Por Gonzalo Rojas Canouet.- (Para Emilia por sus balbuceos y para Josefa que ya habla de corrido) Hace semanas, en el contexto de las discusiones dentro de la Convención Constitucional en Chile, hubo una polémica creada por una constituyente que solventa su vida por lo que grita, Teresa Marinovic, al pronunciarse en contra del uso del habla en mapudungun de la presidenta de la Convención, Elisa Loncón. La polémica en sí no tuvo ninguna gracia, tal como varias cosas que merodean las acciones que suceden dentro de ese lugar, en especial el griterío fofo de si almuerzan en las escaleras, los gastos de asesores, si tienen o no los materiales de trabajo, en fin. Lo que me interesa es lo que está fuera de esa polémica. Marinovic, más allá de su interpelación de si Loncón habla en otra lengua, que no es una proveniente del extranjero, es que es esa lengua vista en menos. Es la mirada del desprecio hacia el otro, pero también es que desde el hablar en mapudungun, es lo que se proyecta en la mínima visión de la Constituyente Marinovic, es que no le interesa entender ni esforzarse por lo que habla Loncón: es la reducción implícita que se inmiscuye para interpretar malintencionadamente, que es una india que habla mal.
Pongo este hecho para pensar sobre lo que es hablar mal, sobre todo en este tiempo que vivimos: en las fronteras de cambios de paradigmas que vivimos en donde suenan frotaciones de placas tectónicas antiguas con las nuevas, el lenguaje en todas sus formas, es la masa que se cuaja por sobre todas las fisuras que el viejo mundo se despoja para acomodar las nuevas placas de formas de decir en este nuevo mundo que se avecina. Entiendo que confluyen no una revolución, sino en varias (feminismos, etnicidades, mestizajes, disidencias, clases sociales, entre otras): nuestra quiltra forma de ser está hablando. Es un Chile que como se ha dicho muchas veces, está saliendo de la adolescencia y comienza a hablar como un adulto: es la capacidad, más que la discusión adultocéntrica, es tener conciencia de lo que se dice. Roger Daltrey, un adolescente en ese tiempo, con The Who, tartamudeaba en el coro de la canción My Generation, intentando decir que una generación completa no puede hablar de corrido: llevamos generaciones completas de tartamudeos y lo seguiremos haciendo pero en las fisuras del lenguaje del hablar bien, se filtrará de a poco nuestro hablar mal, letra a letra, palabra a palabra, irá incomodando cada vez más. Por eso que cuando hoy, cada grupo habla, impugna lo vertical de la elite que por generaciones nos han infantilizado. Las redes sociales funcionan como síntomas de lo que digo: cada uno habla lo que quiere y quiere ser interpretado e interpreta lo que quiere. Se aumentan los discursos. Muchas veces no tienen ningún sex appeal y se transforman en textos a discutir.
Lo que me gusta de todo este torbellino de gritos, es el lenguaje. Cómo nunca dejó de ser un arma de propaganda sino más bien es una máquina de guerra que bien decía Deleuze. Entiendo que esta máquina hay que detectarla en su centro discursivo, ya que hay máquinas y máquinas: unas destartaladas y otras relucientes de potentes discursos. La máquina de guerra parecida al caballo de Troya son las más atractivas, las que desde el camuflaje de lo que dicen, esconden y ponen en jaque a lo vertical: desde nuestra habla quiltra se desajusta y fisura a la máquina de poder. Por primera vez que en Chile el hablar mal es dueño del fuego y arderá lo que la norma del hablar bien ha impuesto nuestra forma de ser. La gracia de todo esto no es que hablaremos de una manera, sino de muchas. Hablaremos mal en chileno, sacando el jugo a todas las hablas posibles.
Nuestra literatura ha puesto en la mesa este hecho que malamente he estado hablando. Subo dos cartas a la mesa: Diamela Eltit y Claudia Rodríguez. Ambas rescatan ese hablar mestizo como pulso de un silencio violento de la elite. Nuestro hablar mal podríamos pensarlo como un efecto en nuestros cuerpos. Cómo han sido moldeados desde la dulce patria hacia abajo es que hemos construido nuestro hablar. En esa reciprocidad violenta, estas escritoras plasman nuestra forma de ser como efecto del despojo de estar en un país como este. Las formas correctas, finas, serias de lo que hemos sido educados serán impugnadas. Quizás nos duelan y alarmen los sin respetos, es parte del griterío y de estos momentos de estar con la bala pasada. Nos pasaremos quince paraderos y nos importarán todas las hectáreas de lo que sea. Es el pulso de estos tiempos que esta escritoras lo han venido haciendo hace mucho tiempo. Lo detectaron e hicieron una estética de esta manera que nos representa: no es grato que sus voces hablen así, pero es un diagnostico desde el lenguaje de cómo somos y de los daños que el poder ha ejercido sistemáticamente en nuestro deambular de generaciones tras generaciones.
En la serie Charly Brown, los niños que conversan en la sala de clases, en donde resuelven, comentan sus afectos y toman decisiones, la profesora habla con una voz ininteligible. Eso somos hoy. Al poder que ya no lo tiene, no tiene voz, no le alcanza para hablar mal. Es una voz mareada que nadie entiende. Una ameba en el agua. Mientras nosotros, resolvemos –equivocados o no- lo que queremos ser. Estamos hablando como pensamos hablar, mirando todo el torbellino de la realidad. Mientras tanto los profesores están golpeando la puerta para poder entrar a la sala de clases.
Gonzalo Rojas C. es Dr. en literatura y docente de la licenciatura en Lengua y Literatura en la UAHC