Por Esteban Muñoz.- Hay una nube anestésica dando vueltas en torno a muchos. Una especie de naturalización de los excesos de la fuerza policial chilena. Un día es un desfalco millonario junto a una lluvia de perdigones que mutilan los ojos de varios cientos mientras, de fondo, una iglesia se quema. Otro día, de un empellón, un menor de edad es lanzado al cauce de río con memoria triste. Poco después, entre la teleserie y el noticiario, un artista callejero conocido del barrio es abatido por uniformados que intentaron un fallido control de identidad en Panguipulli. Te levantas con esa sensación amarga y te cuentan, cien voces distintas, que un joven detenido por andar sin salvoconducto se suicidó en el calabozo de una de las comisarías más cuestionadas del último año en la comuna de Pedro Aguirre Cerda. Como psicólogo de la salud pública veo personas que, al cabo de un año de pandemia y encierro, les cuesta conectar con una emoción evidente ante el enorme caudal de malas noticias.
Francisco Martínez vivía en situación de calle. Esa calle era su domicilio conocido y, según se ha informado, padecía de una condición crónica en su salud mental. Probablemente esquizofrenia o autismo, pero era considerado un buen vecino. Cordial, atento y servicial. Antes de fallar la institucionalidad policial, ya le había fallado el Modelo de Atención Integral de Salud Familiar y Comunitaria en un tratamiento digno. Esa falla sistémica de parte de quienes deben proteger a la ciudadanía se suma a voces críticas que buscan criminalizarlo como un indigente, un sociópata, un agresor, un enfermo mental. Un pobre en definitiva.
El bombardeo de temores, brutalidad y excesos deja a la esperanza en el punto ciego del ojo y sensaciones como la rabia, el miedo o la tristeza son las que priman como legado programado de décadas oscurantistas en que se enseñaba a temer al migrante, a las instituciones y competir por las reglas de un modelo económico segregador. Todo, por la promesa de un mundo paralelo donde las fuerzas armadas y de orden -supuestamente- velaban por el ciudadano. “Somos muchos más”, aseguraban.
Hace 50 años Carabineros de Chile avanzó hacia la autonomía en dictadura poniendo en práctica un aprendizaje profundo sobre el control ciudadano a partir de la violencia represiva avalada por el Ministerio de Defensa como instrumento de seguridad interna (parte de la Doctrina de la Seguridad Nacional). En ese contexto de antaño se sostiene hoy un uso de la violencia activa como mecanismo de control y prevención como marco ideológico. Uno en el que los ciudadanos son un constructo binario: amigos o enemigos.
En él, el poder coercitivo de las armas se potencia más allá de lo racional con la falta de acompañamiento en salud mental al interior de Carabineros denunciada por testimonios de ex uniformados, familiares de policías que se han cometido suicidio y reportajes de investigación. Poco después de la muerte de Francisco Martínez, senadores de la Comisión de DDHH solicitaron se transparente el estado de los protocolos para el bienestar emocional de la policía chilena.
La analista política Lucía Dammert proponía refundar Carabineros de Chile en las antípodas de su rol actual de autoridad consolidada por la violencia y la obediencia. Esa reformulación requiere una profesionalización donde el cuidado de la salud mental también sea una garantía imprescindible que acompaña cada paso de su formación y desarrollo posterior.
Bajo el actual sistema de atención primaria que prioriza cantidad en lugar de calidad, cualquier mal día cualquiera de nosotros puede ser Francisco. Sin exculpar al tirador, cualquiera de nosotros puede apretar el gatillo en distintos niveles también: un padre en la incertidumbre de llegar a fin de mes, la madre que no sabe si de vuelta a casa del trabajo lleva el COVID entre los dedos, el niño frustrado que puede salir a jugar, el anciano temeroso de la crónica roja. Todos estamos a merced del miedo, de agredir y ser agredidos como resultado del estrés de una temporada inédita.
Mientras se aborda el asunto de la salud psicológica de las instituciones, es buen momento para que la gran diversidad de candidatos constituyentes incluyan en sus apuntes, en la medida de lo posible, las prioridades urgentes en materia de salud mental como un derecho… para civiles y uniformados como un eje central con mirada de futuro, integridad y centrada en las personas más que en constructos simbólicos como la patria o la nación.
Como profesional. Como padre también, creo que quien asesinó a Francisco debe estar arrepentido. Sorprendido aún. Comparando la edad del malabarista asesinado con la de algún hermano, amigo, sobrino. ¿Hijos? Quizás. Hoy la polarización vuelve más trágica la pandemia. O criminalizas a Francisco o al carabinero que le disparó, sin puntos medios. Sin empatía ni escala de grises. Todos vivimos esa dualidad, ese enajenamiento que nos vuelve un malabarista de los sentimientos o un policía controlador.
Que Francisco pueda fluir dónde esté, que el asesino obtenga su pena según lo que determine la ley y lo que él humanamente pueda cargar sobre sí mismo. Tal vez repitiendo mil veces en su memoria los últimos momentos de vida de su víctima, preguntándose si la bandera ante la que juró defender a las personas alguna vez, es la misma hoy. Compasión para ambos.
Esteban Muñoz es psicólogo Clínico-Comunitario en el CESFAM Ventanas, Región de Valparaíso, Magister en Educación Emocional