Por José María Vallejo.- La corrupción parece ser un flagelo consustancial a la política, un parásito de todo sistema en el que se mezcla el dinero con procesos de toma de decisión.
Pero hay dos aspectos que la hacen crecer como la hiedra: uno, es la opacidad de las instituciones y de sus actividades. Cuando se actúa sin transparencia, cuando las decisiones no pueden ser revisadas en sus fundamentos por la ciudadanía u otros poderes públicos, aumentan de manera exponencial las probabilidades de actos corruptos. Una mayor transparencia, por lo tanto, actuaría ex ante, permitiendo la prevención de hechos de este tipo.
El segundo factor es ex post: la falta de investigación y de castigo apropiado ante hechos corruptos. La certeza de la impunidad es un aliciente para cometer delitos de este tipo, faltas a la fe pública, defraudación a la confianza, sea en beneficio personal o de algún grupo político o empresarial.
En Perú, este último factor actúa de una manera ejemplar. Es un país donde no solo se sabe que, si se descubre un hecho, será investigado, sino también que esa investigación y castigo no se detendrá en mandos medios, que con frecuencia son el fusible que se saca cuando hay cortocircuito público.
Alberto Fujimori, Pedro Pablo Kuczinsky, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y su esposa, y ahora venía Alan García. Eran ex Presidentes recientes presos o prófugos.
Pese a los resultados, las expectativas ante el Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción en Perú que se lanzó en 2012 con la intención de hacer del Perú un país “decente, digno y sin impunidad”, eran bajas, toda vez que, como en muchos países, la Fiscalía daba pasos en falso. En enero de este año se alejó de sus cargos a los fiscales que investigaban estos hechos Rafael Vela y José Domingo Pérez. El primero de ellos era el coordinador del caso Lava Jato e investigaba a Alan García y Keiko Fujimori. La remoción de los dos fiscales era una mala señal dado que se dejaba en nada las negociaciones para delaciones compensadas que había desarrollado los prosecutores.
La remoción de los dos fiscales significó sendas protestas populares frente a la oficina del Fiscal Nacional Pedro Chávarry. La movilización ciudadana fue impresionante, frente a lo que se percibió como un intento por beneficiar a García y Fujimori. El Presidente Vizcarra tomó cartas en el asunto personalmente, enfrentándose con el Ministerio Público, que logró evitar las declaraciones de ejecutivos de Odebrecht en Brasil.
Pese a ello, las solicitudes de detención continuaron y se acercaron a los ex Mandatarios con suficiente certeza. En el caso de Alan García, la acusación implicaba presuntos sobornos en la adjudicación del Metro de Lima, durante su segundo mandato, por montos cercanos a los US$7 millones. En noviembre del año pasado solicitó asilo en la embajada de Uruguay, pero se le negó, y negaba reiteradamente los cargos señalando que “no existe ninguna delación, prueba o depósito que me vincule a ningún hecho delictivo y mucho menos con la empresa Odebrecht o la realización de alguna de sus obras».
En el caso de PPK, la misma empresa Odebrecht informó del pago de US$4,8 millones a dos firmas vinculadas al ex presidente que debió renunciar a su cargo en marzo del año pasado. También se pidió la prisión preventiva para este ex Presidente. Parecida es la acusación contra el ex Presidente Alejandro Toledo, a quien se le adjudican pagos de US$20 millones por la constructora brasileña, y contra Humala y su esposa, quienes estuvieron privados de libertad acusados de recibir US$3 millones para su campaña. Lo mismo para Keiko Fujimori.
Perú, pese a las deficiencias que se pueden encontrar en muchos países, ha logrado dar un ejemplo importante: frente a la corrupción no puede haber intocables. Así, el factor de investigación y castigo parece dar resultados, cerrando el cerco al nexo impropio entre la política y las empresas.