Por Edgardo Viereck.- Las noticias nos hablan de muchas cosas. Una que destaca es la que identifica a Noruega como el país que insiste en mantener sus fronteras cerradas a pesar del llamado de toda la Comunidad Europea a desconfinar a la población a partir del pasado 15 de junio. Por cierto que el llamado es a hacerlo “gradualmente”.
Pues nada. Noruega no quiere hacerlo y no lo hará. Ni gradualmente ni nada. Por el contrario, sus autoridades llaman a la población a no echar por la borda los sacrificios hechos desde el inicio de la alerta pandémica a comienzos de este año.
Hay que decir que cerca de un 6% de los residentes de ese país -al menos según reportes oficiales- se ha declarado en rebeldía contra una medida que consideran exagerada y lesiva de sus libertades personales y, de hecho, ya han anunciado por redes sociales que desoirán las medidas y se movilizarán fuera de territorio noruego hacia Suecia y el sur de Europa, a lo menos. Valga señalar que Noruega mantiene abierta su aduana con Finlandia, Islandia y Dinamarca. Este dato no es menor, pues indica que las restricciones impuestas por el gobierno noruego no son ciegas ni arbitrarias, sino discrecionales y razonadas. Mal que mal, los países vecinos con los que no ha cortado el libre tránsito son, también, parte del excepcional grupo de naciones que han logrado controlar la propagación del virus con medidas preventivas y muy tempranas.
A pesar de todo lo anterior, la decisión del gobierno noruego es noticia y además tratada con un sutil sesgo crítico, como si efectivamente hubiese que preguntarse si acaso no están exagerando. Pues bien, no debería llamarnos la atención esto último si hacemos una suerte de línea de tiempo y nos fijamos en el historial de este país escandinavo, no solo en lo que refiere a la actual crisis sanitaria sino a muchos otros eventos de impacto internacional, mundial o global en el último siglo.
La actitud que asumió este país -y otros de la Escandinavia- ante las dos guerras mundiales, la llamada “Guerra Fría”, la alerta ambiental y la crisis energética, son solo algunos ejemplos de iniciativa y pensamiento estratégico que ubican a este reino nórdico en un espacio que debiera ser de especial interés a la hora de sacar lecciones aprendidas.
Digamos que no es el único en su especie y, por si acaso se despertara cualquier tentación de simplismo, no se trata de insistir en su naturaleza escandinava o en la eterna recurrencia a la “sangre vikinga” o la búsqueda de explicaciones genéticas u otras similares de peligroso cuño racista para exponer lo que quizás tiene una explicación más simple.
Tal vez Noruega sea, sencillamente, una auténtica sociedad. Valga este juicio también para países como Dinamarca, Finlandia o Islandia, pero también para Nueva Zelanda o Australia y también para Mauricio y Uruguay. Es decir que no se trata de hacer una oda a la “Europa del Norte”, sino de observar más atentamente algunas comunidades humanas que han conseguido hacerse a sí mismas en base a cimientos que no resultan ser tan vistosos como un “boom” económico o las distinciones en campos como las industrias del deporte, los espectáculos o la carrera espacial.
Para nada. Al contrario, se trata de comunidades de relativamente bajo perfil de las cuales normalmente se sabe poco y que son permanentemente sometidas al cínico ninguneo de la caricatura. Entre canguros, exóticos bailes maoríes, la clásica imagen de Olaf y las jovencitas rubias casi albinas que de vez en cuando nos muestra alguna portada de prensa, lo cierto es que algunos de estos países que hoy saltan al primer plano de la atención mundial son usualmente invisibilizados y pasan inadvertidos como si de ellos no hubiese nada realmente importante que aprender.
La pregunta es: ¿qué hay de común entre los recién nombrados y por qué son hoy los lugares más seguros de la tierra? ¿Cómo consiguieron convertirse en esperanza de vida aunque no tengamos vacuna contra la pandemia? No es menor plantearse esto pues podríamos estar sin cura médica por un buen rato (años, quizás) pues no olvidemos que el asunto de la vacuna no es solo cuestión de laboratorios químicos sino de decisiones económicas y políticas -que al final son también económicas-, y al virus del coronavirus con toda seguridad va a seguirle el virus de la codicia y el poder de control sobre los destinos de zonas completas del planeta.
