Por Antonio Leal.- Con Schumpeter comienza a definirse como clásica la concepción de la democracia que entierra sus raíces en la Grecia antigua y que encuentra, en la Modernidad, en Locke y en Rousseau, sus principales exponentes.
Es necesario, ciertamente, distinguir en la concepción clásica, la teoría que funda la democracia sobre la base del instituto de representación política en la versión lockiana y aquella que funda la democracia sobre la base de la participación en la versión rousseniana. En la primera, es la democracia indirecta la que impone sus connotados; en la segunda, es la democracia directa. Pero las dos teorías no serían integrables si ambas no emergieran de la idea común de la existencia activa de una voluntad popular que presupone la existencia de un cuerpo político y éste, de un bien político conocido y actuable propiamente en la lógica de una voluntad popular presente y activa.
En esta concepción, en otros términos, el “demos” existe y representa un cuerpo evidente. No habría representación si no existiese alguno que representar, ni mucho menos habría una voluntad general si no estuviera presente un sujeto en condiciones de trasladar la democracia desde el mundo empírico, desde el mundo de las abstracciones, a las formas concretas del proceso político.
Yendo a la raíz de esta concepción, no se puede prescindir de los supuestos epistemológicos y antropológicos. El hombre de la democracia clásica es una persona racional, libre e igual; por esto él está en condiciones de buscar y de conocer su propio bien, como a la vez, el bien colectivo.
La concepción pluralista de la democracia no es incompatible y por el contrario puede actuar en el ámbito de una visión de sociedad en la cual se abandona una epistemología relativista y se abraza una visión del hombre que ha readquirido una capacidad de autodeterminación, que está dotado de esencia espiritual, que se manifiesta a través de la “totalidad” y de la independencia”.
Es en esto en que aparece absolutamente transparente la ascendencia aristotélica de la doctrina clásica. Para Aristóteles, en efecto, el fin de la sociedad política es la “buena vida”, entendida como la realización completa, humana y moral, de los ciudadanos. Por otra parte, el atributo de la racionalidad de los ciudadanos en la polis es más importante, y, de todas maneras, un prejuicio, respecto de los otros atributos de la libertad y de la igualdad. Bien común y voluntad general son pensables sólo al interior de una concepción “racional” de la política y de la sociedad, mucho antes, entonces, que la política tome el camino de las desigualdades y del dominio, a través de las cuales, es la razón, como facultad moral, la que desaparece definitivamente.
Como es conocido, dentro de la concepción clásica, la teoría de la representación, ha prevalecido en las democracias reales de la modernidad, aunque si la afirmación de la democracia representativa ha debido ser pagada con el precio de dejar de lado, casi completamente, la representación de sus premisas ético-político para transformarla en el ordenamiento formal que permite elegir a los gobernantes y convertirlos en “responsables” frente a los gobernados.
La solución “participativa” de la democracia, sobre todo aquella más radical y casi utopista que se ha concentrado en la supresión de las diferencias entre quien comanda y quien obedece, ha tenido muchas conjugaciones que han llegado hasta la negación de la democracia misma y a su absorción en un totalitarismo ético, que ha negado cualquier tipo de libertad civil. El punto tal vez extremo, de esta vía, está, emblemáticamente representado por “la verdadera democracia” de Marx: un ideal utópico que punta al máximo de valorización de la comunidad y de sus procesos autoregulatorios y que llega a la supresión de la política y a la extinción del Estado. En esta óptica, la verdadera democracia es sólo el comunismo: una sociedad de iguales perfectamente autotransparente y autogobernada.
Las vertientes posibles de la concepción clásica, especialmente en su versión participativa, hacia teorías radicales y utopistas, han tenido una participación notable en la asunción, sobre todo por parte del pensamiento político europeo, de la democracia representativa, como forma persuasiva y definida del proceso político. Es en este tronco de la representación política como forma propia y característica de la propia democracia desde donde ha nacido esta rama que, si bien, no rompe totalmente con la concepción clásica, la revisa y la reformula, operando una elección entre el método y los fines de la democracia netamente a favor del primer elemento.
A través de una crítica epistemológica de la versión clásica, que liga a la democracia a la “razón absoluta” y por tanto a valores absolutos y que es preexistente al propio proceso político, esta línea interpretativa enfatiza en la democracia sus propias “reglas del juego”, aquellas reglas que se basan en la formación de mayorías y minorías, capaces, en sus contraposiciones, de ordenar las preferencias y de transformar en vinculantes para todos las elecciones de la mayoría.
