Por Fernando de la Cuadra y Newton Albuquerque.- Hace unos pocos días el Ministro de Defensa del gobierno de extrema derecha, General Braga Netto, presionó por medio de un importante interlocutor político al presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lyra, condicionando la realización de las próximas elecciones de 2022 al regreso del voto impreso y auditable. En Brasil, la urna electrónica se encuentra operando desde el año 1996. La información recogida señala que Braga Netto habría advertido “a quien se interesase” que no habría elecciones en 2022 si no hubiese voto impreso y auditable.
Ahora el Ministro niega haber efectuado esta amenaza, luego que los diversos representantes de los otros poderes del Estado han denunciado esta maniobra de tono claramente golpista. Lo que revela este episodio -aparte de evidenciar la esencia conspiradora de muchos miembros de las Fuerzas Armadas-, es el ambiente de desesperación que ronda en la esfera palaciana. Con el nivel de reprobación aumentando sostenidamente, el ex capitán está utilizando todos los recursos y subterfugios para, en primer lugar, evitar la consumación del proceso de impeachment y, seguidamente, poder llegar a las elecciones venideras con alguna posibilidad de vencer.
En efecto, las últimas encuestas de intención voto revelan que el ex presidente Lula da Silva podría vencer fácil en la segunda vuelta de las elecciones que se realizarán el próximo año. Según un estudio reciente realizado por el Instituto Datafolha, en una disputa entre Lula y Bolsonaro, el primero obtendría el 58% de las preferencias de los electores sobre el 31% de Bolsonaro. Por lo mismo, luego de conocidos estos resultados, el mandatario ha comenzado una campaña agresiva para intentar cambiar el escenario, invocando inclusive el atentado que sufrió hace casi 3 años. También está apelando a la clásica maniobra de recorrer el país inaugurando instalaciones inconclusas para proyectarse y promoverse como un mandatario preocupado por la construcción de obras que mejoren la infraestructura nacional.
Sin embargo, el ex capitán no solamente ha ido perdiendo el apoyo de la población, sino que también de significativos sectores de la prensa, el empresariado y la clase política. Para recuperar el apoyo del llamado “centrão” (en realidad un conglomerado de partidos de derecha) ha nombrado como Jefe de la Casa Civil (Ministerio del Interior) a un representante de sus filas. Si este grupo de partidos le van a seguir dando apoyo a Bolsonaro luego de esta señal de acercamiento es una cuestión que todavía está por verse. Expresión máxima del fisiologismo político (dar para recibir), el centrão es un ente gelatinoso que puede mudar de orientación según los vientos que soplen; su propósito siempre ha sido obtener beneficios del gobierno de turno, sea este de derecha, centro o izquierda. Así lo ha hecho desde los tiempos de la redemocratización en 1985, desde José Sarney hasta ahora, pasando por Fernando Collor, Fernando Henrique Cardoso, Lula y Dilma Rousseff.
Con relación al empresariado y el sector financiero, el gobierno ha tratado de responder a las aspiraciones de estos sectores, congelando literalmente el salario mínimo y proponiendo una reforma tributaria que alivia la carga impositiva de las grandes empresas. El drama del desempleo ya alcanza casi un 15 por ciento de la población económicamente activa, lo cual representa a 14,8 millones de personas sin trabajo y 33.3 millones en condiciones de subempleo. Esta situación implica un enorme desgaste para el gobierno que, apostando en la inmunización de rebaño, atrasó de una manera irracional el proceso de vacunación de la población brasileña y, consecuentemente, comprometió el despegue de la actividad económica. A pesar de que los indicadores de la economía han mostrado algunas señales positivas, el desempleo no ha reaccionado en la misma medida y, por el contrario, continúa aumentando a niveles que no se observaban hace décadas.
Por otra parte, la inflación sigue con su espiral ascendente y la pérdida del poder adquisitivo de las familias de los desempleados e incluso de los trabajadores es un dato indesmentible. Muchas de ellas tienen que acudir a la ayuda de organizaciones filantrópicas y sociales para conseguir sustentar la alimentación diaria.
Y quizás si lo peor, las expectativas de inversión externa -que ya eran escasas- sufren un deterioro en sus perspectivas dado el aislamiento internacional creciente del gobierno Bolsonaro tanto por el alineamiento unilateral a los Estados Unidos combinado con el abandono del multilateralismo diplomático, como también por el desprecio en reforzar los lazos económicos y comerciales con América Latina y con el eje Sur-Sur incrementados desde el proceso de redemocratización del país. Aislamiento internacional que se ve tonificado por la desestructuración de las políticas ambientales e indigenistas, abriendo un escenario pavoroso de ataque al medio ambiente y a los pueblos originarios y a su rico legado de aportes culturales, saberes e identidad, lo que ha suscitado denuncias de organizaciones no gubernamentales, de miembros de la Iglesia Católica y de diversas entidades de Derechos Humanos, junto a las instancias y a la jurisdicción internacional, incluyendo el Tribunal Penal Internacional, transformando a Brasil en un paria internacional, completamente marginalizado de los más relevantes debates e iniciativas globales.
