Por José María Vallejo.- Cuando se promulgó la reforma que permitió el voto voluntario, el 23 de enero de 2012, la expresión del gobierno (entonces también estaba Piñera) fue esta, a través de su entonces secretario general de la Presidencia, Cristián Larroulet: «Algunos han sostenido legítimamente que la inscripción automática debería haber ido acompañada de un voto siempre obligatorio. No es ésa la posición de nuestro Gobierno, obligar a votar bajo la amenaza de sanciones a quienes no habían querido inscribirse en los registros electorales, habría sido la mejor manera de transformar su distancia de las instituciones políticas en abierta hostilidad hacia ellas«.
Hoy, siete años después, el debate de las elites políticas se orienta precisamente a eso: a un sistema de inscripción automática y voto obligatorio. Como si los problemas se solucionaran a través de obligar al voto, sin darse cuenta de que eso es apenas la punta del iceberg.
En realidad, da cuenta de una clase política que todavía no sabe leer a la calle y, menos, canalizar sus inquietudes, y reacciona con pavor, sin dirección clara, aferrándose a recetas institucionales, cuando los millones de personas que han salido y siguen saliendo a las avenidas para manifestar al unísono que Chile debe cambiar lo hacen precisamente porque el sistema no tiene vías institucionales que masivamente se consideren legítimas para ellos.
La irrupción de las masas en las calles -pacífica o en la forma de una masa desbordante y violenta- no es un acto lógico ni parte de la idiosincrasia chilena. Y si millones de personas están dispuestas a hacerlo, es porque las vías institucionales no han dado respuesta a la necesidad de cambio… y no han querido. Y si no han querido, es por dos motivos principales: primero, porque las vías institucionales están arregladas de manera de impedir el cambio, desde los mecanismos de reforma constitucional o de leyes orgánicas hasta los nombramientos o contratos públicos. El sistema está ordenado sobre la base de estrictas reglas de conservación y, cuando por fin se logra avanzar hacia un cambio, ya no es suficiente para solucionar el problema original o la política de los acuerdos morigera sus efectos en tal medida que no se aprecia el beneficio del cambio.
La segunda razón es que el ordenamiento y las vías institucionales han asegurado la mantención de la misma elite, satisfecha de poder y riquezas. No me refiero solo a la elite política, sino también a la económica. Ambas giran, una en torno a la otra como en la corte de Luis XIV, congratulándose y garantizándose prebendas.
Si la gente ve eso año tras año y no va a votar, ¿no hay acaso un grado de lógica en ello?
Ahora, con la obligación de votar, ¿se solucionará el problema que mantenía a las personas alejadas de las urnas? Pues claramente no, porque no es solo un problema de sistema, sino de las personas que lo controlan.
Pero además, porque la obligación de votar (así como, hasta ahora, la libertad de no hacerlo) dependen de un alto grado de conciencia cívica, para lo cual en 2011 se propuso, como parte del proyecto que permitió el voto voluntario (que fue aprobado por unanimidad en el Senado) que la Educación Cívica fuera obligatoria en la malla curricular de enseñanza media. Esta iniciativa, sin embargo, fue rechazada entonces por las bancadas oficialistas, que hoy también lo son. El único senador de gobierno que votó en 2011 por la educación cívica fue Antonio Horvath. Todos los demás se opusieron.
Una última cosa… preguntémonos, ¿a quién le conviene en la actualidad el voto obligatorio? ¿Quién cree que puede capitalizar mejor el descontento de las calles en las urnas y, por tanto, se siente vencedor?