A 80 años de Hiroshima y Nagasaki, el mundo sigue atrapado en la paradoja nuclear: ¿puede la paz construirse sobre la amenaza de aniquilación?
Por Ignacio Paz Palma.- Hace 80 años, el mundo contempló por primera vez el rostro devastador de la energía atómica. Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en símbolos del horror, la muerte y el límite moral que nunca debimos cruzar. Hoy, ocho décadas después, somos testigos de escaramuzas que ponen en vilo al planeta.
En junio de este año, el conflicto entre Israel e Irán reactivó los temores más profundos de la humanidad. El ataque israelí a instalaciones nucleares en Teherán y Natanz, en respuesta al presunto enriquecimiento de uranio por parte del régimen iraní, mostró cuán delgada es la línea entre la disuasión y la guerra total. Y nos volvimos a preguntar: ¿puede el uso o la amenaza de armas nucleares justificarse moralmente?
Las bombas lanzadas sobre Japón, con su saldo inmediato de más de 100 mil muertos, abrieron una grieta ética en la historia. Se logró la rendición del imperio nipón, pero nadie ganó: solo se instauró un nuevo orden global basado en el miedo y la destrucción masiva como estrategia de poder. Desde entonces, el desarrollo de las armas nucleares está bajo la lupa moral, entre el progreso científico y la conciencia humana.
Hoy el debate ético se divide en dos visiones. Por un lado, quienes creen que la amenaza nuclear ha evitado guerras mayores; por otro, quienes sostienen que vivir bajo la sombra de una posible aniquilación es una derrota moral colectiva. ¿De qué sirve la paz si se mantiene a costa del terror?
La Guerra Fría formalizó la lógica de la disuasión: no atacar para evitar el contraataque. Pero esa “paz que no es paz”, como la llamó George Orwell, consolidó un orden de superpotencias capaces de destruir el planeta con solo apretar el famoso botón. Nos convertimos en rehenes de esos arsenales, atrapados en la encrucijada de cómo lograr que nunca se usen.
El mundo está en manos de líderes que desprecian el bien común: Donald Trump, Vladimir Putin, Benjamin Netanyahu, Kim Jong-un, entre otros, concentran un poder letal sin contrapesos. En ese escenario, las armas nucleares dejan de ser una amenaza abstracta y vuelven a ser una posibilidad concreta.
A pesar de los tratados, la voluntad política para eliminar estas armas es débil, y como ciudadanos no estamos plenamente conscientes del riesgo que esto significa. Tampoco tenemos la fuerza ni la capacidad para decir y exigir un BASTA.
Científicos como el astrónomo Carl Sagan advirtieron alguna vez que, frente a tecnologías capaces de alterar el equilibrio del planeta, se impone la urgencia de una ética global sin precedentes. Hoy más que nunca, necesitamos líderes con sentido de humanidad, pueblos movilizados por la paz y una ciencia al servicio de la vida. Porque si imaginamos un mundo de posguerra nuclear, solo tendría sobrevivientes deseando haber estado entre los muertos.
Mientras tanto, los de Hiroshima y Nagasaki siguen recordándonos lo que significa el infierno en la Tierra. En 2024, la organización Nihon Hidankyo recibió el Premio Nobel de la Paz por su lucha contra las armas nucleares. Su mensaje es claro: “Que nunca vuelva a pasar”. Es una invitación a enfrentar la cuestión nuclear desde la dignidad humana y no aceptar vivir al borde del abismo.
Ignacio Paz Palma es periodista y académico de la U.Central