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Lectura: Ojalá, Silvio… Ojalá
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Cultura(s)

Ojalá, Silvio… Ojalá

Última actualización: 7 de octubre de 2025 9:55 pm
13 minutos de lectura
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silvio
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Fidel Améstica hace poesía con la poesía trovada de Silvio Rodríguez, y su experiencia de haberlo visto nuevamente en Santiago.

Por Fidel Améstica.- Pese a que rehúyo verme inserto en cualquier multitud, donde el ser se desvanece subsumido por otro con voluntad ajena y espuria, tuvimos con mi esposa el privilegio de asistir a uno de los conciertos de Silvio Rodríguez en Chile en el Movistar Arena, esa cúpula que puede contener a unas quince mil personas que han pagado por estar ahí y «vivir la experiencia». Silvio podría haber llenado un par de veces el Estadio Nacional, aunque eso requiere otra logística y producción, y a la larga creo que es más agotador para todos.

Cuatro fechas con aforo completo tuvo esta vez en el recinto, y quedó gente con las ganas de cliquear por su ticket según cuentan los medios. Artistas chilenos lo telonearon en cada oportunidad: Manuel García, Illapu, Patricio Anabalón y Nano Stern. Quienes lo acompañaron en escena fueron el guitarrista Rachid López y Maikel Elizarde en el tres, ambos de Trovarroco; la flautista y clarinetista Niurka González; Oliver Valdés en la batería y las percusiones; Jorge Reyes en el contrabajo; Jorge Aragón en el piano, y Emilio Vega en el vibráfono. Y con las caricias de su voz, Malva Rodríguez González.

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Estos maestros desplegaron sus notas para abrir la expectativa de la entrada de Silvio, cuya silla y guitarra al centro lo esperaban bajo el lenguaje de las luces. Y mientras se acompasan los acordes de la canción dedicada a A Cintio Vitier y Fina García Marruz, se posiciona el trovador entre vítores y aplausos; y al compás de sus maestros músicos, lee unos fragmentos de un texto de José Martí referido a otros maestros, el ensayo «Maestros ambulantes»:

Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria. (…) Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno.

Y coloca su voz con palabras nuevas de tan recorridas en un —como ha dicho alguna vez su autor— maltrecho siglo XXI: Hoy me propongo fundar un partido de sueños, / talleres donde reparar alas de colibríes. / Se admiten tarados, enfermos, gordos sin amor, / tullidos, enanos, vampiros y días sin sol (…) Cabemos todos en ese universo, supongo, y muchos como asamblea de flores marchitas, / de desechos de fiesta infantil, de piñatas usadas, (…). ¿Tuvimos alguna vez una época de oro? Es posible. Y la memoria incluso tiene su guirnalda de R: Reduce, Reutiliza, Recicla, Repara, Rechaza y Recupera.

El despliegue escénico fue austero si uno piensa en los conciertos de antaño, pero con músicos pródigos en atmósferas sonoras que llevan a la intimidad, como si estuviésemos en una pequeña sala, o el hogar, y que las canciones fueran tocadas para uno en particular, cuando en realidad eran decena y media de miles quienes conformaban la audiencia. Los gritos de algunos, propios de una pulsión de la masa, no surtían efectos, por más que apelaran a consignas políticas o mártires de las derrotas utópicas. «¿Pasa algo?», dice Silvio con algo de humor, mientras se prepara para el siguiente tema.

En las cuatro presentaciones, siguió un libreto similar con algunas variaciones y un repertorio bien pensado. No es el repaso de la carrera de un hombre que se acerca a los 80 años, ni la nostalgia melancólica de una era inyectada de anhelos y sueños. De ningún modo. Es la entrega, la persistencia generosa y urgente de comunicar una humanidad que se ve diluida en los trajines de un mundo vertiginoso, donde la vorágine de la información y los datos propicia el olvido y la falta de relato, pero no el relato ideológico, sino aquel del horizonte humano, porque la cosa viene / y la mentira no es / quien la detiene, viene con desparpajo total y reescribiendo el pasado. «Prohibido hablar de la cosa», como rezaba el letrero de la barbería en La Habana Vieja: es cómo te vas a parar ante su empuje.

No me hallo ni me acomodan las multitudes. Les temo, lo confieso. Hay algo monstruoso en las aglomeraciones. Y, sin embargo, sentado, quieto y callado, uno se ve acogido por ese canto, esas melodías que enarbolan palabras que te miran y te conocen, te han visto crecer y te han acompañado en el camino que decidiste tomar, el que fuere. Y la muchedumbre deja de ser tal. La fiebre de oscuridad desnuda a la Virgen de Occidente tratando de confesarse en nuestro corazón con rostro de demócrata y la cruz por santo y seña. Ya no es la masa en la penumbra del recinto del concierto, sino una comunidad imaginaria, tejida por canciones cuyo ímpetu no ha mermado.

