Por Mariana Schkolnik.- Z mira a su alrededor. Está solo y es la primera vez que sale a la superficie. Día 1.245 después del colapso. Observa las colinas azules siguen en el mismo lugar que la última vez que las vio, como si nada hubiera pasado. Ese paisaje siempre fue árido. Ya amaneció, el mundo volvió a recuperar una cierta claridad, el viejo y conocido sol sigue ahí. El cielo teñido de rojo óxido, en cambio, se ve extraño e inextricable; sigue en perpetuo movimiento, la amenaza sigue presente, vapores, nubes tóxicas. Si, tal vez aún existen nubes, señales de agua, pero sin duda venenosa, radioactiva y ahora tienen otras formas y colores, violáceos, negros y ocres. Lo hará analizar. Siente, o cree que siente, que respira arena, ventisca de los desiertos, remolinos de sequedad.

Ya se acostumbrará a esas nuevas tonalidades, piensa. Se mueve con lentitud ahí afuera, aun no conoce bien su cuerpo, será un proceso lento le dijeron.

Tiene algunos recuerdos, sólo destellos: la ceguera, el dolor y los gritos alrededor. Cuando pudo abrir sus ojos, observó solo sombras sobre el pavimento, sombras de cuerpos, por doquier. Luego se desmayó o murió, no está seguro. No recuerda demasiado del mundo anterior. Solo chispazos de escenas, piscinas, martinis, paisajes luminosos, aviones, yates… ¿risas?

Solo sabe que ese día acabó todo, la vida terminó, los árboles se retorcieron y ennegrecieron, las plantas se chamuscaron, el cielo se tiñó de sombra y polvo. Todos los poderosos del planeta apretaron los botones que detonaban las bombas de hidrógeno al mismo tiempo.

Volvió a tener conciencia al despertar en un mundo aséptico y plástico, rodeado de máquinas y cables. Z, antes de ser Z, era riquísimo, mega multimillonario, más poderoso que los poderosos, y tenía -como otros pocos iguales a él- la posibilidad de una nueva vida. Su cerebro fue resguardado en potentes memorias y chips programados con anticipación para ser reinsertados en su cerebro, o lo que quedara de él, y el cuerpo metálico reluciente y perfecto había sido construido también con suficiente anterioridad.

Cuando miró con sus ojos nuevos perfectos, más agudos y jóvenes que los que tenía antes, recién entonces observó sus manos, extrañado, extasiado. Se atrevió a tocar su cara, sabía que era de metal, le percibió fría. Estaban prohibidos los espejos, el mismo lo decretó así.

Se abre la pesada puerta del bunker, ve que se asoma un comandante: es otro androide creado para su servicio, como todo el resto de quienes trabajan incansables para los reacondicionados, como se autodenominan. Los robots producen alimentos sintéticos, energía a partir de átomos, máquinas de combate unas tras otras, en una interminable cadena de producción. También el equipo de robots que lo operó y reacondicionó fue preparado para ese momento que se veía venir. Previeron ese fin y se prepararon concienzudamente durante décadas.

El comandante lo llama, lo necesitan adentro. No conoce a nadie, ni nadie le importa, son todos más o menos iguales, es una nueva raza recién surgida, algunos robots perfectos. Otros habitantes del bunker son también antiguos humanos, familias super mega multimillonarias reacondicionadas, manteniendo partes de su cerebro que conservan fragmentos de memoria. Todos tienen una misión primordial: defenderse de los enemigos que, se cree, viven escondidos en otros bunkers en otros parajes. La prioridad es sobrevivir, esa es la misión.

Camina tambaleante. Extraño efecto el de estar al aire libre, aún con mascara de oxígeno protector. Observa ese paisaje con un horizonte lejano e infinito, después de años viviendo en el refugio donde todos son espacios reducidos y llenos de aparatos y maquinarias. Se ha mareado. No sabe para que salió, qué hay que mirar allí. Solo auscultar si hay nuevos recursos, nuevas realidades atmosféricas, aunque adentro tampoco hay mucho que hacer. Los robots son diligentes y él, por más que mire a su entorno, no se interesa en nadie ni nada. Razona por un momento que ni siquiera ha identificado quiénes formaban parte de su familia, qué interés habría, no puede imaginar siquiera cuál sería el propósito de aquello. Debe organizar la producción, y sobrevivencia solo eso importa.

Hay  algo que no entiende, algo que le falta en su nueva vida, recién al observar lo que quedó de la naturaleza, percibe que algo en él está mal. Quiere cerrar los ojos y sentir, recordar, oler, respirar. Ahí afuera mirando el horizonte, las arenas marrones, las rocas negras, las montañas azules, ese mundo asolado y sin vida, algo en su símil de cerebro se ilumina, hace conexión, sistemas eléctricos que replican una sinapsis, surge una chispa neuronal en su cabeza, o lo que queda de ella. Ese día, el día mil doscientos y tantos después del desastre entiende qué fue lo que no previó, es solo una carcasa de metal con rastrojos de células humanas. Pero no tiene corazón, ya no.

Alvaro Medina

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