La democracia como procedimiento y como método aparece, sólo en una primera aproximación, como una democracia sin fundamento moral. Ella en realidad, niega uno de los postulados de la doctrina clásica: la exigencia de un bien común objetivo, conocido y posible de perseguir por cada uno y todos los participantes al demos. No es irrelevante destacar que con ello se termina por negar, también, la existencia de un verdadero demos, un cuerpo político o una sociedad política que tiene, también ella, una existencia objetiva.
En efecto, aquello que emerge de la práctica democrática dentro de este horizonte, es el individuo con su propio orden de preferencias: es un conjunto de individuos, de preferencias y elecciones individuales, que otorga sustancia al pueblo, aunque sea a través de la mayoría a la cual le cabe el rol de definir, vez por vez, la elección pública y de componer, progresivamente, con la legislación, el orden social.
Es, sin embargo, el individualismo metodológico, que une entre ellos pensadores del nivel y autoridad de Weber, de Kelsen, más delante de Popper, que coloca de relieve las libertades políticas como una condición y no como un fin. Cuando se transforma en fin, como ocurre en el liberalismo político, la democracia no ocupa más el escenario, va en segundo plano, se transforma en un instrumento, en un medio para el fin, no muy diversamente de lo que ocurre en la concepción clásica, donde el fin por conseguir, con la democracia, es el bien, la buena vida, las virtudes civiles. De esta forma, también, el liberalismo termina por converger en la idea de la democracia como método: no porque no crea en los fines, como en la versión puramente normativa de la democracia, sino porque asume como fin la libertad en su esencia de libertad individual.
El mayor punto de ruptura con la concepción clásica de la democracia está, verdaderamente representado, en las corrientes elitistas o realistas, que siguen el filón abierto por Maquiavelo en el análisis de la política y que combaten, abiertamente, la idea de la democracia como una comunidad que se funda en el autogobierno.
La antropología llevada adelante por los elitistas no democráticos es de directa ascendencia maquiaveliana e incluso maquiaveliana en sus propias concepciones de fondo. Hay en la base de esta concepción una epistemología escéptica sobre la posibilidad del hombre común de conocer su propio bien y, más aún, el bien común.
Este conocimiento, en extremo, pertenece sólo y exclusivamente a las elites sociales, que justamente en virtud de ello, adquieren el título suficiente para apoderarse del poder y ejercitarlo.
De esta forma se consuma la radical discontinuidad con la doctrina clásica. Aquello que se ha destruido con las concepciones elitistas, como con las doctrinas formalistas, no es sólo la relación entre moral y política; lo que se rompe, en definitiva, es la relación misma entre voluntad popular e instituciones en condiciones de conferir la potestad. La representación no es más, ni siquiera, una forma de transmisión de la voluntad popular a los elegidos, sino solamente un procedimiento que permite de instituir a las oligarquías bajo el velo de la competición electoral.
Es en este terreno que alcanza relieve la crítica de Schumpeter, con la cual inicia aquella que se podría llamar la doctrina neoclásica de la democracia, en la cual, todavía, los vínculos con aquella clásica logran mantener este encuentro del proceso político con el gran árbol de la tradición democrática.
Para Schumpeter participación y representación, en la acepción clásica, no son más los connotados de la democracia moderna. El régimen político de la sociedad compleja y diferenciada de nuestro tiempo es poco más que un método de designación de aquellos que deberán producir las decisiones que resultan vinculantes para el mantenimiento del orden social. Con Schumpeter, entra en la esfera del orden político, el instituto del intercambio y del mercado y, por tanto, aquel de la competición y de la concurrencia entre los actores. Por diversos factores la idea schumpeteriana de democracia se vincula a aquella de Kelsen: ambas dominan el aspecto formal, de los procedimientos, y a través de ellos, el carácter plural del juego democrático, su esencia de elección entre múltiples preferencias individuales y colectivas en una lógica fundamentalmente representativa.
Es éste el paso más delicado y problemático. Si la democracia es, en la acepción de Robert Dahl, un proceso dirigido a producir decisiones colectivas, su sola premisa, coherente con la democracia en un sentido etimológico, es la igualdad política de los participantes el proceso electivo.
