Devanir Da Silva Concha.- Es evidente que el caso de Trump, después de las elecciones en EEUU, ha mostrado otra faceta de la masculinidad tradicional (heterosexual) que es clave en el entendimiento de lo social: reconocer la derrota.
Especialmente a los hombres -heterosexuales, o no- les cuesta comprenderse desde la derrota, porque la vida social nos impone entendernos desde la victoria. La masculinidad -en palabras de Badinter- se constituye, sin embargo, desde la negación identitaria: no ser mujer, no ser niña y no ser homosexual (loca). Paradojalmente, tampoco se nos enseña ser masculinos desde la derrota y afirmación de lo masculino, sino eso ocurre como un accidente biográfico.
Y desde esa fisura evidentemente aparecen oportunidades, y esto lo hacemos en tiempos en donde existe una crisis epocal transversal en donde evidentemente hace más inconsistente preguntar por formas de constituirse como sujeto masculino desde la derrota y desde lo afirmativo. En estos tiempos se supone que son tiempos crisis transversal -institucional, cultural, individual, etc.- y a toda la sociedad resulta sintomático microexpresiones como esta, pero aquí no lo usaremos para afirmar la universalidad de la crisis, sino para dar cuenta de algunas características y su extensión.
En la mecanicidad de la construcción (en negación y no afirmación) de la masculinidad el error y la derrota han sido otorgada -simbólicamente- un lugar, en cierto modo, leproso. Es un lugar donde no hay que estar, y evitar a toda costa llegar, pero la realidad es que muchos sujetos masculinos vivimos en ese lugar por el hecho de que no podemos del todo cumplir con el mandato último de la masculinidad tradicional (ser macho alfa) no cometiendo errores o ser derrotados, cualquiera sea el motivo y las circunstancias de ello. El tema es el manejo de la situación y la vivencia de esa derrota. En columnas anteriores he mencionado que una de las situaciones en que se vive esa derrota es la vejez. Esa es una instancia no solo individual, sino social a la cual estamos entrando como sociedad chilena (línea demográfica) y que no debe ser tomada a la ligera. Y no es en el sentido de ser lastimoso, sino en términos de lo humano, y de los derechos humanos para vivir esa etapa.
Trump es como el avatar de la masculinidad que, de alguna manera, todos los varones vivimos cuando nos enfrentamos a la derrota: la negación de la misma. Pertenece a lo humano, las etapas del duelo, el duelo de lo conocido que ya está falleciendo. Es una etapa que reside, o se manifiesta, en lo individual, pero que atraviesa lo social porque es un lugar en el cual todos hemos transitado, o iremos a residir en algún momento. (Re)conocer ese lugar mediante las palabras y después reconocer(se) en el lugar emocional o vivencialmente es un tránsito que escasamente se logra, o llega a recorrer. Y en esto no solamente debemos afirmar la necesidad de «hacer» otra masculinidad, sino estar dispuesto a recorrer lo que implica reconocerse en el error/derrota (metafóricamente), individual, pero -por sobre todo- socialmente hablando.
Ahora, esto no excluye el hecho de que la idea de lo masculino también está insertada en las mujeres, femenino o en lo social. Por lo cual, también la imagen de lo masculino de quienes no se reconocen como sujetos masculinos debería ser igualmente relevante para constituir ese trayecto. El hecho de que podamos considerar una sociedad sin género, o donde no importa género, no implica que -automáticamente- lo masculino deja de ser un lugar de significación identitaria per se en lo vivencial. El proceso de la sociedad más que una deconstrucción (que apunta a una linealidad) es un proceso bastante más imbricado con otros aspectos que hacen que el itinerario real de esa «deconstrucción» más bien deja como consecuencia preguntas tales como: Entonces, ¿cómo se construye la masculinidad? Y la pregunta «solicita» una idea de una masculinidad, otra que es importante plantear para permitir una co-construcción con el sujeto (social) que hace tal pregunta (el para qué) en un contexto determinado, en un momento de la historia específico, en relación a un futuro incierto. Es, finalmente, una pregunta que requiere una respuesta situada porque surge de un coyuntura situada, un territorio en específico.
Y eso requiere también (re)conocer(se) en cuanto a interlocutor/a del emisor de la pregunta. Si no queda en la actitud moralista de que «¡tú te tienes que deconstruir!». Pero (y de ahí el subtexto que abre la crítica ulterior no enunciada) yo -en tanto interpelante- ¡no! Ahí nos enfrentamos, en el debate sobre género y masculinidades, sobre si reemplazamos un mandato con otro, pero que sigue con el mismo modus operandi que el anterior.
Entonces, ¿cambia algo con cambiar presidente Trump por otro? No, no va cambiar algo radicalmente, pero sí encamina en la dirección correcta, políticamente hablando y más allá de la persona en sí. Y ahí cae algo también algo bastante masculino: el hecho que todo cambia de una sola vez, y en función del propio deseo. El proceso de entender esos (micro)choques que sacuden no solo la subjetividad sino las relaciones sociales es importante porque apunta a tener una finura en el entendimiento de los procesos sociales que involucra al sujeto (sujetado por la cultura y la manifiesta, pero no es la cultura) en tanto indicador sintomático de lo que sucede, sin moralizar la reflexión/comprensión del «problema».
