Por Gonzalo Martner.- Frente a incrementos de la complejidad y del ruido social en el mundo actual, agravados por la crisis sanitaria y económica, suelen multiplicarse en el espacio público y adquirir popularidad quienes aumentan los temores y contribuyen a la confusión sobre lo que está en juego, sin construir procesos de cambio efectivo. Existe, en cambio, la alternativa de avanzar después de la pandemia a un “Estado de bienestar democrático 3.0”.
El poder del lenguaje para describir fenómenos y darles sentido puede orientarse tanto a acrecentar la lógica de los mitos y la confusión sobre los asuntos colectivos como a hacerlos más comprensibles y eventualmente catalizar acciones colectivas efectivas. Vivimos hoy una etapa en que la confusión aumenta, con una gran fragmentación de los discursos, lo que incluye a quienes tienen visiones críticas de la sociedad. Estos suelen remitirse ad nauseam al reclamo contra el neoliberalismo, las élites, el patriarcado, el centralismo, la representación y así sucesivamente, antes que a las transformaciones secuenciales y sostenidas para superarlos. Estas requieren articular intereses diversos en tiempos cortos y largos, lo que es la tarea básica de la vilipendiada política.
Se combinan al menos cinco tipos de efectos en la sociedad de hoy que aumentan la ansiedad colectiva: las secuelas de la crisis económica global de 2008-2009 y la persistencia de las desigualdades; los efectos iniciales del cambio climático de origen antropogénico; la pandemia de COVID-19 originada por nuevos saltos de virus peligrosos desde animales a humanos con la reducción de la frontera de la vida natural; el paso a una nueva etapa tecnológica y, finalmente, una crisis generalizada de la representación en las sociedades democráticas, con liderazgos desprestigiados y siempre detrás de los acontecimientos. El resultado es que los sistemas políticos son crecientemente impotentes para asegurar una gobernabilidad democrática inclusiva y capaz de dominar los parámetros básicos del futuro. Están frecuentemente dominados por las oligarquías económicas, mientras se asiste a cambios culturales y mediáticos acelerados que aumentan la fragmentación de las audiencias y de las interacciones individuales y sociales.
Las respuestas ultraderechistas a lo Trump y Bolsonaro se focalizan en la oferta de orden represivo, en estimular los reflejos identitarios, en desdeñar el conocimiento científico y la cultura e identifican un enemigo: las élites. Con la excepción de las élites económicas, a las que se alían y defienden, cuando no provienen directamente de ellas, como Kast en Chile. Y llegan a conseguir adhesión social, aunque sea solo temporal. En algunas partes este populismo de derecha ha ido desplazando a la derecha tradicional y tiene su caldo de cultivo estructural en la concentración económica y en la precarización del empleo que son propios del capitalismo financiarizado actual.
Estos fenómenos no encontraron por décadas respuestas en el progresismo o en la socialdemocracia tradicional. En Europa y Estados Unidos dejaron la primacía de la representación del mundo del trabajo y giraron a representar emancipaciones culturales necesarias y a clase medias integradas a los flujos dinámicos de la globalización económica. Algunos simplemente giraron al neoliberalismo. Esto se está hoy corrigiendo emblemáticamente por los socialistas portugueses y españoles, los laboristas neozelandeses y en parte Biden, cuya respuesta sanitaria y económica a la crisis ha sido hasta aquí contundente.
En América Latina, las respuestas de las izquierdas han girado en torno a redistribuciones de las rentas de recursos naturales desde el Estado, sin realizar cambios estructurales en la economía que permitan sostener grados básicos de dinamismo persistente, cohesión social y preservación de la naturaleza. Esas respuestas basadas solo en las obligaciones de la inmediatez, en ocasiones acompañadas de la clientelización de la acción política, es altamente dependiente de los mercados mundiales de materias primas y es, por tanto, inestable. Y puede derivar en el rentismo puro y simple que, combinado con el tradicional caudillismo, termina por descomponer las capacidades sociales y productivas, como ha ocurrido dramáticamente en países como Venezuela, de larga tradición rentista. El intervencionismo de las derechas y los bloqueos norteamericanos no hacen, por otro lado, más que acentuar la miseria de los afectados y ayudar a la sobrevivencia de los regímenes burocráticos antes que a su necesaria evolución democrática. Hacia el futuro, como he escrito en otra parte es posible identificar tres trayectorias no deseables, siguiendo a Daron Acemoglu.
La primera es la de la “continuidad trágica” del declive de las instituciones y de la mantención de las desigualdades y depredaciones de las últimas cuatro décadas neoliberales. La segunda es la de un vuelco hacia la verticalidad estatal de control social, bajo el supuesto de la ineficiencia de la gobernanza democrática frente a las “nuevas amenazas”, lo que refuerza los regímenes autoritarios existentes o bien los afanes de poder de caudillos que manipulan los miedos de la sociedad. La tercera es la de la “servidumbre digital”, con los gigantes tecnológicos y de capitalismo de plataforma sustituyendo a gobiernos en bancarrota en sus funciones sanitarias y sociales, configurando nuevas formas desreguladas de teletrabajo y determinando las conductas colectivas en medio de una enorme concentración privada de poder mediante el manejo de datos en democracias en descomposición.