La aparente paradoja de una democracia gobernante fue ya resuelta hace algunos años por la tradición democrática que hace referencia a John Locke: la igualdad política es, en este pensamiento, aquella que después Dahl llamará la igualdad intrínseca o lo que Locke llama “el igual derecho que cada uno tiene a su propia libertad natural”.
Sobre la base de este terreno de las iguales libertades, las observaciones empíricas en relación a las “minorías gobernantes” puede ser tematizada y transformada en coherente por una cierta idea de la democracia.
Probablemente el paso teórico que es necesario destacar es aquel sugerido por Weber y por su concepción de la leadership. Si las minorías son la leadership y si ellas compiten en la arena política dentro de un procedimiento electoral garantizado, el resultado sustancial, de gran valor político, es que estas leadership son, de cualquier manera, llevadas a interpretar las preferencias de los participantes en el proceso político, a dar a estas expresiones órdenes tales de generar corrientes de consenso no efímeras y adhesiones en una circularidad decisional de la cual es difícil recuperar la sustancia democrática.
Esta visión, comporta, abandonar la idea de la representación en un sentido clásico, de una representación general del cuerpo político y obliga a hablar, más bien, de una correspondencia entre las elecciones de los líderes y aquellas de los electores. Una “responsiveness” a la cual hace de corolario la responsabilidad política, que es tal en cuanto es sancionable en el curso de la extensión de los procedimientos político-electorales. Así, el elitismo autocrático puede transformarse en elitismo democrático y la democracia resulta marcada más por el pluralismo político de la competitividad que no por una improbable, y seguramente irrealista, coincidencia entre gobernantes y gobernados.
Es hoy imposible sostener una concepción de la democracia que pueda prescindir de una visión pluralista, no sólo de la política, sino también de la sociedad.
El pluralismo, en la versión de “técnica” del proceso político, está contemporáneamente abierto a dos perspectivas fundamentales. De una parte éste puede constituirse en la doctrina política de una teoría más amplia de la sociedad orientada al funcionalismo o al estructural –funcionalismo, es decir, más vecina a la visión de Luhmann que a la de Parsons, y que lleva a una meta-teoría, que comporta una suerte de neutralización del poder y de la política de lo cual, algunas premisas fundamentales, se encuentran en el pensamiento de Weber y de Kelsen.
Quien tiene el poder decide y, por tanto, selecciona las alternativas posibles y con ello hace menos compleja y más subordinada, la selección que debe realizar el sujeto que, en todo caso, está sometido al poder.
Luhmann sostiene, que en las sociedades evolucionadas y complejas como las actuales, el hombre más que ser parte de la estructura interna del sistema, constituye su ambiente, es decir, está fuera de él. El hombre no forma parte del sistema, sino del mundo, de aquella complejidad que el sistema debe seleccionar y reducir. Desde este punto de vista, la política y el sistema político constituyen un proceso y una estructura normativa, que tiene como función producir “decisiones” y aquellas personas que, ocupando cargos públicos, adquieren el carácter de fuentes de producción de decisión.
Se juntan, en esta concepción, tres tradiciones funcionales del Estado y de aquella parte de la opinión pública que participa, en verdad como abstracción, a la definición de las formas y del control de las decisiones públicas. Desde este punto de vista, cuando se habla de democracia no se está refiriendo a la participación de todos en los procesos de las decisiones políticas. Esto aparece no sólo como ideal utópico, sino también como errado, dado que no tendría en cuenta el grado altísimo de complejidad y de racionalidad que comporta la prestación selectiva y que se encuentra restringida a verdaderas burocracias que, al adquirir especialización, se transforman en tecnocracias. Esta es una visión típica de una democracia reducida a un simple postulado normativo que, al universalizarse, da forma y justificación a esta política y a este poder.
La concepción clásica de la política, a través de la cual la política se colocaba en el centro de la sociedad, aparece, en esta perspectiva, como disuelta sin orientarse a favor de otro centro. A salida del hombre del sistema político, la reducción del sistema a un conjunto de estructuras, mecanismos y relaciones se confirma válido para todos los sistemas y abre el camino al principio de la autoreferencia que cortando los puentes con los principios teleológicos o finalistas, inaugura una época de gran soledad de los sistemas sociales que, gradualmente, comienzan a cerrarse en si mismos.