Más allá de la política, la realidad social de cada sujeto nos hace enfrentar las propias falencias, errores o «metidas de patas». Y reconocerlas ante sí mismo quizás ocurre más que ante otros, y es esa la diferencia de género. ¿Y por qué reconocerse débil o haber cometido un error «en público», o ante quienes nos rodea es un quiebre y una tensión a la noción de esa continuidad de la identidad conocida? Porque -en realidad- no hay una apuesta por una construcción de la masculinidad (socialmente validada) que está disponible para el sujeto se pueda posicionar. Ahora bien, también es necesario (si seguimos varias teorías más psicológicas) un quiebre real para constituir algo nuevo a partir de las cenizas. Pero ahí tenemos una figura femenina (Ave Fénix) pero no necesariamente una figura masculina, ¿o si? Tenemos en el consciente colectivo una disponibilidad de acciones «masculinas», pero no necesariamente una figura representativa y validada, desde adentro del modelo tradicional masculino. La figura de Jesús con su acto de redención y renuncia (siendo que soy agnóstico, no creyente) creo que es una figura posible, dentro de lo occidental, que apunta a la renovación (renacimiento). Pero que a pesar de todo es feminizado, por tanto apartado, en cierta medida, como una posibilidad de repensar lo masculino aun cuando creo que hay nobles e importantes intentos de pensar lo masculino desde lo religioso o católico.
Manuel Delgado, en su revisión de la historia española reciente plantea la feminización, por parte del franquismo, a la iglesia y, por otro lado -en la misma línea-, lo que son descritos los hombres de la fe -en contraste con los hombres de las armas, mercantiles y proletariado o del bajo pueblo – en Gabriel Salazar, en el tomo IV de la Historia Contemporánea de Chile.
En el caso de Trump, siendo un hombre -siguiendo la clasificación de Salazar- mercantil, esto termina siendo, desde la perspectiva de la masculinidad o jerarquización interna, como una masculinidad «menos masculina» que la guerrera, dura y física por lo cual también la masculinidad mercantil trata de compensar esa falta de fisicalidad en su quehacer: especulación económica (y detrás del escritorio). El valor de la fuerza y de lo físico sigue siendo un referente, y las demás masculinidades se vinculan con esa fuerza (en afirmación o negación) a ella. Más allá del discurso, la actuación o la acción social de lo masculino le falta para dejar de usar a los viejos estandartes de la masculinidad como referencia, pero el tema es que, y de ahí la dificultad, es que existe una negación al duelo porque no se quiere reconocer la muerte del padre. Y la constatación puede ser fácil de decir y el diagnóstico está hecho hace rato, pero no tiene que ver con lo racional sino con lo vivencial que genera la (in)acción de un sujeto. Dejar de lado lo que permite definirse es quedarse sin nada, y constituir el significante que reemplaza lo que ha servido de referente no es solo un tema de decir «deconstruir» o «alejarse de lo tóxico» en términos individualistas, sino que constituye en una tarea eminentemente social (simbólica), y de una acción colectiva imaginada. Y eso recién se está constituyendo una comunidad (humana) que está imaginando eso (concepto de comunidad imaginada de Benedict Andersen) en estos tiempos de crisis o licuefacción (Z. Bauman).
Es difícil en la medida que, como bien dice el feminismo interseccional, la masculinidad tradicional se sustenta en el eje clase, en la medida que la masculinidad es también una promesa histórica, a ser el hombre alfa en el espacio doméstico, de la proveeduría. Y este texto nos da una buena entrada en cómo se constituye lo masculino desde lo militar y desde la noción de clase social, y cómo la élite masculina gobernante depende del hombre plebeyo para sustentar el reino de esos referentes, pero que no tiene la misma vivencia del plebeyo, y que es socavado por este en la medida que también, peyorativamente, es considerado por el hombre plebeyo o del bajo pueblo -o en su defecto, en el caso de EEUU, el eje étnico- es tildado como un hombre de escritorio, y se le feminiza como un «niñito». Y ahí viene el significante del cuerpo, específicamente de las manos. Me explico: En un terreno en la universidad en que me formé como antropólogo, tuvimos que entrevistar a los trabajadores que filetean en las caletas (Los Vilos) y uno de ellos que entrevisté hablaba de sus manos como su significante de sacrificio (hipótesis de lo latinoamericano en Morandé) de lo masculino, y que su hijo no había sido, en sus ojos, suficientemente agradecido por ese sacrificio.
Entonces, ese quiebre generacional entre padre e hijo tiene un correlato social en la medida que no hay un (re)conocimiento mutuo, y por lo cual no se erige una opción de reconocimiento del mutuo error. Y se manifiesta en enojo y rabia y en declarar alguien «más o menos» masculino que el Otro. La masculinidad vieja o pensante (porque el cuerpo ya no le da para imponer su razón), queda -en el actual marco cultural simbólico de género- subordinado, porque ya no se plantea desde lo físico (aunque sí existe también una neomasculinización desde el paradigma de la vida sana para esa masculinidad de clase alta; con una cuota de narcisimo, por cierto), sino desde lo no físico (especulación económica, clase alta, etc.). Entonces, esa masculinidad «no masculina» (desde el punto de vista de su contraparte) se dispone a dialogar con esa masculinidad de bajo pueblo, desde lo físico, y la masculinidad que se reconoce en el error o derrota queda relegado a una masculinidad (en la tipología de RW Connell) marginal.
Y en ese sentido, hemos dicho como sociedad occidental como en la elección recientes de EEUU, en términos de género: No queremos una masculinidad líder que sea displicente ni chovinista como Trump, sino un presidente dialogante y reflexivo, y eso abre el terreno -literalmente- a poder también elegir una mujer como presidenta de EEUU, pero que igualmente pone elementos interseccionales al debate, porque tampoco es tan fácil cambiar una estructura de poder solo por un tema de cambio de sexo de quién gobierna, porque nunca se gobierna en el vacío social, sino con Otres. Pero eso es harina de otro costal.
Devanir Da Silva Concha es Profesor Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación e Investigador asociado de Centro Cielo, Universidad Santo Tomás.