Por Edgardo Viereck Salinas.- Luego de intensos debates y polémicas, el pleno de la convención constituyente aprobó una redacción regulatoria del derecho de autor, acorde a la cual este queda reconocido y protegido en lo que refiere a obras intelectuales, científicas y artísticas, tanto en su dimensión moral como patrimonial y por un plazo no inferior a la vida del autor, haciendo extensiva esta protección a los intérpretes y ejecutantes sobre sus interpretaciones o ejecuciones, de conformidad a la ley.
Destaca el que se incluyan por primera vez en nuestra historia constitucional a los intérpretes y ejecutantes, respecto de sus interpretaciones o ejecuciones, sean estas musicales, actorales o de otro tipo equivalente y no asociado al proceso de creación del contenido de la obra propiamente tal. El hecho que estos derechos se encuentren reconocidos en un inciso aparte y separados del inciso previo que reconoce los derechos del autor, ya debiera constituir una pista para el futuro intérprete de la norma en el sentido de entenderlos como dos categorías de la creación que, sin ser lo mismo, sin embargo, se asimilan por analogía de acuerdo con este nuevo régimen de protección de la creación en Chile.
Hasta ahí lo positivo. Pero este nuevo régimen abre interrogantes importantes. La principal tiene que ver con la eliminación de la protección constitucional a la propiedad industrial en todas sus formas y manifestaciones. Hablamos de patentes de invención, modelos de utilidad tecnológica o cualquier tipo, marcas comerciales, denominaciones de origen, indicaciones geográficas, diseños o secretos industriales, conocimientos tradicionales y recursos genéticos, entre otros. Se ha dicho que está bien dejar fuera de protección todas estas categorías de propiedad intelectual –porque junto al derecho de autor son parte del gran ámbito de la propiedad intelectual- pues la propiedad intelectual no debe asociarse a los intereses propiamente empresariales y que en un caso hablamos de las “obras” y en el otro hablamos de “productos”. En términos sencillos sería como decir ¿qué tiene que ver una pintura, una novela o una película con un diseño de ropa, un programa de software o un nuevo modelo de automóvil?
Este enfoque y la manera de plantearlo ocultan la imposición forzada de una dicotomía profunda entre lo que se considera un “creador” y otros perfiles vinculados a la explotación comercial de “productos” que tienen un componente creativo pero que, en definitiva, sólo buscan el “lucro”. En otras palabras, se trataría de separar la dimensión trascendente de la creación humana de aquella otra enfocada en la búsqueda de negocios a través de inventos, diseños tecnológicos o nombres de fantasía.
El problema de este planteamiento es doble y grave. Por un lado, teórico, y por otro práctico.
Por lo teórico, se advierte el olvido de algo básico y es que todos los procesos de creación, ya sea artística, científica, tecnológica u otros, reconocen un punto de partida común que es el uso de la inteligencia y la aplicación ordenada de razonamientos gobernados por la imaginación y por la capacidad de abstracción entendida como una facultad propia de la mente humana, que nos diferencia como especie de los demás seres vivientes (y ahora también sintientes) que pueblan la tierra. Es decir, se trata en todos los casos de un desarrollo intelectual y, por lo mismo, la propiedad sobre aquello que de este desarrollo resulta es, siempre y sin ninguna duda o matiz, propiedad intelectual y de ninguna otra clase. Incluso más, hablamos de propiedad intangible o bienes incorporales que en ningún caso pueden confundirse con la propiedad material, o sea, con aquellos artefactos, productos físicos o manifestaciones concretas en las que lo creado, inventado, modelado o diseñado se manifiesta. No podemos confundir el modelo patentado del auto con un determinado ejemplar de dicho modelo pues hacerlo sería como confundir una novela con uno de los libros en los que se encuentra impresa. Sin embargo, y eso es lo que hay que comprender, sin libros la novela no sale de la mente del autor (al menos no bajo la forma de libro) tal como sin unidades móviles el auto no sale de la mente de su inventor. Como se ve, la necesidad de reconocimiento, protección y resguardo legal es exactamente la misma. Cualquier otra consideración que busque discriminar entre una categoría de desarrollo intelectual y otra es sencillamente aplicar un espíritu separatista de base algo odiosa que se basa no en conceptos sino en concepciones, es decir en juicios de valor y no consideraciones sujetas a un mínimo rigor analítico.
