Muchos factores hacen que la IX Cumbre de las Américas, en Los Ángeles (6 al 10 de junio, EEUU), presente condicionantes. La iniciativa del Presidente Biden ha sido respaldada y, a la vez, cuestionada, por los países Latinoamericanos y del Caribe, tanto por parte de invitados como por no invitados.
Su temario es amplio y difícil, al plantear bajo el llamativo propósito: “Construyendo un futuro sostenible, resiliente y equitativo”. También se incluyen el Covid-19, asuntos económicos, sociales, amenazas a la democracia, gobernanza, crisis climática, políticas públicas, oportunidades, voces indígenas, derechos humanos, corrupción, y otros temas variados y ambiciosos, al procurar consenso en todos ellos, simultáneamente, o por las muy diferentes posiciones para enfrentarlos, en una región más dividida que unida, y a veces, hasta confrontada.
Tampoco hay certeza de que todos acudan, ante las omisiones de algunos considerados no democráticos por el anfitrión, y otros que sólo irán si van todos, sin exclusiones, profundizándose las divisiones y comprometiendo sus resultados. Es de destacar que Biden lo intente, luego de un mandato en que ha prescindido de buena parte de la región. Obedece a que ahora la necesita, ante la ruptura con Rusia por su agresión a Ucrania, y su relación con China, que tiende a deteriorarse. Pero, las características exigidas, y la multiplicidad de temas a resolver, por reales que sean, complican en vez de facilitar las políticas comunes.
Asisten, también, variadas organizaciones regionales que conforman el Grupo de Trabajo organizativo, y que busca reimpulsar las Cumbres, desde la del Perú el 2018, donde Trump no participó. Ojalá se materialicen avances por sobre las diferencias, en momentos en que los temas se acumulan, sus soluciones efectivas se alejan, y se logren acuerdos, aunque sean parciales, pese a los grandes desafíos.
Samuel Fernández Illanes es académico de la Facultad de Derecho de la Universidad Central