Por Antonio Leal.- En la elaboración del historiador francés Pierre Rosanvallon, autor, entre otros treinta libros, de “La Sociedad de Iguales”, “La Contrademocracia”, podemos encontrar algunas claves de la dimensión de la crisis que vive la política y sus instrumentos y con ello la propia democracia circundada de instituciones y paradigmas que pertenecen a otra época de la historia.
Una de las instituciones clásicas de la democracia representativa como son los partidos políticos se encuentran fuertemente debilitados y cuestionados y más allá de una multiplicidad de factores que han conducido al desaclopamiento entre los partidos y los ciudadanos, hay q tener presente q la representación y mediación partido está llegando a su fin histórico porque desaparecen crecientemente en el mundo actual las condiciones en que fueron creados.
Rosanvallon sostiene que la historia de la democracia estuvo signada por la tensión entre un pueblo-principio y un pueblo-sociedad, es decir, entre el principio político democrático de la soberanía del pueblo y el hecho sociológico del pueblo empírico. La representatividad fue una forma de resolver históricamente esta tensión, ya que las elecciones sustituyeron la sustancia, la unidad -que estarían implicadas en una idea de “voluntad general”– por el número, es decir, por el dato que lleva al principio mayoritario.Es evidente que las elecciones tienen hoy menor capacidad de representación por razones institucionales y sociológicas.
Como recuerda Rosavallon, el proyecto de representar a la sociedad fue concebido en el nivel de asambleas parlamentarias. Se trataba, según la famosa fórmula de Mirabeau de 1789, de concebirlas como la composición ideal de una imagen de la sociedad a una escala reducida. La noción de representación era inseparable de la expresión de una diversidad.
Desde un punto de vista sociológico, la noción de representación se sustentaba implícitamente en la idea de que la sociedad se compone de órdenes, de cuerpos, de clases. lo que llevó a Jean-Jacques Rousseau, partidario como sabemos de la democracia directa, a afirmar que el concepto de representación tenía un carácter medieval. Sin embargo, es claro que en el siglo XXI la sociedad no puede ser aprehendida solo de este modo porque hemos ingresado también en una nueva era de la identidad, ligada al desarrollo de un individualismo de singularidad.
Su advenimiento está relacionado con la complejización y heterogeneización del mundo social, así como también con las mutaciones del capitalismo. Pero, más profundamente aún, se vincula con el hecho de que los individuos se hallan determinados tanto por su historia personal como por su condición social.
El individuo-historia, necesariamente singular, se ha superpuesto así al individuo-condición, más bien identificado de manera estable con un grupo, constituido en torno de una característica central. Representar situaciones sociales se vuelve entonces necesario, mientras que antes solo se trataba de representar condiciones sociales.
Las elecciones también se han vuelto menos efectivas para legitimar los poderes, aunque siga siendo evidente que la característica mínima de un sistema democrático reside en la elección de los gobiernos por parte de los gobernados que implica la asimilación práctica de la voluntad general a la expresión mayoritaria. El hecho de que el voto de la mayoría establezca la legitimidad de un poder ha sido, en efecto, universalmente admitido como un procedimiento identificado con la esencia misma del hecho democrático.
La legitimidad definida en estos términos se impuso naturalmente como ruptura con el mundo antiguo, en el que las minorías dictaban su ley. La evocación de la «gran mayoría» o de la «inmensa mayoría» bastó para dar cuerpo a la afirmación de los derechos de muchos frente a la voluntad claramente particular de regímenes despóticos o aristocráticos.
Aquello que apareció como lo relevante desde el punto de vista de las reglas y normas de la democracia no significa lo mismo si se analiza sociológicamente. En este último caso, adquiere una dimensión inevitablemente aritmética: designa lo que sigue siendo una fracción, aun si es dominante, del pueblo.