Entre diferenciación, autonomía, tendencia a la inclusión de franjas siempre vastas de la población; lo que en definitiva se delinea es un conjunto de centros, incontrolables, y cuyas relaciones recíprocas se colocan, en lo fundamental, en el plano horizontal, paritario y no en una línea vertical y jerárquica. Lo que queda al sistema político, en esta visión, es meramente su función: aquella de tomar decisiones colectivas que tienen caracteres vinculantes; en tanto que resultan inciertas y sin confines sus prestaciones y los contenidos específicos de sus decisiones. De esta manera, mientras se ofrece una teoría crítica de la política que involucra, también, al Estado de Bienestar, se coloca en particular evidencia la “sobre posición” de la política en la sociedad contemporánea. Es evidente que con estas bases teóricas la opción pluralista aparece como completamente necesaria, dado que decae el centro y se produce una proliferación de centros que requieren de una visión plural de la sociedad.
Por otra parte, la concepción pluralista de la democracia no es incompatible y por el contrario puede actuar en el ámbito de una visión de sociedad en la cual se abandona una epistemología relativista y se abraza una visión del hombre que ha readquirido una capacidad de autodeterminación, que está dotado de esencia espiritual, que se manifiesta a través de la “totalidad” y de la independencia.
Es aquí, donde entra en juego un pensamiento político de matriz cristiana, personalista y comunitaria, en el cual el hombre reencuentra su naturaleza de totalidad abierta, y, a la vez, es parte de las relaciones con los demás miembros de la sociedad con los cuales busca el bien común.
Se produce, a través de esta concepción, un retorno a la conjunción entre política y moral, al ideal aristotélico de la “vida buena”, del bien como valor supremo, como finalidad de la convivencia política, que encuentra su definitiva expresión en el logro de la plenitud humana de cada participante singular de la colectividad. La polis aparece como vital en el perfeccionamiento espiritual del hombre, dado que es un proceso de las elecciones colectivas pero que pide también compartir los valores de la persona y un sentido, un tejido, de amistades civiles, desde donde se forma una auténtica comunidad.
Nos encontramos, nuevamente, dentro de la concepción clásica de la política, sin embargo, es claro que las instituciones de la democracia tienen necesidad de una diferenciación entre gobernantes y gobernados y, por tanto, de una relación de representación en el cual se valorizan al máximo la autonomía y la responsabilidad de los elegidos, de manera de sustraerse a cualquier tipo de mandato imperativo o de sumisión mecánica del representante a la autoridad del cuerpo político, manteniendo en alto el control que ésta ejercita sobre la actividad y la obra del representante. Es justamente aquí, en esta acción de control, que se despliega la concepción pluralista más propia de los sostenedores de la concepción personalista de la democracia que encuentra en Jaques Maritain, su más lúcido y significativo exponente. Es una concepción pluralista que supera el orden político mismo para colocarse profundamente en el cuerpo social, el cual se organiza a través de grupos y formaciones sociales capaces de ejercer el derecho de control y de influir en las decisiones políticas.
Sin embargo, el que se constituya y organice la sociedad civil en grupos y formaciones es, más que una exigencia técnica del control político, una exigencia que proviene de las raíces de la matriz personalista de esta concepción: es decir, de la necesidad de favorecer la comunicación entre las personas, de garantizar una esfera pública en la cual los objetivos comunes sean permanentemente examinados y discutidos.
La apertura de la competición democrática al mundo de los valores, el hecho de que vuelva a conectarse con las reglas morales, no ha quedado solo dentro del pensamiento político de matriz cristiana, sino que ha abierto el camino hacia el retorno a la polis no sólo con pensadores como Leo Strauss y Hannah Arendt, sino también con filósofos de la moral más recientes.
Estos últimos han restituido la reflexión política y de la sociedad en general, al terreno mismo de la filosofía práctica y, por tanto, de la razón como facultad que preside el comportamiento moral de los individuos singularmente considerados o de los individuos unidos entre ellos en contratos sociales renovados o reinterpretados.
En efecto, si se llaman en causa los valores, si la persona es llevada al campo de la radicalidad de su ser, si la política es transformada en discurso, en práctica de discusión y de presión, si viejas formas de dominio desaparecen y se abren paso otras nuevas, entonces existe verdaderamente la posibilidad de preguntarse si no ha llegado el tiempo de suscribir un nuevo pacto, un nuevo y verdadero contrato social, como motivo fundador de una convivencia más pacífica, justa y ordenada.
