Por Enrique Saldaña Sepúlveda.- La Editorial de la Universidad de Valparaíso acaba de traer a la mesa de la poesía chilena “Bajo palabra”, la esperada antología de la obra poética de Manuel Silva Acevedo (Santiago, 1942). Su poesía es una apuesta por el diálogo. Y a ese diálogo nos acercaremos con la mirada puesta en “Lobos y ovejas”, un libro señero de la poesía chilena de comienzo de la década del ’70.
La voz poética de Silva Acevedo se levanta como una apuesta permanente por la vida y por el amor. Es también una visión de lo catastrófico, de la violencia que se apodera de las acciones del hombre, de la destrucción del medio que lo sostiene, pero es, al fin, una apuesta por la permanencia, por la buena permanencia:
El ojo se festeja
Y el venado de roja cornamenta
que encañonan siniestros cazadores,
le asombra que un gorrión cruce el cielo
gorjeando alegremente.
(Mester de Bastardía)
Ante esta precariedad que impone el sujeto a sí mismo y al medio, la denuncia de Silva Acevedo es una acción que intenta descubrir aquello que “la verdad” de los hombres quiere ocultar. Por tal motivo, su poesía es visionaria, penetra en los pantanos de la oscuridad y reflota, bruscamente, la ingenuidad. Los mensajes proclamados no son presagios de nada, son discursos que se vivencian permanentemente, que se muestran a la luz de lo que son. No hay, por lo visto, ningún ocultamiento en esto.
Y es la acción permanente de la denuncia, del decir sin temor a ningún miedo, desde las perturbaciones del inicio, pasando por la sentencia de lo que venía en Manus Militaris, hasta los vislumbres de Día quinto, que anticipa el desastre ecológico en todo su drama, que la voz fuerte de Silva Acevedo se impone como un imperativo para las conciencias. Sus presagios son presentes que se perciben, que se palpan en toda su desgracia. Algo del seso primero quedará para captar la urgencia de su mensaje:
Brota el desamor como maleza
entre las losas fúnebres
puñados de ceniza en la hura
de la memoria.
(Señal de cenizas)
Desde el erotismo
Puesto de esta manera, se intentará ver en el poema Lobos y ovejas aquella constante que rebate a la cultura de la muerte. Una apuesta por la afirmación del amor y por la afirmación de la vida ante la destrucción. Se intentará vislumbrar cierta tendencia a la violencia erótica, que ante sí presupone la continuidad de la vida. Dentro de la modalidad discursiva de Silva Acevedo, la violencia erótica consume y devora la dualidad para afirmar la pertinencia de lo permanente. Es un paso que no se da sin cierta fascinación por la muerte, pero un paso necesario para poder negarla y transformarla en vida.
Tal cual lo entiende Bataille, la fuerza presente en el erotismo es una afirmación constante de la vida, incluso ante la presencia de la muerte. Es la afirmación de la continuidad ante lo efímero de lo discontinuo. Es el deseo de la permanencia, incluso ante la certeza del ocaso. Producida esa tensión, agitados los extremos entre lo que se conserva y lo que tiene que llegar a su fin, el erotismo se levanta como una evidencia que fascina.
Erotismo y muerte, percibidos desde siempre en los momentos límites, están ahí, al alcance. No se puede acceder a ellos si no es con cierta violencia primordial. Hay un desgarro que hermana los dos instantes: en la muerte, el vislumbre de lo que se termina abruptamente y para siempre. Es la conciencia del ocaso permanente y la sensación de que el fin de la vida tiene que llegar bruscamente. El erotismo, a menor escala, reproduce la vieja lucha de la vida y la muerte, provoca la continua tensión entre dos seres, que se saben destinados a un fin, pero ponen en juego la vieja lucha de la permanencia.
