Por Edgardo Viereck Salinas.- Es difícil hablar de Ennio Morricone sin, además, echar una mirada a su generación y su tiempo. Son varios otros los nombres que asoman junto al de este grande del cine de todos los tiempos.
Nino Rota, Zbigniew Preisner, Hans Zimmer, Danny Elfman, Angelo Badalamenti, Bernard Hermann, Howard Shore, Vangelis, Mauricia Jarre, Alberto Iglesias… podríamos seguir recorriendo este espeso bosque de árboles de troncos gruesos y frondosos follajes por el que todos hemos pasado y vuelto a pasar, sintiendo que cada nuevo recorrido nos revela algo como si se tratara de la primera vez.
En este nutrido panorama uno podría pensar que Morricone es uno más. Pero no es así y, muy por el contrario, su obra adquiere más brillo tanto más cerca se la ubica junto a los nombrados y algunos otros más, así como a todos ellos les ocurre igual y de manera recíproca. Estamos ante una galería que ofrece muestras de genio y brillo creativo como si se tratara de un gran salón en el que los matices de cada pintura allí exhibida luce mejor en contraste o complemento con las demás.
Así, el fino y depurado sentimentalismo de Morricone derrocha en cada composición una acuarela de emociones que llegan a volverse verdaderas aventuras que parten en las imágenes y, desde ahí, nos llevan en un viaje de infinitas evocaciones e interpretaciones. Es todo un universo poético con personalidad muy propia que, lejos de acaparar cualquier protagonismo excluyente, pareciera dialogar en absoluta armonía con la expresiva sonoridad de las festivas instrumentaciones de Rota.
Ambos, a su vez, lucen una vitalidad mediterránea que hace exquisito contrapunto con el desgarrado minimalismo eslavo de Preisner, cuya música de fuertes raíces culturales se emparenta de cerca con el folclorismo explosivo y vital de Kusturica pero también con las propuestas del ruso Ovchinnikov, si bien mucho más abstractas y con una sonoridad de marcado tamiz religioso, aunque no por eso menos devota de cierta tradición cultural que la hace sentir como si se tratara de voces ancestrales que vienen de muy lejos a hacerse escuchar.
Algo muy parecido a lo que ocurre con algunos trabajos de Iglesias e incluso de Elfmann o Zimmer; estos últimos, quizás, más constreñidos a los cánones de la gran industria del cine pero siempre aferrados a los patrones más clásicos del romanticismo decimonónico que hace juego incluso con el trabajo de Hermann llegando hasta el mismo Williams, probablemente el más adocenable de todos, pero brillante en su despliegue orquestal.
Pues bien, ¿qué son todos ellos? ¿Un movimiento deliberado? ¿Una escuela con dogmas preestablecidos? ¿Un club con restricciones de ingreso exclusivo? Evidentemente que no, pues nada de algo parecido a un acuerdo previo entre ellos tiene registro en la historia del séptimo arte. ¿Simple coincidencia entonces? Probablemente sea esto último lo que más se acerque a una respuesta, o más bien «sincronía» sería mejor forma de llamar a esta pléyade de mentes enormes que, si algo tienen en común, es justamente el haber renovado el panteón del clasicismo en la música contemporánea.
Es decir que, si acaso es cierto que toda expresión artística reconoce un punto de maduración en la que se alcanzan los más altos niveles de genuina originalidad, entonces en lo que a música para películas se refiere, no cabe duda que es en este conjunto de nombres donde encontramos esa referencia obligada frente a la cual las nuevas generaciones deben y deberán tomar decisiones. Ya sea que miren y evoquen este universo sonoro, o la citen, o bien la resignifiquen de manera experimental. Como sea, será un tránsito ineludible de todos quienes busquen conocer con mayor profundidad el arte de poner notas musicales a las imágenes.
Y en esto, Ennio Morricone alcanzó un punto muy alto al conseguir hacerse cargo de cada una de las películas que le tocó musicalizar de un modo único, personal e irrepetible, con una fuerza expresiva que consiguió ir más allá de cada film, haciéndose cargo incluso de sus posibles falencias. Allí dónde una imagen no lograba transmitir fuerza o dramatismo, Morricone aportaba el elemento necesario para detonar la emoción. Morricone consiguió echarse a la espalda muchas películas, sirviendo de verdadero trampolín para hacerlas dar el gran salto y tocar el cielo de la excelencia. Algunas de estas, películas que por sí solas resultaría difícil de imaginar siquiera que hubiesen trascendido de no ser por la fortuna de contar con la música de este genio de la composición, quien siempre insistía en cuánto se divertía creando. Probablemente sea esto lo que explique cómo es posible que haya logrado convertir en auténticas obras clásicas a materiales tan disímiles como el Spaguetti Western y el cine de Tornatore. Todos tratados con el mismo amor por la magia que significa hacer danzar imagen y música en un abrazo que a esta hora ya es eterno, como lo es la imagen de este hombre sencillo, poco amigo de la celebridad y de hablar pausado con tendencia a la lágrima fugaz y espontánea cuando se trataba de compartir lo que sentía cada vez que se encerraba en una sala de cine a mirar y escuchar lo que había imaginado para su última película. Morricone pertenece a un grupo de excelsos que se nos van poco a poco y que juntos y en armonía nos ponen frente a nuestros ojos y oídos un gran fresco repleto de posibilidades que seguramente serán revisitadas por los que vengan, o al menos así esperamos.
Con Morricone se nos va la experiencia original de la sala oscura de cine con todas sus sorpresas. Con él se nos va cierta capacidad de asombro que permite ver grandeza donde aparentemente hay sólo rutina , cotidianidad y pobreza material. Morricone ennobleció lo que de otro modo habría pasado inadvertido y es esa riqueza la que nos dice hasta siempre y nos invita a oírla una y otra vez pues se trata de música que nos hace ver las películas más allá de la pantalla. Morricone es sin duda alguna uno de los irreemplazables. Gracias entonces a Ennio Morricone, por todo.