Por Fidel Améstica.- El lunes 25 de mayo de 2009, a media mañana, seis exalumnos irrumpimos en la clase de Literatura de Luis Elmes Araya. El día anterior había cumplido 65 años y por ley sería llamado a retiro. No queríamos pasar por alto el hecho, y nuestro regalo sería un cuadernillo con algunos de nuestros versos y prosas que leímos delante de sus alumnos de tercero medio, además de la trova de Patricio Anabalón, un par de décimas al son del guitarrón de mi parte, y Víctor Lagos Muñoz, «El Chofa», leyó pasajes de Galeano, Sabato y Benedetti. Todo esto, ¿por qué? Gratitud.
Los amigos que nos apersonamos habíamos egresado del Instituto Nacional entre 1986 y 1999. El título del cuadernillo era Tenso el arco en la memoria. Los versos iniciales del poeta israelí Yehuda Amijai que usamos de epígrafe los remarco:
Los árboles del patio del colegio han crecido o han muerto,
y los niños quieren crecer, irse y amar a cualquier precio.
Pienso ahora que son el reverso de otros versos, unos de Juan Ramón Jiménez que el maestro alguna vez sacó de su billetera copiados sobre un trozo de papel que quizás dejó en algún libro:
¡No corras, ve despacio,
que donde tienes que ir
es a ti solo!
¡Ve despacio, no corras,
que el niño de tu yo,
recién nacido
eterno,
no te puede seguir!
Parafraseando a Jorge Mejías, Marcelo Uribe L’Amour y Víctor Ilich, con quienes escribimos ese homenaje, ese manojo de escritos tributaba a Madame Bovary, porque la conocimos, la amamos y la perdimos: se cambió de colegio con su blanco delantal y sus libros de biología, hambrienta de sexo como nosotros de recreo y berlines empolvados. Pero también convocaban relámpagos de sal para engendrar palabras en los márgenes blancos donde los astros se desploman, y se asomaban en la tormenta de la memoria mientras se tensaba su arco. Así buscábamos, y buscamos aún, las claves que se han perdido, las claves del agua, del sol, de la tierra; porque en ese tono nos reveló a Neruda, y así se ha movido por la historia nuestro amigo que nos despertó abriéndonos el cráneo a palos…
«Lecturas obligatorias»
Por objetivo azar o broma del tiempo y la distancia, el domingo 24 de mayo, el día anterior a nuestra visita a la clase de Lucho Elmes, aparece en La Tercera una columna de Alejandro Zambra. Esta, en específico, «Lecturas obligatorias», será después el primer texto de un libro llamado No leer, publicado en 2018, y ahí transmite una experiencia de sus años en el Instituto Nacional:
«…teníamos 12 o 13 años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos, sino alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente (…) es un milagro que hayamos sobrevivido a esos profesores que hicieron todo lo posible para demostrarnos que leer era la cosa más aburrida del mundo».
En 2009, Alejandro ya tenía renombre por Bonsái y La vida privada de los árboles, mientras seguía escribiendo y dando clases en la Universidad Diego Portales. Varios lo conocimos en su etapa escolar, y celebrábamos más que nada al poeta, cuyos versos de ese entonces oíamos en la ALCIN (Academia de Letras Castellanas del IN) y que le valieron el primer lugar en el concurso de poesía del colegio. Su poemario Bahía inútil recoge bastante de ese período en que tuvo los espacios y la atención de sus compañeros y de varios profesores. Era claro que destacaría en las letras y motivo de orgullo para sus pares y quienes ayudaron a formarlo.
No podría decir que miente o que retroproyecta alguna frustración. En principio, no hay razón para no creerle. Cada persona es un mundo y nadie sabe lo que realmente pasa en cada cual. Solo decir que su experiencia no coincide con la de no pocos de nosotros, los del Nacional, porque ahí nos conocemos todos. Aunque sí, había profesores y profesores. Algunos creían que su misión era «rajar» a los alumnos para demostrar que eran exigentes; uno que otro hacía aspaviento con que tenía un magíster o doctorado, o que lo estaba cursando; otros eran unos flojos rematados, y no faltaban tampoco los «aduladores» de alumnos, esos con sonrisilla de proxeneta hambriento cuando se veían a sí mismos en algún estudiante como les hubiese gustado ser. Pero, proporcionalmente, no era ni más ni menos que la realidad de cualquier otro colegio en ese aspecto. Lo que se dice Maestros, con mayúscula, lumbreras, todos sabíamos quiénes eran, varias profesoras entre ellos: «Todos sabemos quién es quién a la hora de la tiza y la pizarra», frase que hace años tomé de mi amigo Jorge Mejías, fino escritor de cuentos y alma hecha de jazz.