El problema es que esta ficción se ha vuelto cada vez más problemática por una razón importante: el término mismo de «mayoría» ya no tiene el valor simbólico y práctico que antes poseía. El «pueblo» ya no es aprehendido como una masa homogénea, sino más bien como una sucesión de historias singulares, una suma de situaciones específicas. Es por esto que las sociedades contemporáneas se comprenden cada vez más a partir de la noción de minoría. La minoría ya no es la «pequeña parte» que debe someterse a una «gran parte».
La temporalidad de la vida política, por su parte, se ha transformado de diferentes maneras. El concepto de programa, en primer lugar, ha perdido su consistencia en un mundo dominado por la incertidumbre, en el que cotidianamente es preciso lidiar con crisis locales y acontecimientos internacionales. Pero la nueva relación con la urgencia, ligada a una mayor personalización de las confrontaciones, ha modificado esta capacidad de «proyección democrática» de la elección.
Se hablaba con frecuencia de las elecciones como «fiestas de la democracia», dimensión que era validada por su conexión con las mencionadas asambleas deliberativas. Pero el hecho es que la dimensión deliberativa y comunitaria de la elección se ha desvanecido, como lo demuestran los porcentajes de abstención por un lado y la reducción del debate de ideas a eslóganes simplistas por otro. Las elecciones se convirtieron, al mismo tiempo, en el momento privilegiado de expresión de frustraciones democráticas, y esto se materializa muchas veces en el ascenso de los partidos populistas.
Por estas razones observamos una declinación del desempeño democrático de las elecciones, aún cuando, sin duda, siguen jugando un papel esencial. Lo que plantea Rosanvallon, es esta época está signada por la desacralización de la democracia electoral-representativa. La desacralización revela las fricciones sobre las que ésta se apoya y las vuelve así menos operante y hoy insuficiente: la legitimidad electoral de los gobernantes ya no coincide como antes con la legitimidad de sus acciones, ya no la garantiza. En su tratamiento del presente y de lo nuevo, Rosanvallon deja ver el corazón de la democracia como una forma de sociedad signada por la contingencia y la fragilidad.
Es esta contingencia y fragilidad lo que coloca en cuestión la vieja legitimidad que sostuvo la democracia en estos siglos, de una parte porque el propio concepto de “soberanía popular” como paradigma de origen de la democracia se debilita por el cambio del concepto “pueblo” que ya no es el de la sociedad industrial, de clases y grupos definidos, orgánicos, perfectamente visibles y representables en su dimensión social e ideológica, sino de grupos heterogéneos, atomizados, que son más bien “una sucesión de historias singulares”, típicos de una sociedad líquida, postindustrial y a los cuales es más difícil representar por partidos y entidades que nacieron en la civilización anterior.
Para Rosanvallon la temporalidad de la vida política se ha transformado. Miremos el concepto de programa, que ha perdido su consistencia ideal en un mundo dominado por la incertidumbre, en el que cotidianamente es preciso lidiar con crisis locales y acontecimientos internacionales. Los programas establecían un vínculo entre el momento de la elección y el tiempo de la acción gubernamental. Pero la nueva relación con el tiempo/urgencia en que transcurre la vida de la sociedad digital y global, ligada a una mayor personalización de las confrontaciones, ha modificado esta capacidad de «proyección democrática» de la elección.
Todo ello determina un declive del desempeño de las elecciones democráticas caracterizadas por un alto abstencionismo – que hace que una mayoría electoral puede en verdad ser una minoría social, una simple fracción que gobierna sobre otra minoría activa y frente al rechazo o el desinterés de los no votantes – y porque ellas, por tanto, no logran expresar adecuadamente lo que Rosanvallon llama las funciones de representación, de legitimación de las instituciones, de control de los representantes y de producción de ciudadanía, del estímulo al debate en diversas formas de expresión de comunidad, que fueron los elementos claves que hicieron de las elecciones el elemento democratizador de la sociedad por excelencia y más allá de las reformas a los sistemas electorales, a la no reelección de los representantes, a la transparencia en el gasto electoral e incluso a los mecanismos de revocación y de juicios políticos, todo lo cual es valioso pero no logra enfrentar el problema del malestar y la desafección por razones de carácter políticas y sociológicas.
