Por Javier Maldonado.- Yo soy el otro. Escribo a nombre de Javier Maldonado usando en mi provecho su seudónimo. Y es que parece ser que lo que pienso inquieta y molesta a no pocos. Dice el sentir popular que “por la boca muere el pez”. Está bien, pero no sólo este pez, que es flaco y magro. Hay otros, considerados peces gordos, que debieran dar más caldo, grueso y consistente, y eso sólo porque gozan –o padecen- de glosolalia, característica propia de quienes hablan mucho y dicen poco, o nada. De ahí la necesidad de anonimato. Los parlanchines visibles y constantes, cotidianos, mejor dicho diarios, necesitan un consistente acopio de decires sin ton ni son, de modo tal que pareciendo decir verdades inobjetables, en realidad solo están reiterando una misma frase nada más que dicha todos los días de modo distinto. Acompaña a este ejercicio el enmascaramiento del habla.
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Que el hijo de un catalán republicano, avecindado en el centro de Santiago (calle Bandera), y haya crecido en el epicentro de la ciudad capital siendo sus calles de correrías el paseo Ahumada, Huérfanos, Estado y la Alameda, vitrina de exposición de todas las condiciones humanas del país concentradas en seis manzanas, sostenga así sin más que desconoce la realidad social y el hacinamiento en las viviendas, sin necesitar viajes a la periferia para enterarse de la pobreza urbana, aún más luego de haber ejercido durante 25 años la dirección de un hospital institucional inscrito en una comuna popular de clase media y media baja, es decir, pobres, no es creíble. Cuando dice no haber sabido de esa realidad visible para todos, moros y no moros, la voz popular y académica dirá que habla sin ton ni son, que es decir cosas fuera de orden, medida ni oportunidad, cosas que no tienen sentido porque son impertinentes.
La suma de errores en una operación táctica, para cumplir con un objetivo estratégico, concluye habitualmente en el caos. En términos polemológicos, aquello conduce a la pérdida de la guerra. Por otra parte, la acumulación de errores sólo es tolerable en las personas comunes y corrientes, que no ejercen cargos de importancia seguros y muy bien remunerados, y que no son conductores de políticas especializadas para la solución de problemas graves y muy graves.
Un ministro de Estado pertenece a la primera categoría, y el sentido común debiera esperar que el alto funcionario no se acostumbrara a su glosolalia castrense y a parlar sin ton ni son. Está bien que no sepa navegar en la oscuridad, dado que no es hombre de mar; pero no está bien que no sepa que la tecnología naval ha desarrollado toda clase de instrumentos e ingenios para que las naves naveguen seguras mientras su capitán duerme. Además, para eso existe el piloto automático y, en última instancia, un timonel de turno. Ahora bien, si el responsable de la nao descubre en sí mismo, sincerándose ante la tripulación, esa incapacidad (pastelero a tus pasteles), lo más lógico debiese ser que pidiera un relevo.
Es muy posible que su especialización no le sea suficiente para seguir en ese puesto. En términos comparativos, aún en la zona naval, su experiencia proviene del gobierno de una lancha a motor; pero de ahí a comandar un portaviones, y hacerlo como el reglamento manda, hay mucho trecho.
Su otro error tiene un sentido lúdico: hacer castillos de naipes es una extensión de quienes suelen jugar a los naipes y que, como en todo juego, el azar cumple un papel determinante. Suelen desarmarse con una simple brisa. Así, en el ámbito del show cotidiano, los prestidigitadores que hacen operaciones con naipes saben que lo suyo no es magia, sino un engaño a las miradas que sobre él caen. Cuentan con la ilusión de los que de buena fe creen que lo suyo siempre se soluciona bien y así se salva el espectáculo. Además, suelen aportar altas dosis de simpatía y una enorme capacidad de empatizar con su público. Si no lo hace, lo suyo será un simple engaño y lo mejor que puede hacer es abandonar el escenario y tragarse la pifia colectiva.