En fin, el gobierno Bolsonaro, cada vez más asume una apariencia autocrática, cautivo a una retórica de guerra cultural, de apelación obcecada a un sistema de creencias fundamentalistas, odiosas, incapaz de entablar una disputa de ideas y de construcción hegemónica frente a la diversidad pluralista de la sociedad civil brasileira. Nada tiene que ofrecer a no ser sus amenazas permanentes, la degradación del lenguaje y los valores democráticos y republicanos en plena sintonía con el modelaje neofascista del “enemigo” que debe ser destruido. En ese ímpetu, siquiera esboza la mínima apetencia para las cuestiones cotidianas de la gestión administrativa, por eso se consume en el caos y el desorden.
Moldado para la guerra, para la destrucción pura, fomentando clivajes profundas al interior de la institucionalidad, Bolsonaro se agarra a su última alternativa de legitimidad política: el fetichismo de las formas religiosas de consciencia manipuladas por las iglesias neo-pentecostales y su Teología de la Prosperidad; al mismo tiempo que busca recuperar las fórmulas reaccionarias de un nacionalismo de fachada, útil para movilizar los estratos de su militancia digital en contraposición a un supuesto comunismo insidioso, este presumidamente metamorfoseado en capilaridad cultural “gramsciana” omnipresente en todos los poros de la sociabilidad brasileña.
O sea, el bolsonarismo se refugia en los aparatos de la guerra ideológica, de la represión militar y policial y en las industrias de la teología de la prosperidad, donde sólo le resta la retórica de la pulsión de muerte, del irracionalismo místico de la fe y de la apología fálica a las armas y la violencia gratuitas. Su declinio continúa en las redes sociales como resultado de las revelaciones divulgadas por la CPI de la Pandemia, el desvelamiento de las negociaciones realizadas y acometidas a expensas de la muerte de más de medio millón de personas. A ello se suma la percepción generalizada de que existen vínculos profundos entre el gobierno y las milicias territorializadas en un evidente asalto a la soberanía del Estado, lo cual ha puesto al gobierno Bolsonaro en una situación riesgosa y defensiva.
Los desafíos de la izquierda: Por una agenda de resistencia y unidad
En ese contexto, cabe a la izquierda densificar ese aislamiento, crear divisiones en la coalición gobernante y establecer una fuerte unidad popular que se traduzca en la vida diaria y, consiguientemente, en las elecciones y disputas institucionales. Tal unidad de los “de abajo” es el único camino posible para vencer a este gobierno grotesco e incapaz, para de este modo avanzar hacia el indispensable desbloqueo de las instituciones y de la Constitución de 1988, transgredida desde el golpe de 2016 contra la presidenta Dilma Rousseff.
Entonces, el primer paso es derrotar a Bolsonaro y después desarmar todos los obstáculos esparcidos en el tablero estatal que clausuró las instituciones para consagrar la efectividad de los derechos sociales, especialmente luego de la aprobación de la Enmienda Constitucional 95 efectuada por el gobierno de Michel Temer que limitó los repases presupuestarios para las áreas de educación, salud, habitación, seguridad social, etc. Bolsonaro es en verdad el fruto más decrépito del momento lógico de este desdoblamiento de la contrarrevolución antidemocrática, de la imposición de un nuevo ciclo de acumulación primitiva del Capital solicitado por los movimientos geopolíticos de los Estados Unidos en su lucha contra China y por la crisis global del metabolismo neoliberal.
Este proceso encuentra en las clases dominantes brasileñas su brazo ejecutivo interno volcadas para el desmonte del Estado y de la economía industrial brasileña. La superación del bolsonarismo demanda la superación de los procesos anteriores que lo formatearon, la retomada del rumbo institucional instaurado por la Constitución de 1988, y de una praxis anticapitalista por parte de la izquierda brasileña que haga frente a la profunda crisis de sentido del capitalismo global y de sus influjos sobre Brasil.
La derecha brasileña siempre fue muy fuerte, no obstante, es posible apreciar una cierta fragilidad de sus aparatos ideológicos, dada la incapacidad de estructuración de un campo hegemónico de ideas. Por eso, su matriz de dominación casi siempre fue erguida bajo bases autocráticas, teniendo en las fuerzas armadas como el principal sustento de los regímenes institucionales que se desarrollaron a lo largo de una historia repleta de golpes blandos o explícitos. Salvo el Integralismo, el udenismo de Carlos Lacerda en los años 50, Jânio Quadros en los 60, Collor en los 80/90, la derecha buscó casi siempre valerse del ejercicio directo de la coacción como instrumento calificado de construcción de su poderío sobre las mayorías.