Sí. Silvio Rodríguez tiene más años. Y a todos nos pasa la cuenta el tiempo. Pero qué impronta en el escenario. Nos dice que él también envejece, guitarra en mano, y las canciones bien lo valen, porque estas renacen con más vitalidad cada vez que se cantan. ¿Cuántos pueden envejecer tras su felicidad? Y a veces la felicidad es una guitarra dando forma a un momento irrepetible, para darle espacio a ese enanito que entra a nuestro mundo a reparar lo que halle menester, en silencio, sin molestar a nadie, y el engranaje de la vida siga con sus revoluciones.

Un momento irrepetible con sus momentos también. Un descanso para los músicos, y cantar los temas de los amigos, honrarlos con el cariño de un compañero de ruta al son del piano: «Te perdono», de Noel Nicola; «Créeme», de Vicente Feliú; «Yolanda», de Pablo Milanés; «Te recuerdo, Amanda», de Víctor Jara. Y su contribución: «Te amaré». Después, nuevamente con su guitarra y acompañado por sus maestros músicos, Malva cubre la espalda de su padre con la kufiya, también conocida como hatta o shemagh, mientras recita el poema de 1979 de Luis Rogelio Nogueras, «Halt»:

pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó,
pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión,
que estupefactos, desnudos, ateridos
cantaron la Hatikvah en las cámaras de gas;
pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso
camino desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes
y no acierto a comprender
cómo olvidaron tan pronto
el vaho del infierno.

Tremola el tres, la flauta traversa prolonga sus notas, los platillos agitan sus vestidos sonoros, el piano entra en el compás y marca el pulso con sus teclas. Y se larga «La era está pariendo un corazón»… ¿Cuántas veces hemos escuchado esta canción? No importa. Hay que acudir corriendo para que no se nos caiga el porvenir, un porvenir que no es el futuro, no es lo que viene, sino el punto de referencia del presente, donde el tiempo es solo presente aquí y ahora, y el pasado gravita en él así como el mañana interpela al hoy. Todos cantan… Todos cantamos… Eso es el tiempo: un canto.

El cierre inicia —porque vendrán varias salidas después— con «Ángel para un final». Y no sé si el azar nos juega una broma, pero en uno de sus regresos, mientras la multitud vocifera «El pueblo unido jamás será vencido», solo con su guitarra en la silla, arpegia con economía la introducción del tema, y oímos: Mi unicornio azul ayer se me perdió… Después de todo, estábamos en el Movistar Arena, uno de los símbolos de nuestro libre mercado haciéndose cargo de los circuitos artísticos, y cada cual pagó su entrada, con débito o en cuotas, y el negocio sigue funcionando; y el negocio es tan bueno que puede hasta cobijar y contener los ímpetus revolucionarios y las consignas, y darles cauce por otro lado; incluso se oyó el nombre de Jeannette Jara, candidata presidencial originaria del Partido Comunista, como un intento de responder a las maravillas poético-musicales de las que fuimos testigos.

Extrañé, eso sí, «Por quién merece amor», aunque tal vez no merecemos tanto amor, pese a haberlo recibido en la entrega de Silvio Rodríguez y sus maestros músicos, ambulantes por esta América. La vuelta a casa nos devuelve a nosotros mismos, a repararnos en los dolores cotidianos, a ocuparnos de nuestra familia, de nuestro hogar. No fuimos a consumir un concierto. Acudimos a una invitación de alguien que ha levantado y levanta el horizonte existencial de su pueblo, el de Cuba, el de Chile, el de América, el del mundo, en una galaxia enferma, grave de ataúd, enredándose, como remolino, caracola y olvido.

Ni un millón de millones de multitudes valen lo que la soledad puede darnos cuando vemos quienes realmente somos. Silvio ante una multitud, solo. Y esa multitud no es nada cuando cada uno se ve a sí mismo por obra y gracia de un momento que se ha construido con la ayuda de los amigos. En una de las presentaciones, Patricio Anabalón partió con «Los músicos del bar de humo», y es premonitorio en un detalle: el acorde de sombras les da un beso silente. Un acorde de sombras que dejan pasar la luz en su movimiento hacia el escenario de nuestras propias vidas, entre el humo y los espejos, donde somos carne de fantasmas que vienen, penan y se van. Espectros, tal vez sí, puede que seamos eso.

Y puede que eso y más. Fantasmas, apariciones, hechos de átomos y química, cuyas verdades esenciales caben en el ala de un colibrí, donde está la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria; donde ser bueno es el único modo de ser dichoso, y ser culto es el único modo de ser libre. Pero la naturaleza humana requiere nuestra prosperidad para ser buenos. ¡Y qué lejos estamos! Y es en esa lejanía donde se hacen oír las canciones de Silvio Rodríguez, desde que era un muchacho con la sabiduría de un octogenario; desde que era un viejo con la guitarra de un muchacho que la coge para volver a casa tras una noche de canto. Ojalá, Silvio. Law sha’a Allah, porque donde hay música, nada malo puede haber, decía Sancho.

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