Existe, en cambio, la alternativa de avanzar después de la pandemia a un “Estado de bienestar democrático 3.0”, que sea un avance efectivo respecto de aquel que emergió en el siglo XX después la depresión y de los fascismos y de aquel que resultó de las reducciones de la era neoliberal y de las crisis recientes. Su sustrato material es la cuarta revolución industrial en curso, que sucede a la tercera que generalizó los soportes digitales. Esta nueva etapa tecnológica tiene tanto enormes potencialidades como amenazas, como la citada concentración de la información en gigantescos monopolios privados (el impacto en el empleo, en cambio, suele generarse como parte de la difusión de los miedos: el tema central sigue siendo no “cuánto empleo habrá” sino “el tipo de empleo que hay hoy y en el futuro”). Está basada en un gran aumento de la capacidad de transmisión y procesamiento de datos usando inteligencia artificial, la robotización de la producción y el transporte, la manufactura aditiva, las energías renovables, las biotecnologías, la criptoeconomía, el internet de las cosas. Pero puede y debe dejar de ser un mero impulso adicional de acumulación y concentración privada y ponerse al servicio de un bienestar equitativo y sostenible de la sociedad.
En efecto, la primera tarea pospandémica es asumir las debilidades institucionales demostradas en la crisis sanitaria y bregar por un cambio en las formas de gobierno hacia una democracia más eficaz, descentralizada, proba, basada en un Estado de derecho socialmente respetado y en capacidades de acción colectiva que combinen la tríada de un sentido estratégico de la política, un mayor rol de la ciencia y el conocimiento y formas extendidas de participación social.
El Estado de bienestar democrático 3.0 deberá en el corto plazo robustecer la salud pública, aminorar las brechas digitales y enfrentar la ampliación de la economía informal junto a la pérdida de empleos y/o su precarización, además de la salida de muchas mujeres del empleo formal y su retraimiento hacia el trabajo doméstico. Esto debe traducirse en una reactivación impulsada por incrementos salariales, por la extensión de las redes de seguridad social y la remuneración del trabajo doméstico (una asignación propia y además por hijo o dependiente puede ser un buen mecanismo que aumente la autonomía económica de las mujeres). Se deberá establecer un sistema de ingresos básicos (diferenciados para la infancia, la vida activa y la edad avanzada) y de empleo social en servicios a las personas (empezando por el cuidado) y en servicios ambientales (empezando por mejorar el manejo del agua en las cuencas y amplios planes de forestación), financiado con un mayor aporte tributario del 10% de más ingresos.
Y mas allá de la salida de crisis, se requiere invertir fuertemente en urbanismo integrador y sostenible, avanzando a energías domésticas renovables y a una electro – movilidad generalizada que atenúe sustancialmente los problemas de salud que provoca la contaminación del aire. Y también invertir en revitalizar los espacios rurales, que en parte podrán beneficiarse de formas ampliadas de teletrabajo.
Los cambios en la política social y en el ordenamiento territorial y espacial suponen lograr una más inteligente regulación y coordinación de los actores económicos, así como de los sistemas educativos y de formación permanente para avanzar tanto a aumentos de productividad como a transformaciones del régimen de producción/consumo. El nuevo paradigma debe ser una economía circular con toda la tecnología verde disponible para mejorar la resiliencia ambiental y sanitaria de la producción, mediante una reconversión productiva financiada con la plena captación tributaria de las rentas de los recursos naturales. Esta reconversión debe fortalecer a la pequeña empresa y a la economía social y del cuidado, y también a los sectores de alta productividad articulados con cadenas globales de valor, pero con más servicios tecnológicos de origen nacional y un mayor valor agregado local. Como hemos señalado en artículos previos, esto supone un gran salto en la capacidad nacional de investigación y desarrollo y financiar y fomentar la producción de bienes sanitarios, medicamentos y vacunas, de alimentos saludables, de energías renovables y de soportes de la electromovilidad.
El extractivismo depredador debe transitar a una minería, agricultura, actividad forestal y pesca sostenibles, y transformar a Chile en un modelo exportador de bienes que respeta la resiliencia de los ecosistemas y que está inserto en un mercado interno fortalecido por las redistribuciones y los servicios a las personas y a la producción. Este cambio significará un gran esfuerzo empresarial y del mundo del trabajo, pero se transformará en un factor de competitividad en mercados mundiales cada vez más exigentes.
Deberá también terminarse con el esquema de servicios básicos entregados con rentabilidades privadas monopólicas, que alimentan la concentración económica y retrasan la difusión tecnológica. Varios de esos servicios deberán volver a una gestión estatal si las regulaciones efectivas no son posibles o implican subsidios a privados de alto costo sin calidad de servicio.
En suma, una nueva fase en la vida del país requerirá un Estado más democrático y paritario con más capacidades sociales y productivas, pero también una sociedad que vigila y orienta la economía y las instituciones y una cultura de mayor responsabilidad colectiva con el cuidado recíproco y con las nuevas generaciones.
Gonzalo Martner es economista y Director del Magíster en Gerencia y Políticas Públicas de la Universidad de Santiago de Chile.