Por Javier Maldonado.- Contrario sensu a la demanda juvenil del París de 1968, que en un rayado mural decía: “Se prohíbe prohibir”; Santiago del 2020 ha echado por tierra el derecho democrático a la parresía, que era la garantía que ya en tiempos de Pericles tenían los ciudadanos atenienses de decir lo que pensaban de sus autoridades sin sufrir represalias de ninguna especie.
Era la libertad de opinión y de ella proviene la que hoy se exige. La carencia en lo absoluto de espacios de opinión segura, hace de las calles los escenarios de expresión del descontento, del hastío y del odio social. Las paredes son las carteleras de las ideas más extremas y lo han sido desde hace veinte siglos. En el museo abierto romano, el Foro, aún quedan muestras del descontento popular expresado en rayados murales, que no son precisamente pacíficos, contra senadores, funcionarios imperiales, y hasta el mismísimo César.
Pasquín, derivada de Pasquino, es un epigrama o escrito anónimo de contenidos críticos y satíricos, irónicos, que se coloca en un lugar público, ya sea un muro, una estatua, una cartelera, etc. El pasquín contiene argumentos más elaborados que el rayado mural, que suele ser una síntesis, una idea, una palabra o una frase corta. También se llaman pintadas y las hay que son verdaderas obras de arte. Es el arte de la comunicación social popular exhibido para conocimiento general. Los gobiernos, cualesquiera sean los gobiernos, les temen a estas formas de expresión porque todas ellas dicen la verdad y exponen unas realidades que los medios oficiales tienden a ocultar o a disfrazar. Sus contrarios dicen que “la pared es el papel del canalla”, queriendo desvirtuar la potencia de su voz. No hay que olvidar que la canalla dorada, la más peligrosa de todas, exhibe su impudicia a diario en sus papeles impresos.
Así las cosas, este prólogo sirve para denunciar, desde este medio virtual, electrónico, que ni de cemento ni de papel, lo mismo que denuncian los pasquines urbanos. No cabe duda alguna de que por cada diario impreso que se vende, y que lee en parte (nadie ha leído nunca un diario por completo) un solo incauto, éste medio suma miles, quizás decenas de miles de lectores con sólo apretar una tecla, o dos.
En Chile se prohíbe todo. Los excesos creativos de unos funcionarios anónimos urdidos en la trama institucional, dan cuenta de que lo suyo raya en lo ridículo. Y es que el gobierno de los subsecretarios no pierde oportunidad alguna para demostrar que tienen la sartén por el mango, y que en ella están dispuestos a freír al más pintado. Uno de ellos, o quizás una de ellos, ha prohibido las “papas fritas” debido a que son servidas en platos para compartir. Y eso porque una papa frita puede ser la portadora del virus que nos amenaza. No queda claro si quien se puede contagiar es el primer comensal o si el que puede ser contagiado sea el segundo comensal, aquel con quien se comparte. Ergo, “se prohíbe compartir”. Pero ¿sólo las papas fritas? Porque las empanadas fritas, no importa cuál sea el relleno, también son susceptibles de ser compartidas, suponiendo que de una porción de seis, el primer comensal tuviera la siniestra idea, de acuerdo a la lógica subsecretarial, de convidarle a su comensal una o dos. ¿También quedan prohibidas las empanadas fritas? ¿Qué dice la Ley del Virus al respecto?
Por otra parte, la libre circulación por la ciudad está en estudio. Algunos asesores de subsecretarías sostienen que es necesario controlar a los habitantes urbanos, cuya ciudadanía se ha ido adelgazando día tras día, en sus costumbres. Por ejemplo, el uso de las plazas públicas que ya no lo son. Los vecinos de las plazas suelen juntarse allí, sobre todo los mayores, a continuar sus conversaciones cotidianas y a intercambiar opiniones sobre la realidad. La frase debió decir “solían”, porque ya no se puede. Alguien, en alguna subsecretaría decidió que la vida social “compartida” puede ser virulentamente perniciosa y amenazante para la seguridad nacional. Por ello, para proteger a los usuarios y paseantes, ha aconsejado a la subsecretaría del ramo que prohíba la actividad social, y para ello ha clausurado la posibilidad de sentarse en los escaños, evitando de este modo que los vecinos concurrentes a la plaza sirvan de trampolín al virus y este se disemine por la ciudad a su gusto y gana.
Una incierta subsecretaria de alguna cosa dice querer “tomar el toro por las astas”, ánimo que debiera ser desanimado puesto que nadie puede saber científicamente qué hay en los cuernos de los toros, dónde ha andado aquel metiendo la cabeza, qué laya de toro es el animal y qué ha estado escarbando los pasados catorce días. La disyuntiva funcionaria está en si prohibir los toros, los cuernos de los toros (también llamados astas), o si prohibir de paso los refranes, que también pueden ser perniciosos. La subsecretaría de traslados repentinos, luego de estudiar a fondo los análisis de un documento ad hoc encargado por su superioridad jerárquica, ha llegado a la conclusión de que resulta indispensable prohibir que los vecinos residentes en Paredones Abajo crucen la carretera para ir de compras a Paredones Arriba, donde se instaló el mercado y la farmacia, por el peligro inminente que se corre al no poder saber qué tipo de “viruses” llevan en sus carrocerías los automóviles que por allí pasan de norte a sur y viceversa, aún cuando se hayan protegido –los vecinos- con la debida mascarilla y, en su defecto, con la placa de plexiglass que vende la Municipalidad en oferta.
Quien quiera que haya tenido la posibilidad de ir al megahipermercado habrá notado que las librerías del mall están cerradas; y lo están, es cierto, porque el subsecretario del ramo tuvo una revelación, algo así como una epifanía, en la que un ser al parecer transparente le comunicó, desde el mucho más allá, que los libros son, lo han sido históricamente, portadores de todo tipo de desgracias, entre otras, los virus de las ideas que si no se contienen arrastrarán a la población a graves descalabros. Cortar por lo sano, fue la conclusión, y lo sano sería prohibir la lectura. Esta solución no es nueva ni original. La censura se encarga de administrar estas limitaciones, y esta censura fue creada, instalada y administrada, en la remota antigüedad por algunos credos religiosos que veían en el conocimiento el más dañino de todos los virus inventados por el hombre. Así que nada de andar comprando libros y, menos aún, de intentar leerlos. El que fuese o fuere sorprendido leyendo se hará acreedor de las disposiciones de la Ley correspondiente que aplicará sin piedad la autoridad encargada. Para salvar esta amenaza está la tele.
La mesa de subsecretarías considera de suma importancia, teniendo en cuenta el natural cambio climático, prohibir la venta y consumo de helados por ser el ámbito natural de desarrollo del virus (los helados se langüetean), y por sobre todos, los de chocolate con lúcuma porque no le gustan a un sobrino del ministro.
Lo más inexplicable de todo es que la autoridad correspondiente no ha tenido las ganas de prohibir que un medicamento, indispensable para salvar la vida de un niño chileno de muy corta edad, cueste el precio que el laboratorio cobra a los atribulados padres de la criatura: $1.600.000.000, que en español se dice “mil seiscientos millones de pesos”, cifra obscena y algo así como el 20% de lo que la superestructura general del honorable cuerpo de Carabineros le robó al Estado, sin que a ninguna autoridad, ni a ninguna subsecretaría le importe lo más mínimo, y sin que a nadie, a ningún subsecretario o subsecretaria, se le haya pasado por la cabeza prohibirlo. Es que, de todo punto de vista, circulan entre nosotros, en este laboratorio, unos virus naturalmente privilegiados e intocables.