La falta de fondo y las propuestas extremas en el debate presidencial exacerbó el miedo y la desconfianza, mientras que gestos de temple y unidad ofrecen la única vía para reconstruir el diálogo y prevenir la fractura social.
Por Claudio Masson.- El reciente debate presidencial dejó una impresión preocupante: un candidato admitió públicamente que posee un revólver con cinco balas en su domicilio, argumentando que la seguridad se logra armando a la población. Otro postulante planteó usar minas antipersonales en la frontera para contener la migración irregular, una idea criticada por su carácter inhumano y consecuencias históricas devastadoras. El mismo candidato de las minas lanzó acusaciones de traición utilizando imágenes cargadas de miedo y dolor, mientras el resto se enfrascaba en ataques personales en lugar de propuestas.
Hubo, sin embargo, una nota distinta. La candidata acusada —aunque no se ubique plenamente en mi campo ideológico— logró destacar: mostró temple, mejor manejo escénico, hizo llamados a la unidad y evitó caer en provocaciones. No fue la única ocasión, pues hubo otros chispazos de esperanza, aunque siguen siendo los menos. Las críticas de analistas han sido contundentes: lo mostrado por los punteros fue paupérrimo, sin diagnósticos de fondo ni capacidad para articular visiones de país.
La escena de fondo retrató algo gris: un país que observa cómo quienes aspiran a gobernar se enfrentan apelando al miedo y la desconfianza. No desconozco las voces conciliadoras, pero son minoría y hablan con menos volumen. La comparación con nuestra historia reciente o con Nepal resuena: allí la juventud salió a las calles ante un sistema percibido como corrupto e ineficaz tras la censura de redes sociales. En ambos escenarios, élites distantes y discursos agresivos generan un malestar social que se acumula como si fuese pólvora.
El riesgo es evidente. Cuando la política se convierte en un espectáculo de agresión simbólica, de acusaciones vacías y falta de contenido, el resultado no es diálogo sino fractura social. Aun así, los gestos de responsabilidad y las propuestas concretas sugieren que no todo está perdido: hay quienes intentan levantar algo más que gritos y miedo. Chile debería escucharlos antes de que la rabia latente termine encontrando cauces más peligrosos que las urnas.