El acto erótico es un acto de sacrificio, de posesión de la totalidad del ser. La continuidad se obtiene en una acción desgarradora en donde la víctima, desnuda en su totalidad, opuesta a la cerrazón de lo discontinuo, se entrega al sacrificador para lograr una consumación que permita entrever aquello que permanece. Es una abertura bastante pequeña que deja entrever, también, cierta atracción por la muerte, como el elemento que provocaría el quiebre en la discontinuidad individual. Esto es lo que Bataille llama el erotismo de los cuerpos.
¿Cómo miraremos a Lobos y ovejas? ¿Cómo podríamos acercarnos a su lectura? El camino solitario de la oveja y el lobo, la decisión de la consumación, el mutuo sacrificio prefigura ciertas fases del erotismo que se condicen con la voz poética presente en los trabajos de Silva Acevedo: dejar de manifiesto los extremos para dar paso a la vida.
Lobos y ovejas, escrito en 1972, trae desde el comienzo el germen de lo permanente, de lo que se vaticina sólo por la evidencia de los hechos y que se palpa como continua actualidad. Su ocultamiento tras el advenimiento de la Dictadura no pudo ser tan severo si, como se dice, el incendio que destruyó sus primeros intentos no fue lo suficientemente voraz para dejar en nada la certeza de la catástrofe de la época. Ante la destrucción y la muerte, se imponía, una vez más, la urgencia por la vida y la necesidad por amor.
La disconformidad del inicio
Uno de los primeros síntomas que deja entrever la necesidad de un cambio y de una renovación, es la disconformidad. Una disconformidad que se transforma en deseo en la medida en que la conciencia va registrando los datos de una experiencia que se ve a la deriva, lejos de los vaivenes y tumultos propios de la existencia. A partir de esta necesidad entrevista, surge el ardiente deseo del parto. La fuerza de lo que se quiere ser, pugna por nacer. Esta consecuencia del inicio es parto y partida a la vez. Es el comienzo de una búsqueda del amor, más allá de las consecuencias de la consumación:
Hay un lobo en mi entraña
que pugna por nacer
Mi corazón de oveja, lerda criatura
se desangra por él
La presencia de esa disconformidad se asume desde dentro. El lobo que fuerza las entrañas de la oveja quiere descubrirse en toda su ferocidad, pero también palparse en toda su soledad. El camino que se inicia es un camino lejos de toda mansedumbre, un camino de rebelión que descubre, para sí, la ausencia del amor primero. Desde el origen, y antes del origen, se percibe la ausencia de la continuidad. La desgracia le viene a la oveja a partir de ese tremendo reconocimiento: “me parieron de mala manera / Me parieron oveja”. El desprecio que sigue es consecuencia de la propia evidencia. Nada habrá que supere esa angustia inicial, si no es la propia decisión de rechazar la ovejuna mansedumbre y partir hacia el encuentro de aquello que se intuye oscuro y solitario.
He aquí que la sospecha del deseo se hace evidencia. Es la carne la que urge por salir y manifestar su urgencia. Ante la persistencia de los sueños y de la disconformidad, la presencia de la oscuridad es cómplice en este juego de entrega y fascinación. La oveja conoce, entonces, la noche, la noche oscura del alma tan necesaria para el lance de amor que se viene. Es una fascinación en donde la presencia de la muerte apenas se advierte, es un paso que se asume como necesario para vencer la discontinuidad del inicio. Es el erotismo de la carne visto en toda su consumación: “Y allí en la tiniebla / de su entraña de loba / me sentí lobo malo de repente”.