Todos hemos escuchado a la OMS insistir en que la vacuna será un bien de distribución gratuita, pero también sabemos que las vacunas se compran y, cuando no, hay que esperar que el policlínico del barrio la administre según criterios de prioridad en cuyo trazado jamás a los ciudadanos se nos ha consultado nada. Si debo expresarlo en términos emocionales, algo me dice que una vez más soy parte del problema pero nunca lo seré de su solución. Estaré en las estadísticas de riesgo pero jamás se me preguntará si acaso quiero estar en las estadísticas de los que se sienten a salvo de nada.
Estoy muy lejos de las playas australianas o de los corpulentos rugbistas vestidos de negro que me sacan una sonrisa con sus ritos ancestrales, y más aún de esos fiordos poblados de albas cabezas que se desplazan en silencio y con una prestancia que yo no consigo tener porque ni las calles que camino ni el metro en que me desplazo ni el consultorio médico al que voy cuando me enfermo, ni siquiera la escuela en la que dejo a mis hijos en la mañana, son algo que siento de verdad mío. Nada me pertenece realmente y todo lo siento como que se me hiciera un favor, ¡aunque tenga claro que ayudo a pagarlo con mis impuestos! Y es que, con honrosas excepciones, así me lo hacen sentir también.
¿Y qué es lo que tienen esas gentes y esos lugares que hoy parecieran salvarse de la pandemia, que no tengamos acá? ¿Será el clima o la alimentación? ¿La sangre quizás? ¿Lo que comen? ¿La estatura quizás? Habrá quien haya llegado a pensar que puede ser el color de sus ojos, casi todos azules o verdes, que hacen ver todo de otro color y eso mejora el ánimo y dan más ganas de hacer las cosas bien. Bromas aparte, la respuesta puede estar mucho más cerca de lo que se cree si se recurre a un concepto que está hoy de moda pero, como suele suceder, se repite sin mucha conciencia de lo que se está diciendo: ciudadanía. Es decir sentido de pertenencia a la ciudad, a lo que es común porque es de todos.
Nosotros, los chilenos, sabemos de esto, aunque sea a retazos. Nos pasaba con el cobre y con el Metro de Santiago, con los viejos liceos emblemáticos y con otras no muchas cosas como las playas y algunos emblemáticos hospitales. Pero hoy nos pasa con casi nada porque hemos ido descubriendo que todo pertenece a algunos, nunca a todos. Ya nada es de todos porque todo es de algunos. Y como nada es absoluto, siempre hay excepciones y muchos alcaldes a nivel local consiguen revertir esto y se las arreglan para ofrecer alguna red que devuelve ese sentido comunitario al vecino de su comuna.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la pandemia?
Mucho… muchísimo, porque esta es la verdadera pandemia, esa que nos azotará después que el virus sea controlado. Porque una cosa es el virus y otra es la pandemia. La verdadera y permanente que nos aleja de la primera gran vacuna contra muchos males y es el sentido cívico que pone todo en correcta perspectiva y no por caprichos ideológicos, sino porque es cuestión de mirar en qué orden se suceden los fenómenos. Si para poder producir primero hay que estar vivo y para estar vivo hay que estar sano, entonces primero está la sanidad para asegurar la vida y luego la producción. Nunca al revés. Cuando percibo que soy tratado como un sujeto que merece vivir antes que tener que producir, entonces me conecto y se puede esperar de mí que respete lo que se me dice que haga. De otro modo me enfermo mucho antes de contagiarme de corona virus o lo que sea que nos azote.
Es eso lo que nos pasa ahora. Estamos enfermos. Pero lo estamos hace mucho rato. Padecemos de enfermedad crónica basal, en tanto esos otros países como Noruega pueden lucir su salud cívica, que es la más valiosa salud de todas. Valga el elogio de los sanos en esta hora de pandemia biológica y social. Valga el elogio de los sanos porque de ellos será el futuro cuando las garras de la llamada crisis sanitaria nos suelten y se produzca el tan anunciado “despertar”. De nosotros depende que sea eso, un despertar y no una pesadilla dentro de otro mal sueño mucho peor que se parezca a la peste de Albert Camus en su clásico texto donde nos muestra, de manera premonitoria, lo que ocurre cuando entre los habitantes de un lugar se ha envilecido la conciencia mucho más que el cuerpo.