Por Fidel Améstica.- “El cielo es pura tinta inmóvil”. Miguel Arteche. La identidad de una región y su poeta parece el juego del uno y del otro: soy una piedra, pero debo hablar como el agua para que sepan quién soy. La palabra es el cristal de las revelaciones, y si entre el Valle del Elqui y Gabriela Mistral hay un entramado analógico, será porque el peso de la tierra es decisivo en nuestra poesía, más decisivo que el peso de la noche, en palabras de Jorge Teillier[1]. Pero Gabriela va de hallazgo en hallazgo, como ella misma reconoce en esa palabra que ha intitulado algunos de sus versos. Ella encuentra, no busca, y todo hallazgo suyo es raigambre y origen: de su memoria, de su infancia, de su patria:
Un río suena siempre cerca.
Ha cuarenta años que lo siento.
Es canturía de mi sangre
o bien un ritmo que me dieron.
O el río Elqui de mi infancia
que me repecho y me vadeo.
Nunca lo pierdo; pecho a pecho,
como dos niños nos tenemos.
(«Cosas», en Tala)
Es el curso del Elqui la señal de su proceso interno, un río que fue contaminado con los minerales que arrastraba desde El Indio, la minera más importante que hubo en la Región de Coquimbo, y donde están las aguas termales de El Toro. Es un río enturbiado por los minerales de la zona, pero gracias a los cuales se fertilizan los terrenos; el suelo necesita de esas sales y abonos para producir los frutos con que obsequia. La piel de Gabriela Mistral tiene el color de ese río, ese color mestizo que arrastra las piedras del tiempo, la sangre americana, no solo indígena o europea. Ese es el concepto de la poesía del cerro, de ritmo duro, agreste, parco, escabroso. Sus palabras no fluyen como los correntosos ríos de la poesía de Gonzalo Rojas, ella fluye como el río Elqui a través de las montañas escabrosas, esa es la canturía de su sangre en heredad brotada en todas las distancias que padeció. No es el recuerdo de un río: ella es el río en su palabra, no remonta nostalgias, se repecha y se vadea a sí misma; sube desde y contra su propio pecho, pausada y constante, y cruza a la otra orilla de su yo poético en uno de los tantos vados de su Elqui, solo para encontrar al otro: su patria.
La patria de Gabriela Mistral no es Chile, es el Valle del Elqui. Mejor aún: Chile puede ser visto a través de esta patria mistraliana, ella pulsa la tónica de una cuarta en la guitarra cósmica para el romance de vado en vado, y así lo aclara en la invitación al niño que inicia en «Hallazgo» en Poema de Chile:
Vuélvete, pues, huemulillo,
y no te hagas compañero
de esta mujer que de loca
truena y yerra los senderos,
porque todo lo ha olvidado,
menos un valle y un pueblo.
El valle lo mientan «Elqui»
y «Montegrande» mi dueño.
¿Por qué loca? Porque antes lo ha dicho en el poema:
Me ataranta lo que veo,
lo que miro o adivino,
lo que busco y lo que encuentro.
Los verdaderos poetas no andan en busca de su lenguaje, en busca de su propia voz; los poetas de verdad encuentran, simplemente son, y en el acto de encontrar se turban sus sentidos y se revela el mundo, se deja ver cuando lo nombran. El río es lento y enturbiado; los cerros, ariscos y pedregosos, duros los senderos como las grietas en los rostros nortinos, y esta mujer es capaz de una dicha en medio de aquello, de enloquecer de asombro por muy lejos que se encuentre. Su patria emerge de sus versos, su ternura es resguardada por estos surcos y cerros, por la dureza del paisaje como la dureza de su rostro pintado por Guayasamín. Nada en la geografía nos habla de una vida feliz, pero de esta región, de estos valles y pedregales, son la uva, la papaya, la poma:
El canasto de frutas a hurtadillas
destapo, y uva a uva se lo entrego;
la sidra se la doy pausadamente,
por que el sorbo no mate a mi sediento,
y al moverse le siguen –pajarillos
de perdición– sus grillos cenicientos.
(«Mujer de prisionero», en Lagar)
Así es el ritmo de esta poesía, pausado, a sorbos, no hay exuberancia léxica, no hay derroche de recursos; la sidra para el sediento son las sintaxis contenidas, latentes de sentidos plenos, un licor para ser paladeado y que no nos arrebate sobre las ganas; así llega su riqueza.
