pero un humilde cabo ha venido de muy lejos a desbaratar sus planes.
“Vea que le curen sus heridas y váyase al carajo”, le espeta el alto oficial con un desprecio que al cabo le duele, pero se lo traga callado. De inmediato el dolor es en algo mitigado por el gesto de otro oficial de menor rango que agradece y reconoce la misión cumplida. Pero esto es la guerra y aquí es sin llorar. ¿Sólo para valientes? ¿O quizás para insensatos? Quién sabe. Tampoco quedan muchas ganas de averiguarlo.