Por Diego Pérez.- Probablemente después de la vida neoliberal se reinicie una nueva forma de habitar el mundo. No sabemos si a ese habitar podríamos continuar llamándolo «mundo», de hecho; pues, un mundo se hace a partir de una estructura hiperbólica de sentido. No habría que pensar que ese mundo tiene algo que ver, incluso, con el comunismo biopolítico; la postdata comunista nos dejó la siguiente lección histórica: “la revolución comunista es la transferencia de la sociedad desde el mundo del dinero al mundo del lenguaje”.
Una vida postneoliberal, en tanto, tendría que ser una sociedad basada en la elaboración de un lenguaje cuya lógica se enfrente constantemente con las paradojas humanas que se encontraban articuladas entre deseo, cosas y dinero; es decir, el desarme de toda lógica unívoca de sentido mercantil de la deuda como forma de existencia. El sentido debe ser molecular, numeroso, que desarticule la imagen de un mundo exclusivo; el sentido debe proliferar enmascaradamente, debe ser contradictorio. La verbalización de todo individuo tendría que flotar incesantemente, eludiendo la concentración. El hábitat donde convivan los mundos llenos de sentidos.
Sin embargo, la vida neoliberal, la vida de los privilegios materiales y afectivos que se enfrentan cotidianamente con las vidas precarias y desplazadas, posee un sistema inmunológico que se activa cada vez que se ve amenazada la ordopolítica que sustenta la organización de los afectos neoliberales: ese sistema inmunológico se llama fascismo. Generalmente toma la forma de la xenofobia, la homofobia y la aporofobia. Es una suerte de instrumentalización del espíritu restaurador, que se mecaniza, o emerge, cada vez que el aire hace respirar nuestros enclaustrados espacios. Es una suerte de anemofobia. También, una especie de tremofobia. Este espíritu, en la época neoliberal, habita en cada uno de los individuos. Esto quiere decir que el fascismo no tiene el cariz de antaño; el ídolo pastoril que sobreestimula a las masas enardecidas por el pavor y sedientas de cariño, orientadas a restaurar un orden mitológico que luego se transforma en corporación de gobierno, ya no es parte de la representación de nuestro tiempo. Esas figuras dejaron su huella en la memoria cultural de los modos de vidas organizadas en las inconmensurables comunidades imaginadas globales.
Hoy en día, en cambio, el fascismo se hace microscópicamente, habita en el corazón de los individuos desolados, carentes de experiencia de lo común; es el aire de las cosas disueltas, el humor del alma enajenada. La cotidianidad, su maquinidad repetitiva, su fuerza ensambladora, su potencia cuajadora, se reserva como recipiente de la inmunología fascista. La ofensiva fascista no se realiza desde ningún flanco en particular; emerge, aparece, se activa ante las amenazas que alteren la tierra privada, el cuerpo purificado y la cosmética de lo pulcro. Es la suspensión del cuerpo, la exclusión del otro. El fascismo no se vocifera por nadie en especial; es la habladuría residual, circulante, trastabillada, envolvente de las almas en pena que deambulan en el mundo del mercado, las armas y el dinero. Es el cinismo robótico. Es la nueva administración de los bajos placeres, donde no hay transformaciones, no hay mutaciones. Donde la vida se encuentra atada, y no, desatada.
De este modo, en el actual escenario político electoral que vive Chile, el candidato José Antonio Kast no es tan hábil como se cree, ni es el único. De esto da cuenta su discurso de la mentira y el engaño, refinado y sofisticado semánticamente, que no procede desde ningún programa cultural y político elaborado. Todas sus artimañas no son más que reflejos desfondados; es el arquitecto psicoanalítico y digital del repudio popular.
Es un productor de eventos de lo policial. Kast es un subproducto, una secreción, de la verborrea practicada en la imaginación colectiva cooptada por la mentira de la raza y la falacia de los cuerpos superiores. Siempre hay que tener cuidado cuando un pueblo se hace; pues, en su incubación puede que se traspasen genéticas indeseadas o fortalecimientos sobrecargados de odio: tales como el fascismo. Siempre hay que cuidar al pueblo del fascismo. Para eso, el pueblo, debe crear sus propios sistemas inmunológicos espirituales, en vez de insistir en la encapsulación de los bancos de afectos del resentimiento, articulados por la ficción universal de que algunos, y muy pocos, tienen la capacidad de guiar el barco de la mejor manera y fundar las esperanzas de las nuevas vidas. La vida fascista, en tanto, como el último cartucho de la ordopolítica global. Fascismo que se activa siempre cuando el mundo se abre.
Diego Pérez Pezoa es doctor en Filosofía y docente Facultad de Ciencias Sociales UAHC