En lo que respecta a lo práctico, la omisión de la protección a la dimensión industrial de la propiedad intelectual deja preguntas como, por ejemplo, qué hará el creador de un guion o una novela que quiera proteger el título de su obra (algo que es parte de su creación) para evitar que sea aprovechada por terceros a quienes el éxito de la obra les abra el apetito de utilizarlo como “marca” para otros fines. O un creador de cine animado que necesite plasmar su idea creativa a través de un programa computacional o de un diseño gráfico o visual especialmente inventado (creado) para dar vida a sus ideas y que no pueda proteger dicho soporte por no ser “artístico” sino “industrial”, o sea, asunto de empresarios, pero no de artistas. En términos más generales, qué harán los creadores nacionales si Chile se convierte en un espacio “abierto” que, por carecer de un régimen de protección integral de su propiedad intelectual, permite o incita a la piratería, y no puedan acceder a licencias de todo tipo necesarias para concretar y hacer visibles o audibles de manera masiva sus obras visuales, audiovisuales, gráficas, plásticas, musicales y de cualquier otra naturaleza.
El problema es que, en todo el proceso llevado adelante para redactar el nuevo régimen del derecho de autor, la discusión se ha contaminado de concepciones que han pasado a llevar, a veces de manera grotesca, conceptos que el mundo occidental civilizado ha demorado siglos en conseguir que sean reconocidos, consagrados y protegidos. Es cierto que la redacción final conseguida para la protección de la creación de los artistas, intelectuales e intérpretes o ejecutantes ha evitado un gran número de funestas consecuencias que se advertían con la redacción original afortunadamente desechada, pero la verdad es que esta redacción no constituye un logro sino apenas nos deja en el punto en que dicha protección ya estaba consagrada en la Constitución actualmente vigente e incluso más atrás, pues la supresión de la propiedad industrial dejará en un virtual limbo elementos claves de la cadena de la creación en el mundo de la animación, de la creación visual digital y de los video juegos. Precisando un poco más, similar precariedad encontrará el creador audiovisual de ficción o documental que hoy ya experimente con la imbricación entre los contenidos de su creación artística o intelectual y las herramientas tecnológicas necesarias como soportes ineludibles para poder plasmarlos en una pantalla.
¿En qué podría traducirse todo esto? En una avalancha de problemas legales o judiciales o, antes que eso, en dudas e inseguridad de potenciales socios co-realizadores o co-productores ante la incertidumbre que se abre en cuanto a la certeza de que las obras serán realmente protegidas y respetadas no sólo en su autoría sino en su integridad material y/o tecnológica dentro del territorio nacional. Llevando esto un poco más allá, aunque ni siquiera a un extremo, esto podría paralizar proyectos hasta que no se aclare qué pasara no sólo con las obras “artísticas” protegidas sino con todo el soporte tecnológico industrial desarrollado o creado especialmente para que dichas obras sean plasmadas para ser presentadas al público.
Son estos aspectos del proceso creativo los que definirán la proyección de Chile en el concierto mundial en el nuevo siglo, además de la calidad de los contenidos propiamente artísticos, científicos o intelectuales a los que refiere la actual redacción de la norma que será sometida a plebiscito en septiembre.
Por desgracia no fueron estos los aspectos discutidos, pues ni siquiera fueron advertidos ya que la urgencia estuvo puesta, de un lado en intentar imponer miopes concepciones separatistas sobre lo que significa la propiedad intelectual y, del otro, en defender lo que ya hay para, al menos, no regresar de un solo viaje sin escalas a la oscura caverna del Milodón. Con todo el respeto que por supuesto nos merece el Milodón.
Por lo que se ve, el separatismo no sólo refiere a aspectos políticos sino, como en este caso, también culturales.
Pero no está todo dicho. Queda aún el espacio que ofrece la Comisión encargada de redactar las normas transitorias, donde podría sostenerse que, en respeto del principio de progresividad o mejora del régimen de protección de la propiedad intelectual hoy vigente, lo que correspondería es consolidar de forma explícita que estamos hablando de derechos elevados a la categoría de derechos humanos, por lo mismo inalienables y que se encuentran consagrados en pactos internacionales ratificados por Chile. Incluso más, uno de estos acuerdos, el Protocolo de San Salvador, está pendiente de ratificación a pesar de estar firmado desde 1988, y este señala claramente el compromiso de nuestro país de hacer ley la protección integral de toda creación intelectual sin distinciones de ninguna clase.
El camino está trazado y lo que corresponde ahora es ahora sea la nueva Constitución la que se haga cargo de condicionar la aplicación de este nuevo régimen de protección a la ratificación definitiva de dicho Protocolo, integrando así todas las manifestaciones de la imaginación y el ingenio humano en un solo gran objeto de protección. En resumen: integrar y no separar. Construir, y no destruir.