Por Enrique Saldaña Sepúlveda.- En el centro de Técnica para cegar a los peces está Chiloé. Desde ahí arranca el habla que se transforma en un grito que intenta instalar la presencia de un espacio que no está en retirada. Fijo, como siempre, Chiloé aparece tercamente y se revela ante el avance de una modernidad que arrasa con todo, que banaliza lo que hay de cotidiano y sagrado, que construye en tierras siempre poco profundas. La crisis ecológica que vive la isla, con las salmoneras como uno de los principales causantes de este desastre fatídico para la vida marina, amenaza en lo más profundo la subsistencia de sus habitantes, sus arraigadas formas de vida y la cultura que entorno a esas prácticas se ha construido por largo tiempo. Y ante eso, la voz del hablante denuncia, muestra, enrostra la debacle:
“Ahora la ciudad tiene otro orden.
Bajo un cielo sucio
las micros desechadas por la capital, circulan
tragando turnos de obreros que van a las pesqueras.
Se abren choperías, cafés con piernas,
en los nuevos night club las vecinas bailan,
sin ningún tipo de miramientos”.
Rosabetty Muñoz (Ancud, 1960) enmarca la denuncia desde la presencia del instante, del segundo que se consolida con todas las sensaciones a cuestas. Es el centro desde donde arrancan la evidencia que engloba, el paraíso que se ha perdido, la ceguera que no es capaz de entender las señales, la oscuridad penetrante que todo lo atrae, la Isla de los Muertos como punto fijo que seduce. Solo un instante y la voz del recuerdo toma posesión del todo, como si por ese mágico momento la historicidad a la que nos obliga la modernidad se rompiera e hiciera crisis. Porque sabemos (algo intuimos) que en la sencillez de las cosas está lo verdaderamente importante, lo que nos amarra a la querencia y da sentido a nuestras vidas:
“Aquí, a orillas de la mesa
con la ventana entreabierta
y una tetera silbando monocorde
el instante despliega su andamiaje.
Descanso el rostro sobre el brazo
y me dejo recorrer por esta paz.
Ya antes de todo, ahí
en este sitio
estaba concentrada la plenitud.
El fuego, la luz, los objetos amados
reunidos en capullo
se abren sin aspavientos.
Es la flor de la dicha
que estalla unos segundos
y perfuma, al extinguirse,
los demás momentos del día”.
(La flor de la dicha)
Pero el estallido, por ahora, es solo un intento por tratar de afirmar el descalabro que se ve: peces muertos botados por el mar, plástico en sus aguas, bolsas de basura desparramadas, medusas agonizando. El panorama es desolador. Pareciera que la tierra está profundamente herida, agrietada, sangrante. La lluvia envuelve con su tristeza escaparates que ya nadie visita y el hablante insiste en retener la forma de la materia que se diluye. Y más allá de la neblina espesa en las que nadie puede reconocer sus propias manos hay todavía el color profundo y el olor de flores silvestres que se filtran en este panorama de la nada. La naturaleza habla en su lenguaje de vida, ajena completamente a la desesperanza de los que la habitamos. Se mueve siempre silenciosa al vaivén de su propio ritmo, como lo ha sido desde siempre: “Las olas golpean contra la Piedra del Run, / violentas. / Son las mismas / desde los inicios de los tiempos”.
La cultura de lo desechable ha entrado en la isla. El rito profundo que ha movilizado a generaciones de chilotes, como dice el hablante, ha entrado en fase terminal. Nada podrá ser como antes, pero, ¿desde dónde comenzar la restauración? Porque restaurar lo que está profundamente fragmentado es la acción que se muestra como necesaria y urgente, no ya para volver a lo que se ha sido, sino que para aprender a vivir de buena manera en el espacio en que habitamos. Esta reconstrucción no nace ya de la fe. Se levanta desde la obstinación por preservar para mejores tiempos, las voces de los que ya no están. Chiloé, en su embrujo, se resiste a desaparecer. Las voces de algunos que todavía viven en islas alejadas, sostienen la voluntariedad de los que reparan:
“Abriré los labios y pegaré los labios al confín de las raíces.
Mi voz contra la tierra ahogada.
Que el silencio actúe como concha de ostra
mientras dentro de sí se concentra la materia de una perla.
Desde ahora”.
No hay fe. Se ha perdido. Pero todavía creemos “ver la carita perdida de la santa”. Todavía se “necesita respirar cerca de los matorrales y árboles nativos”. Aún recordamos y las voces de los que no están comienzan a escucharse. Algo mucho más fuerte permanece vivo. Los santos cargan con la destrucción del tiempo y aunque las grietas sean reparadas, las marcas de los años permanecen en ellos como testimonio de muchos. La naturaleza misma comienza a sacudirse y a limpiarse, y su silencio de horas será una eternidad. Chiloé está profundamente herido. Chiloé sangra por sus costados. Y su silencio será absolutamente necesario:
“Azotándose como un animal herido
esta isla será otra vez un zarzal verde y trenzado
las naves de la iglesia derrumbadas
el maderamen disuelto.
Todo volverá a su curso
como era en un principio
ahora y siempre”.
(“Coloquio de santos”)