Esto se ve ulteriormente afectado por la creciente desideologización de lo político que es propia de nuestro tiempo y que produce una rebaja de estándares éticos y genera una relación inédita de nuestras sociedades con la transparencia, un abordaje más individualizado de las cuestiones políticas va de la mano con una mayor exposición de los gobernantes a la observación de sus conductas cuando, a través de las redes sociales y de los medios electrónicos alternativos, asoma una nueva figura que Rosanvallon llama “el pueblo controlador” que denuncia y coloca en cuestión las verdades establecidas, las versiones de los gobiernos y parlamentos y la propia vida personal de los líderes.
Sin embargo el proceso de desideologización, los cambios sociológicos de la estructura social, el poder de las redes y el nuevo espacio de los sujetos en ellas, termina por debilitar el rol de los partidos políticos, con lo cual declina también el de la oposición política, reemplazados por los descontentos -o indignados- que más que aspirar a tomar el poder, se yerguen en poderes contrademocráticos que se expresan sobre todo mediante manifestaciones callejeras, la mayor parte de las veces autoconvocadas y sin liderazgos visibles, que hacen retroceder a los gobiernos o los obligan a introducir modificaciones en las decisiones o incluso a cambiar completamente su hoja de ruta y el programa con el cual ganaron la contienda electoral.
Junto a ello, de manera natural se instala, en todos los regímenes políticos, un excesivo peso del poder ejecutivo, una “presidencialización” del poder y de las democracias, lo cual debilita la representación, que se sustentaba sociológicamente en cuerpos, clases, los que al escoger sus representantes conferían el grado de pluralidad en que se sostiene la legitimidad del sistema.
En una reciente entrevista, Rosanvallon señala que hay dos orígenes del desencanto, uno social y otro institucional. El origen social es el aumento de la desigualdad la que es muy profunda porque el capitalismo se transformó, y también cambió el vínculo entre el capitalismo financiero y el capitalismo industrial. El institucional, se debe a que la democracia no está cumpliendo con la promesa de que cada cual encuentre su
lugar en la sociedad.
Esto provoca el advenimiento de la “sociedad del desencanto y de la desconfianza” que nos rodea, que él busca caracterizarla en sus dimensión científica – colocando por sobre el paradigma del progreso permanente de la modernidad el paradigma del riesgo y por tanto también de la búsqueda -, en su dimensión macroeconómica – el mundo económico se vuelve cada vez menos predecible – y en la sociológica – ya que disminuye la confianza interpersonales en nuestras sociedades.
Esta desconfianza generalizada se manifiesta, hoy, en primer lugar, frente a los políticos y los gobernantes. Pero, y aquí la novedad de su elaboración, la erosión de la confianza puede ser vista no tanto como un fenómeno nihilista sino como una compensación de una desconfianza que se articula, mediante prácticas informales e institucionales, y que configuran lo que Rosanvallon llama una “contrademocracia”, aquella que nace de la sociedad civil y se coloca frente a la democracia del estado con exigencias mayores: las de una democracia exigente.
La contrademocracia la define como la democracia de la desconfianza frente a la democracia de la legitimidad electoral. Pero no se trata de lo contrario de la democracia en general, sino más bien de una forma de democracia que se contrapone a la otra. No es tampoco la versión liberal de la desconfianza; es una vía democrática de la desconfianza, en el sentido de que implica velar por que el poder sea fiel a sus compromisos, porque no se autonomice de la sociedad y responda efectivamente al interés general.
Esta contrademocracia, o conciencia crítica del deber ser de la democracia, se despliega mediante una serie de poderes que constituyen el ejercicio indirecto de la soberanía; no tienen ni pueden tener una expresión constitucional, son más bien informales, y se manifiestan sobre todo por sus efectos, porque pueden, en determinados momentos de explosión social, colocar en cuestión la legitimidad y la estabilidad del sistema.