Pero la riqueza de Chile está en sus minerales, y en la obra mistraliana, desde la mineralogía, su palabra surge como un diamante en bruto dentro de la esencia natural de la poeta, y así hay que verlo, por lo que se precisa depurar ese diamante en la lectura, en la memoria, hay que encontrar como ella encuentra, hallar sus palabras como quien halla un trozo de roca con cobre, plata y oro. En el contexto de la metalurgia, su obra se dispone como el proceso de obtención de esos tesoros para llegar a ser joyas que graviten, pesen y resplandezcan en su medio.
Chile por mucho tiempo ha extraído su cobre a baja altura, donde está mezclado con el azufre, es el cobre sulfurado, cuya ley nunca alcanzará más allá del 95% y que ya está prácticamente agotado. Este cobre se extrae, pasa por la molienda, el chancado, y a cuatro mil grados se obtiene el concentrado luego que el azufre se convierte en gas. Pero el que se extrae de las alturas se depura por un proceso electroquímico: pasa por el chancado, la frotación, el concentrado, y contenido en piscinas, se aplica corriente a más de cinco mil voltios, separándose así las cargas, se produce una fisión de los átomos, y se obtienen cátodos y ánodos en planchas de cobre que llegan a una pureza de ley del 99,8%, digamos que cobre puro.
¿Gabriela Mistral no hace lo mismo en el mineral poético? Corrigió mil veces más de lo que publicaba. ¿Cuántos libros publicó? ¿Cuántos libros tenía publicado cuando recibió el Nobel? ¿A cuántos poetas en el mundo les han dado un Nobel con tres libros circulando en el mundo? La depuración de sus versos convierte su obra en algo inimitable. No escribe como habla o escucha hablar («y en saliendo las estrellas, / me le harán sus santos guiños…»), pero el lenguaje de su patria se eleva imponente como la cordillera, sus estrofas son de altísima ley, por lo que las vanguardias no podían ver lo nuevo en su trabajo, plagados ellos de las herrumbres experimentales de la modernidad. El poeta Ezra Pound sí vio la potencia de su ritmo, quizá cercano al de él por el mismo carácter árido pero pleno de humanidad de sus Cantares.
Lengua árida, no baldía. Aunque Gabriela le hable a la ternura, siempre hay una dureza, siente el orgullo erguido de la montaña: «Caminas, Madre, sin rodilla, / dura de ímpetu y confianza» (“Cordillera”, de «Dos himnos», sección «América», en Tala). Ella no se humilla, he ahí la consistencia de su poesía; no busca, porque sabe la consistencia que tiene, y se enorgullece de su altura y del tesoro que contiene, es decir, la poeta y su lenguaje son dignos del medio geográfico que cantan. Y si Gabriela llega a sentir vergüenza, solo se debe a que el arrebato, la pasión y el ensueño del amor son capaces de perturbar su corazón de por sí sensible y delicado:
Me ataranta lo que veo,
lo que miro y adivino,
lo que busco y lo que encuentro.
O el poema «Vergüenza»:
Tengo vergüenza de mi boca triste;
de mi voz rota y mis rodillas rudas;
ahora que me miraste y que viniste
me encontré pobre y me palpé desnuda.
Así es la cordillera de los Andes en el Valle del Elqui: pobre, rota y desnuda. Pero aquel amor que se siente y que se vive, y que se palpa como un sol del trópico sobre este cuerpo herido, es capaz de ensalzar su condición más íntima, y entonces la dulzura, la delicadeza y el amor pleno revitalizan el ser de la poeta así como las aguas vivas del Elqui fertilizan y dan vida para que nazcan frutos en su tierra:
Es noche y baja a la hierba el rocío;
mírame largo y habla con ternura,
ya que mañana al descender al río
¡la que besaste llevará hermosura!
Y el último endecasílabo en exclamación, el amor hermosea a la mujer, no como hija de Eva solamente; la mujer es Gabriela, es la cordillera, las sendas agrestes y rocosas, la soledad geográfica; y el amor es la palabra que descubre esa identidad, porque Gabriela encontrando identifica, vincula su voz, su mirada, con lo que nombra: «No respondas a los vivos / con voz rota y sin mirada» («Hallazgo»). Los poetas dan identidad porque nombran el mundo; y si el mundo es nombrado, es porque hay un puente analógico entre una y otra orilla, no para que se acerquen, sino para evitar que se junten, para que ambas orillas puedan existir, y en este caso las orillas son Gabriela y su patria nortina, y a la vez central en su espectro imaginístico. El puente está listo para transitarlo.
