Por Pedro Barría Gutiérrez.- Chile es un prolífico laboratorio político. Hemos sido sufrientes actores, espectadores o víctimas de experiencias políticas e ideológicas totales que nos han dividido profundamente. Muchos han sufrido la violación de sus derechos humanos, perdiendo la vida, la libertad, la integridad física y psíquica y, en definitiva, la dignidad (último refugio de la personalidad). No siempre todos hemos sido tratados como personas -sujetos pensantes y sintientes-, sino como objetos, conejillos de indias.
Debemos rebelarnos con un contundente nunca más. Es paradojal que, a pesar del sufrimiento de millones, no haya surgido una cultura política basada en los derechos humanos, aceptada, cumplida y respetada universalmente y socializada políticamente desde la familia, la escuela, las universidades, los medios de comunicación, las iglesias, las instituciones y los partidos políticos.
La inexistencia de esa cultura política quedó de manifiesto en los violentos ataques, humillaciones y vejámenes sufridos por la constituyente Giovanna Grandón, conocida como la Tía Pikachu, el viernes 8 de octubre pasado en Plaza Italia. Aparte de agresiones físicas, fue motejada como “amarilla” y con otros epítetos. Pero no fue acertada su reacción cuando dijo estar muy dolida, porque las agresiones provenían de sus “iguales”, como si esas agresiones fueran legítimas contra los “no iguales”. Por su parte, imprudentemente la Presidenta de la Convención condenó esos ataques por afectar a quien “ha votado siempre a favor del pueblo”, como si no hacerlo permitiera transformar al díscolo en víctima de similares estropicios.
¡Cuidado! La Presidenta de la Convención como figura nacional, pedagoga además, debería pensar que sus actuaciones son “modelos” para niñas, niños y adolescentes en formación. ¿No repara en el rol pedagógico de su liderazgo? Es imprescindible para la democracia y los derechos humanos que ambas personeras declararan que nadie, pensare como pensare y actuare como actuare, puede ser víctima de agresión alguna. Esto es fundamental en redactores de una Nueva Constitución, una de cuyas funciones principales es la protección de los derechos humanos de todas y todos. Afortunadamente, discrepó de su Presidenta el abogado Jaime Baza, quien dijo que había que condenar la violencia al margen de la identidad de las víctimas y de los victimarios.
Este episodio muestra el grado de intolerancia y agresión actual. Muchos dirigentes, organizaciones sociales y políticas condicionan los derechos de los otros a una adhesión irrestricta a un único catecismo político. Para algunos, no somos todos iguales en dignidad y derechos. Solamente lo son quienes piensan como ellos, sin apartarse “ni un milímetro” del dogma proclamado. Estos maximalistas protestan por las desigualdades y abusos de poder, incurriendo ellos en remedios peores que los males que pretenden erradicar. Ello hace dudar si lo que pretenden es erradicar los abusos y las desigualdades o pasar de ser abusados a abusadores.
La violencia es un atentado a la igualdad en que se fundamentan la dignidad y los derechos humanos. La violencia atenta contra la igualdad porque la dignidad intrínseca de las personas –intrínseca pues su único fundamento es la pertenencia a la especie humana– constituye el fundamento esencial de los derechos humanos. La violencia, cualquiera sea su forma, política, familiar, social, económica o cultural, constituye un atentado a la igualdad y dignidad de las víctimas.
La violencia es un abuso de poder en contra de un vulnerable. La persona violenta despersonaliza a su víctima reduciéndola al carácter de objeto de su imposición y dominación. Esto ocurre en toda violencia: el castigo físico a los hijos, la violencia intrafamiliar, la emergente violencia vial y, por cierto, la violencia por causas políticas, ideológicas, étnicas y religiosas. La erradicación de la violencia solamente puede ser efectiva a través de una profunda revolución que dé origen a una cultura política de los derechos humanos, construyendo una convivencia armónica y no polarizada como la actual. No basta con desarmar las manos si no se desarman las mentes y los corazones. Como tantas veces dijo el Cardenal Silva Henríquez hay que desterrar el odio, antes que el odio mate a Chile.
La Constitución italiana de 1948 tuvo el coraje moral de señalar que Italia repudia la guerra. Deberíamos ser capaces de sentir sinceramente eso y escribir en la nuestra el mismo repudio y agregar el de la violencia en todas sus formas. La dignidad es consustancial a los seres humanos. No depende de ninguna condición. Abarca a todos, al margen de su origen étnico, sexo, condiciones sociales, pensamiento, ideología, religión o cualquier diferencia. Ciertamente todos los seres humanos no somos iguales en fortuna, educación, creencias, aspecto físico, etc., pero sí somos iguales en dignidad. Esa igualdad en dignidad es la que prohíbe maltratar a los desiguales, vulnerables e indefensos, como se ha realizado en todas las dictaduras y como lo hacen hoy ciertos grupos de este país.
Hemos llegado a ser un país violento en todos los ámbitos. Basta ver las noticias diarias. En este contexto es imposible que imperen los derechos humanos de todos. La conclusión es evidente: una nueva Constitución es una condición necesaria, pero no suficiente para la vigencia de los derechos humanos. Se requiere, además, una cultura política basada en esos derechos y socializada desde la más tierna infancia. Si logramos éxito en esa tarea podremos ser de verdad una comunidad plural, diversa, tolerante y dialogante. En caso contrario, podemos sufrir una libanización, un estado de permanente confrontación.
Pedro Barría Gutiérrez es abogado y mediador. Miembro del Club del Diálogo Constituyente