Como dice el filósofo francés Claude Lefort, – que definió la democracia como el régimen político donde el poder es un lugar vacío, inacabado, siempre construyéndose donde se alternan las opiniones y los intereses divergentes – la sociedad democrática se apoya en ausencias, fallas, sustituciones y ficciones; por otro lado, es una “sociedad histórica”, atravesada por la contingencia y en la que el sentido de sus principios y sus instituciones es el resultado de un debate que está abierto.
Si la democracia se apoya en ficciones y sustituciones, su historia está y estará marcada por sucesivos desencantos: el que enfrentamos actualmente se origina en la desacralización del pilar que desde hace más de dos siglos determina su legitimidad: la estructura electoral -representativa, lo cual produce, más allá de ella, la emergencia de nuevos actores e instituciones.
Por tanto, como bien lo señala la politóloga Rocío Annunziata, para Rosanvallon, el desencanto no es un factor paralizante ni negativo del quehacer social, es más, lejos de paralizar la democracia la expande, y es comprendiendo el sentido de esta complicación, advirtiendo cuáles son los principios que vienen a cristalizar los actores e instituciones emergentes, exigiendo a la democracia que contemple todas sus dimensiones y que las integre en un conjunto articulado, que “lo podemos tornar motor en lugar de freno”.
El desencanto no es la perversión de la democracia sino lo que lleva a los sujetos sociales individuales del “malaise”, como los ha llevado en el pasado, a ensayar nuevas formas de organizar la sociedad.
Esto porque Rosanvallon aborda las transformaciones políticas contemporáneas desde la perspectiva de la “complicación de las democracias” dado que hoy, en la sociedad digital, se expanden las actividades ciudadanas y, por ende, surgen nuevas formas de legitimidad más allá de la “democracia electoral-representativa” que ha sido el eje de la democracia moderna.
Las formas de legitimidad responden también a las nuevas formas de la actividad ciudadana que actúan completando el ejercicio de la soberanía del pueblo más allá del acto electoral. Como señala Rosanvallon, hemos ingresado en una nueva era de la identidad, ligada al desarrollo de un individualismo de singularidad, relacionado con la complejización y heterogenización del mundo social, así como también con las profundas mutaciones del capitalismo, todo lo cual resulta difícil de representar por los instrumentos de una sociedad simple.
Ello implica que el individuo-historia, necesariamente singular, se ha superpuesto así al individuo-condición, más bien identificado de manera estable con un grupo, constituido en torno de una característica central. Por tanto, hoy representar situaciones sociales se vuelve entonces necesario, mientras que antes solo se trataba de representar condiciones sociales.
Para los ciudadanos, la falta de democracia significa no ser escuchados, ver que las decisiones se toman sin consulta, lo cual va mucho más allá del dato ciudadano/electoral constituido en el momento único de la elección de los gobernantes y de los representantes. Debe abordar lo que Lumhann llama la “institución invisible” que es la confianza y donde el ideal democrático progresa complejizando las instituciones y los procedimientos a partir de que el “pueblo” ya no es solo una población que adquiere una mayoría de edad para ejercer la ciudadanía, sino es también una dimensión histórica que debe ser permanentemente considerada en el ejercicio del poder.
Lo que aparece como más democráticamente legítimo en la elaboración de Rosanvallon, es que el poder escuche las experiencias singulares, que tenga en cuenta las especificidades de cada situación. A los ciudadanos les importa cada vez más escuchar que la decisión que finalmente se toma con respecto a su caso los tome en cuenta; no quieren que su situación singular sea ignorada por la abstracción de las reglas.
El progreso democrático implica hoy complejizar la democracia mediante la multiplicación de los registros de expresión de la voluntad general, la ampliación de los términos de representación y el establecimiento de formas plurales de soberanía.
La calidad de la democracia es la esencia, mas allá incluso de las mediadas normativas que se utilicen para ampliar la participación electoral de los ciudadanos, y ella depende de la presencia permanente en la vida pública de las realidades que viven los ciudadanos y del aseguramiento de sus derechos.