El camino de la oveja es un trayecto de opción y de deseo. Opción por lo que no se es, pero que se persigue; y deseo porque las ganas constituyen el soporte de esa opción seguida en la soledad. Nuevamente la recriminación. Pareciera que, a mayor autoflagelación, más gozo en lo que se consigue. Pero el lobo está ahí, al acecho. No respira casi. Sigue con cautela al rebaño. Y el cuestionamiento de la oveja hacia sus albos vellones prefigura el sacrificio de los cuerpos. La transfiguración que busca, el cambio que presiente. Y la constatación de lo que era:
Yo era una oveja mansa
Siempre miré hacia el suelo
Yo era sólo una oveja rutinaria
Yo era un alma ovejuna
sedienta de aventuras
Yo era en el fondo
una oveja aventurera
La oposición planteada por el hablante queda en evidencia. La pugna por desechar lo que no se asume como propio, está planteada. Lo que viene, es la historia de ese entrecruce que limita la presencia del ocaso y proyecta la certeza del amor. Es la propia oveja la que entiende que dentro del rebaño su perdición es segura. Y porque siente la verdad del desamor primero, urge por partir al encuentro con la loba, con el lobo. Nada hay quien la detenga. El inmovilismo es la entrega y la renuncia absoluta. La mansedumbre del rebaño es la negación de la vida. Y la oveja quiere vivir. De ahí su condición de autoparida.
Camino a la consumación
Todo parte por el reconocimiento del otro. El otro, como un igual, más allá de las diferencias aparentes. Entonces, tras la advertencia es posible dar alcance a la caza. Porque se ha podido volar tan alto, y acá el esfuerzo de Juan de la Cruz es evidente, se es permitida esa unión que se manifiesta en toda su violencia:
El lobo bautista me dio alcance
Se me trepó al lomo derribándome
y enterró sus colmillos en mi cuello
Vieja loba, me dijo
Vieja loba piel de oveja
Quiero morir contigo
Esperaré a los perros
Sólo el amor es permitido en este hermoso trance. Los recuerdos del amo pertenecen al pasado. Sólo se manifiesta lo que el deseo quiere descubrir: la necesidad de la oscuridad y del silencio; la embestida de pasión de los cuerpos que se aman; pero el cerco persistente que no permite el encuentro, sólo la visión, lobo y loba unidos, ante la presencia inmensa del absoluto:
La oscuridad les caía encima
Había un gran silencio
No había más que piedras
y los astros rodaban por el cielo
La oveja ha comprendido el solitario camino de la loba. Ha percibido su angustia permanente, sus silencios, sus furias. Ha visto el hostigamiento de “los otros” y ha entendido su permanente fuga. La oveja se ha comprendido a sí misma. Nada hay en la comprensión del otro que no se manifieste primero como una comprensión de nuestro propio cerco. La angustia y las veleidades que se ven en lo que se desea son los propios tormentos reflejados en esos deseos. Y por eso la fuerza del deseo y el estallido de la transgresión. Una vez roto el cerco, lo que se viene es la unión de dos seres que se sabían discontinuos, pero que tienen la posibilidad de la continuidad.
Ese es el paso que da la oveja. Ante el decaimiento y la vida tortuosa del otro, está la pregunta y la preocupación. Este es el primer momento de apertura. Ante la fatiga del lobo, ante su miseria cotidiana (“Toda la tierra es tierra para el lobo / Si lluvias, lodo / Si soles, polvo”), está el cuestionamiento de la oveja por su ventura: “Quien tendrá piedad del lobo / y más todavía / quien dará sepultura al lobo”. Y es una pregunta que de inmediato resuelve en contestación. El sujeto que pregunta sabe, desde ya, la respuesta, quién más sino la que hace la pregunta.
El camino que ha iniciado la oveja es un camino que no tiene vuelta. Ha decidido y no se arrepentirá. Su justificación, en tanto oveja, ya está hecha en ese intento. Los pasos que la llevan al encuentro son pasos que la alejan, a su vez de la indecencia de la comodidad. Pasto y alfalfa, amo y pastoreo, han quedado definitivamente atrás. El deseo por el amor primero, que se le había negado en un comienzo, está ahí, a la vuelta de un zarpazo.
El mal sueño ha acabado para la oveja.