Las palabras dan mirada, y Gabriela mira de frente, impenetrable, con orgullo. Y se hizo orgullosa, porque también la combatieron; fue un medio inhóspito, agreste y duro el literario, o litera-latoso, que le tocó. Muchos de quienes hoy la estudian y difunden la conocieron en el extranjero, en el exilio, así como en el exilio la poeta funda su patria. En otros países era conocida, venerada, estudiada. Los literatos chilenos del exilio, luego de despercudirse un poco de las jergas estructuralistas, las vanguardias y los posmodernismos, cuando los macrorrelatos se cayeron con estrépito, recién ahí pudieron ver lo que había que ver en la ninguneada «Gavi»; por ella recuperaron a Chile en sus destierros. ¿Podía ser de otro modo? «Dulce Patria…». Como pecas, pagas. Su poesía plasma esa verdad: «En los umbrales de mis casas / tengo tu sombra amoratada» («Cordillera»).
La cordillera es símbolo del sufrimiento, de los golpes de hierro sufridos por América, y que ella percibe en su reducto más íntimo, pero aquella sombra no es portadora de oscuridad, ni del velo gris que supone este portento geográfico, sino que este sufrimiento es capaz de irradiar o proyectar una gama entintada de un color que conlleva luz: «tremendo amor y alzado cuerno / del hidromiel de la esperanza» («Cordillera»). El amor sufre, pero es capaz de levantarse y unificar en el regazo de su lenguaje tan extenso e imponente como la cordillera, ahí su vocación materna:
Es la noche desamparo
de las sierras hasta el mar.
Pero yo, la que te mece,
¡yo no tengo soledad!
Es el cielo desamparo
si la luna cae al mar.
Pero yo, la que te estrecha,
¡yo no tengo soledad!
Es el mundo desamparo
y la carne triste va.
Pero yo, la que te oprime,
¡yo no tengo soledad!
(«Yo no tengo soledad», en Ternura)
Noche, cielo y mundo son desamparo, pero su voz, que mece, estrecha y oprime, no tiene soledad, pero la tiene. Y su soledad es leche nutricia, porque de esa soledad de su patria, de su corazón y de su carne también estamos hechos. El Valle del Elqui está lleno de piedras y peñascos, metales duros, pero también de frutos dulces, dualidad que se da en su poesía y en su personalidad como la «granada abierta». Canta una zona sufriente, de rostro impenetrable, pero internamente con un corazón tierno; en su voz se da el magnetismo de los metales y del sol, es la «madre yacente» y la «madre que anda», su identidad con la zona geográfica no es meramente temática, sino más bien ontológica.
Uno es lo que habla, y viceversa. No hay más opción que la que nos impone el lenguaje. Pero tampoco hay más libertad que en él. Y la poeta es el hallazgo de ese vigor identitario, cristal por el cual se revela la experiencia, la mirada sobre las cosas, sobre el paisaje, sobre sí misma y sus (de)semejantes. Nadie ve un río porque sea río, sino porque puede nombrarlo, aunque el consenso solo llega hasta ahí. La mansedumbre aparente de la superficie del Biobío destella el verde profundo de los bosques sureños y su tronadura pajarística, pero el Elqui, casi exánime, pregona colores desolados y antiguos silencios en su curso. El ser humano nace vacío e indefenso como ningún otro ser vivo, y sus decisiones fundan el tiempo que lo determina, la tierra y el paisaje logran un sentido porque su ontología y presencia penetran en la experiencia humana.
Gabriela Mistral, con todo el dominio de la forma que porta y despliega (métrica, ritmo, estrofas clásicas), sorprende con una hilvanación y una cadencia rítmicas que escapan del formalismo del cual ella también es heredera (léase la pulcritud formal del modernista Rubén Darío). Vemos que en poemas como «Sol del Trópico» o «Cordillera» la métrica se manifiesta con una leve alternancia en la medida; entre los eneasílabos, entran al tejido algunos octosílabos y decasílabos:
Sol del Cuzco, blanco en la puna,
Sol de México, canto dorado,
canto rodado sobre el Mayab,
maíz de fuego no comulgado,
por el que gimen las gargantas
levantadas a tu viático; […]
siempre herido, nunca cazado…
(«Sol del Trópico», en Tala)
¡Cordillera de los Andes,
Madre yacente y Madre que anda,
que de niños nos enloquece
y hace morir cuando nos falta;
que en los metales y el amianto
nos aupaste las entrañas;
(«Sol del Trópico», en Tala)
Cabe preguntarse a qué se debe semejante detalle. Y se revela un aspecto de forma y estilo. Si Gabriela canta a su cordillera y al sol americano, se desplaza con el ritmo entrecortado que le permiten las peñas. Hay muchos rodados. Entonces su poesía no busca ser reflejo de su tierra, sino que ella simplemente es, así como su mestizaje y su indigenismo, luz solar y devota en las hendiduras del tiempo; al contrario de Neruda, que necesita de vez en cuando refrendar su americanismo con motivaciones más políticas; y valga el parangón también con Gonzalo Rojas, otro grande de nuestra poesía, cuya escritura es hija de los bosques, las lluvias y los ríos australes.