Democracia, por tanto, no significa solo soberanía popular, deliberación pública, designación de representantes; democracia también significa atención a todos, consideración explícita de todas las condiciones.
Esto implica, como lo señala Rosanvallon, desarrollar una representación narrativa junto con la clásica representación-delegación . No ser representado, dice Rosanvallon, es, en efecto, ser un invisible en la esfera pública, que los problemas de su vida no sean tenidos en cuenta y discutidos.
Este proyecto de una democracia narrativa es también un medio para construir una sociedad de individuos plenamente iguales en dignidad, igualmente reconocidos y considerados, que puedan hacer sociedad común. Una mayor visibilidad y una mayor legibilidad conducen además a mejorar la gobernabilidad de la sociedad y las posibilidades de reforma. Para Roanvallon, una sociedad con un déficit de representación de sí misma oscila, en efecto, entre la pasividad y el miedo. Tiende a estar dominada por el resentimiento, que combina la cólera y la impotencia, y no puede pensar concretamente en la acción sobre sí misma.
Rosanvallon advierte que cuando se ocultan las realidades, se dejan las vidas en la oscuridad, los prejuicios y los fantasmas gobiernan la imaginación. Esto también es lo que alimenta la desconfianza y los temores. Cuando los individuos se ignoran, los mecanismos de repliegue y de «guetización» se multiplican. Una sociedad no puede desarrollar mecanismos de solidaridad y de reciprocidad si no hay un cierto grado de confianza en su seno
Por ello, Rosanvallon plantea nuevas vías de la legitimidad democrática. Estos nuevos canales corresponden a enfoques de la generalidad democrática que atenúan la consumación de su expresión electoral-mayoritaria tradicional, que busca encontrar el sentido de una voluntad general entendida como expresión unánime de la sociedad. Agrega que dos nociones pueden ayudarnos a avanzar en esta dirección: la de imparcialidad y la de pueblo-principio. La imparcialidad refiere a una definición negativa de la voluntad general. Una institución imparcial es una institución de la que nadie, ningún grupo de interés, partido político o individuo en particular, puede apropiarse. El poder democrático de todos se presenta en este caso bajo las formas del poder de nadie.
El pueblo-principio refiere al hecho de que «el pueblo» no es solo una población, sino que también tiene una dimensión histórica. El poder de todos se define aquí como el poder de cualquier persona , es decir, de todos los individuos que tienen el derecho a tener protegidos sus derechos. En este enfoque abierto por Rosanvallon, los factores emocionales juegan hoy un rol importante. La compasión y la empatía adquieren un rol central en la vida política: hoy se despliega toda una nueva gestualidad del poder tendiente a mostrar la empatía que los gobernantes son capaces de tener con los gobernados, a mostrar cómo pueden comprender la singularidad de la experiencia de los ciudadanos concretos.
Rosanvallon plantea que estamos frente a nuevas formas de ser considerado legítimo desde un punto de vista democrático, que no tienen que ver solo con la consagración en las urnas y los partidos políticos. Pero estas formas se basan en cualidades, que no están adquiridas de una vez y para siempre, sino que deben ser probadas de manera permanente en la conducta y la acción de las instituciones. Se trata de formas de legitimidad que apuntan a la durabilidad, pero al mismo tiempo son precarias, requieren que la sociedad perciba a las instituciones o comportamientos que las encarnan como imparciales, reflexivos o próximos. Estas tres nuevas figuras de la legitimidad democrática componen un proceso de “descentramiento de las democracias”, es decir, de pérdida de centralidad de su dimensión electoral-representativa, y sus instituciones conforman la “democracia indirecta” como una parte del régimen político, que viene a compensar los límites y desencantos de la democracia electoral-representativa para ir más allá del conflicto subjetivo y partidario y de las formas de decisión mayoritarias.