A esta pregunta responden positivamente las nuevas teorías contratualistas, que giran en el universo intelectual y moral de la filosofía y de la política, mostrando que nos encontramos verdaderamente frente a un paso histórico, a una gran transformación. Entre estas teorías se puede recordar aquella que parece la más importante y la más genuina, la más conocida, la teoría de la justicia como equidad de John Rawls.
Lo que parece relevante en esta teoría, es, justamente, el esfuerzo por colocar el principio de la justicia en la estructura fundamental de la sociedad. El nuevo contrato social no es, en esta teoría, un acto que puede concluirse en un hecho histórico concreto, sino en una hipótesis según la cual, individuos libres e iguales, en una situación originaria cubierta por un velo de ignorancia, deliberan sobre un conjunto de principios inspirados en la justicia que se empeñan en observar en sus relaciones recíprocas. En este caso el principio de justicia funciona como criterio regulativo de la distribución entre los miembros de la sociedad de los derechos y deberes, y comparten, juntos, las ventajas y desventajas, que nacen de la relación de cooperación social. La relevancia actual de un contrato social fundado en la justicia es enorme, entre otras cosas, porque este tipo de contrato entra en abierta contraposición con el principio sobre el cual es fundado el Estado de bienestar, y, en particular, aquel utilitarista.
Como explica bien Rawls, el utilitarismo, a la par con todas las otras doctrinas teleológicas, una vez que ha descubierto el bien al cual tiende, se orienta hacia él de manera absoluta, sin tener en cuenta ningún otro criterio que no sea aquel de la maximalización de este bien, sin importar si otros principios deben ser sacrificados y, entre ellos, incluso, el de la justicia.
Ciertamente esta es una de las críticas más incisivas a la sociedad del bienestar. Rawls, demuestra que individuos libres, iguales y racionales, llamados a elegir sus fines sociales en una situación originaria, no elegirían un fin de este tipo, sino que optarían por un principio de justicia al cual se debería doblegar todo fin individual y social.
La teoría del contrato social fundada en la justicia no es solo una teoría social, es también una teoría política. Aparece como algo inútil colocar en evidencia la distancia que separa este contrato de aquellos que teorizaron sea Hobbes, que Rousseau. El pacto está aquí estipulado entre hombres libres e iguales que no enajenan su voluntad ni la voluntad superior del Estado Leviatan, como tampoco la voluntad general que, de alguna manera, se constituye como una esfera separada.
Es el principio de justicia social que crea las situaciones sociales y se constituye en el primer requisito. Una teoría aunque aparezca simple y articulada, advierte Rawls, debe ser abandonada y modificada si no es verdadera. Del mismo modo, las leyes y las instituciones deben ser reformadas o abolidas si son injustas.
Desde el punto de vista de la teoría política es ciertamente éste uno de los más importantes tentativos contemporáneos de restituir a la política una dimensión horizontal. Los individuos libres e iguales de Rawls, no se expresan solamente a través de un consenso, una decisión electiva, sino que idealmente ellos mismos deliberan los fines de la sociedad y extraen las máximas generales para disciplinar y regular los comportamientos en sus recíprocas relaciones. La modernidad de este nuevo contratualismo está en el hecho que no sólo la obligación política proviene de una fuente derivada del “pacto”, sino que,, la búsqueda de los contenidos del pacto sigue procedimientos racionales y es a través de ellos que se coloca dentro del principio de la justicia social como elemento portador de la estructura social fundamental.
Más que en las teorías utilitaristas, que se fundan en procesos deductivos, el cálculo racional de la utilidad, las teorías contratualistas que se inspiran en la argumentación consensual, constituyen una base para la doctrina del pluralismo social y político. Aquí, como también en Maritain, los procedimientos están reconectados a los valores y a la competencia entre fuerzas y leaderships, y a la vez, constituyen un proceso de progresiva formación de valores comunes. De esta forma el pluralismo llega a ser, en su esencia, pluralismo democrático y la democracia es, en su dimensión originaria del pacto y eminentemente contratualista, una democracia necesariamente pluralista. En esta, que es su más auténtica concepción, la democracia pluralista rechaza cualquier tipo de formación del consenso que no exalte, hasta las últimas consecuencias, las libertades individuales y colectivas y que induzca a soluciones neo organicistas, corporativas o neo corporativas.