Mención especial merece la religiosidad de Gabriela apuntada por varios estudios; sin embargo, llevada al contexto sociogeográfico, podríamos apuntar lo siguiente: la zona llamada Norte Chico se caracteriza por contar con una de las fiestas más importantes de la religiosidad popular de nuestro país: la Virgen de Andacollo, arquetipo de lo materno que irradia un magnetismo individual y colectivo que identifica a sus coterráneos. Gabriela se hace cargo de esta realidad y la plasma en una poesía que no es una etiqueta en una tarjeta postal, sino que una razón de fe muy íntima y profunda, la cual viene a ser en todo su esplendor expresivo también otro tesoro presente en su geografía signada por la cordillera. Su sentido de lo religioso pasa por lo material, por la sacralidad del amor con que el pan está puesto en la mesa, y que la conecta con su progenitora, con Aconcagua y con el Elqui. Pudiera ser una reinstalación mítica en lo cotidiano, pero desde la profanación, donde no llega sumisa y servil ante el ara, sino que penetra en él reverencial al tacto:
Dejaron un pan en la mesa,
[…]
Me parece nuevo o como no visto…
pero volteando su miga, sonámbula,
tacto y olor se me olvidaron.
Huele a mi madre cuando dio su leche,
huele a tres valles por donde he pasado:
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui,
y a mis entrañas cuando yo canto.
(“Pan”, sección «Materias», en Tala)
Y sus entrañas son renovadas por el agua, nuevamente convocadas desde las aguas del Elqui en forma implícita:
Me venza y pare los alientos
el agua acérrima y helada.
¡Rompa mi vaso y al beberla
me vuelva niñas las entrañas!
(“Agua”, sección «Materias», en Tala)
Es la renovación del río Elqui la de su voz profunda y visceral. Y anticipada en su «Credo», de su libro Desolación:
Creo en mi corazón, que cuando canta
hunde en el Dios profundo el flanco herido,
para subir de la piscina viva
recién nacido.
Río sucio de minerales, cordillera sufriente, herida por los hierros que arrastra, el flanco herido es la cordillera herida por los hierros, y las espinas de los arbustos inhóspitos, el amor agudo, certero y áspero, que solo así logra la maduración para el dulzor de la poma, con el agua, con los minerales, con su sangre.
Vida y obra están profundamente entretejidas con la geografía, y Gabriela no necesita justificar su esencia nortina e indigenista, ni su condición de mujer americana, con alusiones explícitas, sino que su poesía es una amalgama metafórica y esencial de la tierra que la origina en su condición americana. De ahí el epígrafe tomado de un artículo del poeta Miguel Arteche[2]: «El cielo es pura tinta inmóvil». Esa es la tinta que puso en movimiento Gabriela Mistral, un cielo de palabras vivas, un paraíso de geografía áspera, pero cuya entraña prodiga las riquezas de Chile, riquezas que cuestan trabajo, sufrimiento y una actitud imperturbable para ganar a la adversidad, y esto solo es posible por el amor y su vocación materna, cuyo rostro duro no mezquina los tesoros del corazón.
Sí. En la poesía chilena es decisivo el peso de la tierra, y a veces cuesta entenderlo cuando países como Brasil o Argentina se muestran con imponentes selvas amazónicas, ríos y pampas. Todos nuestros paisajes son más pequeños que muchos en el continente, pero la relación con nuestros entornos nos impone un despertar, como si la naturaleza nos dijera que el tesoro de los Césares no está en la utopía, sino que en nosotros mismos, y por eso castiga, aprieta y acoge, como si dijera «esta es tu herencia, deja de soñar y concreta». De norte a sur, apuntando hacia el corazón de nuestra galaxia, nos observa la cordillera que apenas conocemos y sendereamos, y al otro flanco, el mar, el océano Pacífico, y escasamente tenemos una dieta marítima. Nada queremos con el mar, nada queremos con los montes, y al centro apenas levantamos la mirada, pero los poetas pisan las uvas del idioma para darnos el mosto que engrandece a Chile, y uno de ellos es mujer… Y bien mujer.
Notas
[1] Imagen que Teillier convoca para hablar de los poetas de los lares: «El peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez lo sigue siendo) “el peso de la noche”, en donde el hombre antes de lanzarse a los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado». En Jorge Teillier. Prosas. Edición de Ana Traverso. Editorial Sudamericana, Biblioteca Transversal. Santiago de Chile, 1999, p. 27.
[2] Arteche, Miguel. «Los enigmas de Tala». En: Poesía y Prosa. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2001, p. 267.