Sin embargo, no hay que perder de vista la separación que crean los contrapoderes entre la sociedad civil y la esfera del gobierno dado que estos se distancian de las instituciones, las rechazan. Debilitan de este modo a los gobiernos a los que dirigen sus demandas y degradan comunicacionalmente a los políticos. En este tipo de transformación de la legitimidad democrática aparece, entonces, el rechazo de toda política como “politiquería”. El poder, la política, se presenta como el espacio de los enfrentamientos inútiles y negociaciones entre partidos y con ello se reduce en extremo el prestigio de la política, de los políticos y su propia legitimidad.
Pero la elaboración de Rosanvallon va más allá de las corrientes que han criticado la visión de la democracia centrada exclusivamente en los procedimientos agregativos electorales, como las llamadas “teorías de la democracia participativa” y las “teorías de la democracia deliberativa”.
Como señala Rocío Annunziata la concepción de Rosanvallon es una teoría de la democracia participativa, porque hace de la actividad ciudadana una dimensión ineludible de la democracia frente a cualquier idea del “gobierno de los políticos”, pero va más allá porque llama la atención sobre el abanico de formas en las que los ciudadanos se involucran y actúan en el mundo contemporáneo, aún sobre las que tienen efectos impolíticos; y porque permite reconocer en algunas formas de participación específicas, como los dispositivos participativos, las necesidades democráticas de un tipo de conducta de los gobernantes, llamados cada vez más a crear canales de atención de la singularidad de la experiencia de los ciudadanos.
Muy interesante es la visión de Rosanvallon que hay que pasar de la democracia de la autorización, de la delegación a la democracia del ejercicio, de lo contrario nuestros regímenes pueden llamarse democráticos, pero aun así no somos gobernados de manera plenamente democrática y este es el gran estímulo que alimenta el desencanto y el desconcierto contemporáneos
De ahí, la necesidad urgente de ampliar la democracia de autorización a una democracia de ejercicio. El objetivo es determinar las cualidades que se esperan de los gobernantes y las reglas positivas que organizan sus relaciones con los gobernados
Ellos dan también pleno sentido al hecho de que el poder no es un simple instrumento sino una relación, y que son entonces las características de esta relación las que definen la diferencia entre una situación de dominación y una simple distinción funcional, dentro de la cual se puede desarrollar una forma de apropiación ciudadana del poder.
Junto a ello, Rosanvallon, despliega el concepto de la democracia de la confianza. La confianza la entiende como una «institución invisible», cuya vitalidad ha tenido una importancia decisiva en la época de la personalización de las democracias. Construcción de una democracia de confianza y de una democracia de apropiación son las dos claves del progreso democrático en la época presidencial-gobernante.
Por ello, para Rosanvallon, esta es verdaderamente una segunda revolución democrática la que debe operarse en esta perspectiva, después de aquella que constituyó la conquista del sufragio universal.
Rosanvallon define a la democracia como conflicto y como consenso al mismo tiempo. Pero, a la vez, la define como un proyecto nunca cumplido plenamente y, por tanto, ve la democracia no como un modelo o varios modelos sino como un conjunto de experiencias inacabadas y multiplicadas La democracia es régimen político, forma de gobernar, actividad ciudadana y forma de sociedad y, además, es plural y compleja en cada una de sus dimensiones.
El ideal democrático, para Rosanvallon, solo puede progresar complejizando la democracia, tanto sus instituciones como sus procedimientos y las modalidades de expresión de la sociedad. Por el contrario, los poderes de la simplificación son los que tienden a corromper ese ideal pretendiendo completarlo
Los desafíos son múltiples. La democracia de Rosanvallon es exigente, el desencanto es una positiva complicación. Como ideal, es subversiva, y como práctica teórica, debe ser la que crea las condiciones hegemónicas, culturales, del cambio permanente en una sociedad compleja, diferenciada, global, que ya no es analizable solamente a través del pensamiento lineal, de lo bueno y lo malo, del orden y de la crisis, como conceptos contrapuestos, ya que de la crisis puede surgir también un nuevo orden.
Antonio Leal es sociólogo, Dr. en Filosofía y Director Escuela de Sociología, U Mayor