Modernizar el Estado no es hacerlo desaparecer ni convertirlo en una réplica de la NASA sin presupuesto. Es transformarlo en una institución moderna, equitativa, eficiente y digital, capaz de responder sin demoras ni trámites absurdos.
Por Miguel Mendoza Jorquera.- En Chile, modernizar el Estado es una consigna que todos repiten pero nadie ejecuta. Entre promesas libertarias de achicarlo y nostalgias estatistas de saturarlo, el aparato público sigue operando con papeles, ventanillas eternas y nula eficiencia. Ya es hora de discutir en serio qué tipo de Estado queremos: uno que funcione.
En Chile, decir que “hay que modernizar el Estado” se ha convertido en el equivalente político de decir “hay que comer más sano”: todos están de acuerdo, nadie lo hace realmente.
Para la derecha libertaria, modernizar el Estado significa, básicamente, hacerlo desaparecer con estilo. Hay que achicarlo, externalizarlo, privatizarlo y, si se pudiera, convertirlo en un código QR. Con suerte, dejarlo como un botoncito de “atención al cliente” si algo sale mal. Para la izquierda estatista, en cambio, modernizar parece significar repartir cargos, fondos y oficinas con estética republicana, con énfasis en la gestión participativa… entre camaradas.
Pero ni convertir al Estado en una app, ni en una catedral del trámite eterno resuelven lo esencial: el Estado chileno no funciona como debería. Y la gente lo sabe, porque lo sufre.
El “Estado mínimo” que pidió auxilio
En los años 80, durante la dictadura de Pinochet, Chile se convirtió en el laboratorio estrella del neoliberalismo. Se achicó el Estado con fervor: privatizaciones masivas, eliminación de controles, reducción del aparato público. Todo bajo la promesa de que el mercado lo haría mejor, más eficiente, más moderno.
Pero en 1982, el sistema financiero colapsó… y entonces, sorpresa: el mismo Estado que se había debilitado tuvo que salir al rescate de los bancos privados. Entre 1983 y 1986, se gastó más del 20 % del PIB en salvar al sistema bancario, incluyendo nacionalizaciones temporales y millonarios traspasos de deuda privada al fisco.
Así es el “Estado mínimo” en versión chilena: te deja solo cuando necesitas atención médica, pero corre a salvar bancos cuando estos se resfrían. ¿Libre mercado? Sí, mientras las ganancias fluyan. Pero cuando vienen las pérdidas, todos hacen fila para tocar la puerta de papá Estado.
El Leviatán que se comió su propia cola
Del otro lado del ring está el estatismo duro, ese que confunde “presencia del Estado” con “omnipresencia del trámite”. El mejor ejemplo histórico es la Unión Soviética, donde el Estado planificaba hasta cuántos tornillos producir por provincia. Spoiler: no funcionó. El colapso vino no por falta de fe, sino por un exceso de formularios, desconfianza hacia la iniciativa individual y dirigentes que creían que eficiencia era un valor burgués.
Hoy el espíritu del Leviatán sigue vivo en modelos como el de Venezuela, donde el Estado controla tanto que ya no hay nada que controlar. O Cuba, donde el salario promedio bordea los 20 dólares mensuales y los estantes vacíos conviven con discursos muy llenos. Si el ejemplo suena lejano, en Nicaragua el Estado fuerte significa que la mitad de los cargos públicos clave están en manos del círculo familiar Ortega-Murillo. Un modelo de gestión afectiva, digamos.
Curiosamente, China, bajo el Partido Comunista, entendió algo que en Chile aún no cuaja: se puede tener un Estado fuerte y al mismo tiempo dejar que el mercado haga lo suyo. Eso sí, bajo supervisión, censura y control. El llamado “capitalismo autoritario de resultados” funciona, aunque no sea particularmente amable con la disidencia. O con los derechos laborales. O con la libertad de expresión.
Donde sí funciona
Mientras tanto, hay países que lograron algo que parece ciencia ficción para nosotros: tener un Estado grande, eficiente y querido. En Suecia, el gasto público bordea el 48 % del PIB, pero nadie se queja porque los trámites son digitales, la atención es ágil y el Estado no te pide un certificado de supervivencia para renovar tu cédula. En Alemania, la salud y la educación públicas son de calidad, y el Estado coordina, invierte e innova sin transformarse en pesadilla kafkiana. Canadá tiene salud universal, buena gestión y una aprobación ciudadana por sobre el 60 %.
Y por si hace falta recordarlo: incluso en Estados Unidos, símbolo global del capitalismo, el Estado no es débil. Tiene una estructura fiscal y judicial implacable: el IRS puede encarcelar a cualquier ciudadano —incluidos multimillonarios— que no pague sus impuestos. El Estado federal lidera la inversión en ciencia, defensa, tecnología y subsidios agrícolas. La NASA, por ejemplo, no existiría sin esa estructura pública robusta que hoy colabora con empresas privadas gracias a millonarios contratos estatales.
¿Y en Chile?
Aquí, el problema es más terrenal: el Estado sigue atascado en el siglo XX. Formularios impresos, trámites eternos, notarios como figura mística y funcionarios que te piden “el papel que usted entregó en la ventanilla de al lado”. La tecnología está, pero no siempre se usa. La voluntad política también podría estar, pero cuando derecha e izquierda llegan al poder, descubren que la grasa estatal es bastante cómoda cuando uno reparte contratos y acomoda cuadros propios.
Hablar de modernización en serio implicaría romper con esa cultura. Significaría usar la tecnología pública para eliminar trámites inútiles. Dejar de pedir papeles que el propio Estado ya tiene. Poner el foco en las personas, no en la supervivencia del aparato. Gastar mejor, no simplemente gastar menos o más. Y entender que la eficiencia no es neoliberalismo, es respeto.
Ni fantasmas ni dinosaurios
Modernizar el Estado no es hacerlo desaparecer ni convertirlo en una réplica de la NASA sin presupuesto. Es transformarlo en una institución moderna, equitativa, eficiente y digital, capaz de responder sin demoras ni trámites absurdos. Un Estado que no duplique funciones, que elimine procesos innecesarios y que actúe con datos, planificación y foco ciudadano.
No se trata de achicar por ideología ni de engordar por nostalgia. Se trata de que funcione bien, con agilidad, sin clientelismo, sin timbres rituales ni ventanillas eternas.
Porque al final, ni el Estado mínimo ni el Estado omnipresente sirven si no resuelven lo básico. Lo que Chile necesita —y los ciudadanos merecen— es un Estado que esté donde hace falta, que no estorbe donde no, y que cumpla su promesa sin excusas ni papel timbrado.
Un Estado moderno, eficaz, y por sobre todo, al servicio de las personas, no de las ideologías.
Miguel Mendoza Jorquera, Tecnólogo Médico MBA, conductor del programa Manos Libres de ElPensador.io