Pocas veces tuvo éxito una movilización activa de la población, cuando mucho, amplificó el “consenso” para ciertos estratos de las capas medias, sobre todo después de la modernización conservadora de la economía, sin permitir la incorporación de la mayoría de los ciudadanos al mercado interno. Bolsonaro pretende ser diferente, estableciendo un tipo de fascismo a la brasileña, pautado en la convocación continua de masas digitales en un llamamiento explícito a la acción directa de sus militantes, así como por la desconsideración de los mecanismos representativos de la democracia liberal. Con todo, tal movilización hecha por medio de la autoridad de Bolsonaro se ancló en su imagen de hombre común, simple, tosco como el hombre-masa, legitimándose como la antítesis del político profesional, rehén de las liturgias retóricas y del arte fluido de la negociación.
Negador de la política, de las mediaciones institucionales, partidarias, Bolsonaro se limitó a esgrimir en su campaña electoral mensajes demagógicos con sesgo moralista, al tiempo que fustigaba las banderas comportamentales, sexuales, identitarias, bajo el argumento de que estas serían amenazas a las mayorías y a los valores sagrados de la familia, de la religión. En ningún momento, el bolsonarismo expuso una agenda económica clara, y ni siquiera formuló un proyecto de Estado, resumiéndose a alentar un “enemigo” schmittiano para ser debelado. Simultáneamente a todo eso, y en conjunto con la media empresarial, Bolsonaro lanzó sospechas sobre los vínculos entre el dirigismo estatal, el mercado y la corrupción, excluyendo de sus preocupaciones toda y cualquier relevancia de la política económica en consonancia con el neoliberalismo. La despolitización completa del mundo, receta clásica del despotismo totalitario de la extrema derecha, permitió desplazar el debate institucional para el plano de las intenciones personales, morales, individualistas.
En ese sentido, cabe a la izquierda, principalmente al Partido de los Trabajadores (PT), en medio de la crisis que afecta la credibilidad del gobierno Bolsonaro -minado por las denuncias de escándalos de corrupción y propinas-, funcionar como instrumento de politización en la presente coyuntura de debilitamiento del bolsonarismo y de pulverización momentánea de la derecha, elevando la calidad del debate público. El enraizamiento del PT junto a la clase trabajadora, el liderazgo de Lula cristalizado en cuarenta años de trayectoria de luchas y organización partidaria, sindical y asociativa ininterrumpidas en el escenario brasileño, necesitan ser activados en el combate a la extrema derecha.
Es indispensable, entretanto, que el PT consiga romper con la propensión institucionalista que desequilibró su acción frente a los sucesivos gobiernos de 2002 a 2016 que condujo al partido hacia una desconsideración de la estrategia socialista y, por consiguiente, de la disputa contra-hegemónica con la derecha. La táctica electoral de “paz e amor”, del método aritmético de la suma aleatoria de las fuerzas políticas y sociales, por el contrario, sólo condujeron a derrotas estruendosas en el presente cuadro de enfrentamiento con la derecha. La izquierda no debe, ni puede, en la actual coyuntura, presentarse apenas como una fuerza gestora de lo instituido, defensora de la estabilidad, del conformismo político y cultural.
Más que nunca, le corresponde al PT como principal partido de la izquierda brasileña vertebrar un Frente de Izquierda junto con el PSOL, PC do B, PCB, etc., que sea capaz de unificar, organizar a los trabajadores y a los sectores populares para las luchas de combate frontal al bolsonarismo, incluyendo los ineludibles enfrentamientos culturales; pero también en el ámbito electoral, institucional, integrando diversos movimientos, realizando desplazamientos de fuerzas en una articulación desde fuera hacia dentro del poder del Estado. Calibrar las calles, saber tejer iniciativas comunes con demócratas en general en la defensa de la Constitución y de los derechos y garantías materiales y formales del Estado Democrático de Derecho, aislando a Bolsonaro y sus acólitos, sin perder la sinergia con la radicalidad de los valores socialistas, anticapitalistas, del impulso a la indignación de la juventud, de las mujeres, de los negros, de los pueblos originarios, del movimiento LGBT’s, son las tareas nada simples, colocadas a la izquierda brasileña en este momento histórico.
En ese sentido, la candidatura de Lula no es aún el centro de la acción política de la izquierda, aunque si de las luchas por la derrocada del gobierno neofascista de Bolsonaro, la consolidación de un bloque histórico de agrupamientos operarios y populares en torno de un programa de izquierda, claramente socialista y, por eso mismo, profundamente democrático, republicano. La disputa por la salida de la crisis estructural pasa necesariamente por la definición de los responsables por ella, del establecimiento de quién pagará la cuenta de los abusos practicados desde el advenimiento del golpe de 2016.
Sin vencer ese debate, modificando la correlación de fuerzas en la vida social, poco podremos obtener en la esfera electoral, parlamentaria, pues el éxito del bolsonarismo como movimiento de masas digital se debe a la insatisfacción con los rumbos y límites de una institucionalidad capturada por el Capital y por su lógica de secuestro de los partidos de mercantilización de la vida y de la retirada de los derechos ciudadanos. Conectar las luchas inmediatas contra el bolsonarismo con la construcción contra-hegemónica socialista es crucial, sin lo cual no conseguiremos huir del cerco impuesto a la izquierda por el capitalismo financiero, este cada vez más descomprometido con las conquistas civilizatorias legadas por el liberalismo y por las democracias modernas.