Todo está terminado
El rebaño mantiene su paso cansino, mecánico y sin sentido. La ausencia de vida está latente en su marcha, desde la oveja mayor a la más anciana. La presencia de la muerte se cierne sobre ellas. Pero no hay preocupación alguna en esta fila funeraria. Y tras ellas, el estallido de sangre y poluciones que van dejando los lobos, a la siga del rebaño. Vida y muerte confrontadas, y en el fondo, la noche eterna que no aclara. La noche se cierne sobre el paso del rebaño. La oveja siente la presencia de lo que viene y se aparta, decidida: “No deseo nada más en el mundo / que la roja vaharada de la loba”.
Y en medio del alboroto de los hombres, que con palos vienen a matar a la loba, está la insistencia por acercarse a la escogida. La loba presiente la ferocidad de la borrega. Entiende que es una igual, que no hay las diferencias que las separen. Sebe de sus deseos y la pide para sí, para el sacrificio de los cuerpos. Algo tiene que morir para que lo esencial permanezca. El ser ante la disyuntiva de la desaparición opta por la entrega hacia lo continuo. Lo que venga ya no será lo mismo, pero será algo otro potenciado por la vida misma:
Déjenme a mí, la loba
Déjenme a mí, la fiera solitaria
Déjenme a mí, la bestia asoladora
Déjenme a la cordera
Déjenmela a la puritana
Yo soy su sacramento
A mí me espera
Los cuerpos se entregan en esta lucha por la vida: “Arrímate a mi lado, contestó la borrega /El lobo la miró con los ojos ardiendo / La oveja le devolvió la ardiente mirada”. La recompensa de todo esto es la liberación de la mansedumbre, la certeza de lo inesperado. La oveja se asume como ser individual, ya no prenda de nadie. El lobo que lleva adentro ya ha estallado. Y ante la muerte de la loba y la borrega que surge de los despojos, ya hay un cambio que se ha experimentado. La oveja, bautizada por el lobo y devorada por la loba, en un juego de continuo cambio, se ha descubierto en toda su ferocidad:
Me convertí en la fiera milagrosa
Ya tengo mi lugar entre las fieras
Ampárate pastor, ampárate de mí
Lobo en acecho, ampárame
La consagración ha llegado a su fin. La oveja fue al sacrificio, friccionó su cuerpo en el amor que le fue negado desde un comienzo y está lista para salir al acecho del lobo. Libre ya de todo rebaño, puede decidir la naturaleza de su amor.
Consideraciones finales
El camino planteado por Lobos y ovejas es un camino que se impone a la condición del hombre. Abatido por los cercos que le son tendidos habitualmente, su condición primera, esa que lo hermana con la muerte, pero que le exige consecuencia ante ella, le plantea un dilema: o la entrega facilista o la búsqueda de algo otro que le dé una justificación a su existencia. Romper los límites de lo prohibido es su imperativo, si es que no quiere sucumbir ante las imposiciones ajenas a su voluntad.
El erotismo de los cuerpos, alzado como el momento en donde la permanencia del ser está en juego, viene a ofrecer ese instante en donde los límites son cuestionados y es la propia voluntad quien decide la posibilidad de la entrega. El amor, dentro de esta lógica, se transforma en fuerza generadora y regeneradora de vida. La destrucción y el hostigamiento de la razón nada tienen que hacer.
Hay en todo esto un sacrificio que se ha escogido, sabiamente. La cultura de la muerte tiende a la negación y al ocultamiento. Manifiesta las prohibiciones, plantea lógicamente los límites de las cosas, enturbia la espontaneidad de la vida. La niega y la cercena. Desconoce sus propias limitaciones, aquella pertinencia que exige la transgresión, de vez en cuando, y sobre todo cuando la continuidad de la vida está puesta en tela de juicio.
Lobos y ovejas, al igual que ayer, se transforma en un mensaje de evidente actualidad. Un mensaje lleno de la evidencia de la muerte, pero por eso mismo, y a pesar de eso, un mensaje de permanente continuidad. La vida se manifiesta en cada cuestionamiento y decisión. Lo que queda son esas ganas inmensas de manifestar la primacía de la vida por sobre la angustia de la destrucción permanente.