Aprendimos a palos…
Sin embargo, hay que reconocer que Alejandro Zambra tiene un punto incuestionable en la columna de marras: efectivamente, aprendimos a palos. Y los que son maestros, saben darlos. Me explico:
La primera prueba de lectura que tuvimos con Luis Elmes fue sobre El lazarillo de Tormes. Solo dos preguntas y una tercera optativa. Podíamos responder con el libro abierto y conversar unos con otros, mientras él se iba a tomar un café al quiosco o al Departamento de Castellano. Habíamos leído la obra, hecho resúmenes, cuadros de personajes, la mayoría estudiamos en grupos, intercambiamos apuntes, qué sé yo. Y nada de eso sirvió. Llenamos esas hojas de oficio cuadriculadas por lado y lado, con la mejor ortografía y redacción a nuestro alcance para responder.
La primera pregunta parecía fácil: «¿Por qué Lázaro cuenta su historia?». Nos dedicamos a enumerar sus peripecias, a decir que era pobre, que abusaron de él, que el mundo que le tocó era malo, y una ristra de desatinos. La segunda, pensamos que con el libro en mano podíamos resolverla, simple: «¿Qué sentido ve usted en que el ciego golpee con el bastón a Lázaro en la cabeza cuando le pide que escuche lo que dice la estatua del toro?». Nos dedicamos no más que a describir la escena, sin pensar en ella realmente. Y la optativa: «¿Qué momento de solidaridad aparece en la novela?», y no a muchos nos quedó tiempo para escribir, pero alguna luz vimos cuando comparte Lázaro su comida con el hidalgo, su amo menos cruel.
Ninguno de los 45 alumnos llegamos a la nota 4, puros «rojos», ni un «azul». Luis Elmes nos miraba fijamente acomodándose los anteojos con la mano derecha, mientras con la izquierda agitaba todas esas hojas de oficio llenas de verborrea. Y nos espetó la catilinaria: «Este rojo que se han sacado es el palo en la cabeza que les doy para que despierten y dejen de ser niños ingenuos. Ustedes son Lázaro y yo soy el ciego. Y el ciego no puede depender de un muchacho sin luces, tiene que ser más vivo que él, tiene que ver mejor que él. Lázaro deja de ser niño en esa escena, perdió su inocencia para siempre. Y él cuenta su historia porque es un cabrón, un proxeneta; permite que el cura se acueste con su mujer porque a cambio recibe techo, comida y salario, es lo máximo a lo que él puede aspirar en el medio social en que se mueve, y no permitirá que su esposa ande en boca de nadie, a sabiendas, porque conoció el hambre y no quiere volver a padecerla. Lo que tiene, lo defenderá a morir. ¿Podrían decirme entonces cuál es la escala de valores de Lázaro? De esto se trata la picaresca».
Yo no sé cuántos profesores logran comunicar esto. No muchos, al parecer. Si así fuese, este país no se habría llenado de ladrones de cuello y corbata; de corruptos amparados en la ley; de charlatanes que prometen a los demás hacerse millonarios; de adúlteros de medio pelo que se hacen de amantes como quien se hace de un auto o de una casa de veraneo; de borregos oportunistas que flotan como la mierda entre el duro oleaje de la vida para acomodar el bulto de su desmemoria; de pelotudos sobreescolarizados funcionales a las empresas y el Estado donde trabajan; de aquellos con complejo de macho alfa o hembra dominante que echan a pelear los sueldos; de cobardes trepadores y arribistas que no dudan en limpiarse el trasero con mano ajena… Y todos ellos mantienen las formas corteses y la sintaxis aséptica para demostrar que tienen educación, ¡hablan bonito y se sienten bonitos! Y no son más que unos imbunches obsecuentes hijos de la mismísima…
La escala de valores de El Lazarillo de Tormes se ha tomado el mundo hace rato. Si la consigna hoy es que «Chile despertó», quisiera saber si estos treinta años nos abrieron el cráneo para ver qué teníamos dentro, y si el cerebro estaba conectado con el corazón o con el ano.
¡Aprendimos a leer a palos! ¡Sí, señor! No por el placer de la lectura, sino por amor a la vida y verla tal cual es, y eso puede doler a veces. Pero no aceptar ese dolor nos puede costar caro, más allá de una nota roja en una prueba de lectura, nota que, por lo demás, el profesor Elmes nos borró a todos a fin de año, nos calificó con «un 1 psicológico». De ahí la gratitud y la alegría de haber sido formados por maestros como él, de no pasar por alto sus 65 años, en cuyo magisterio alimentó el espíritu de más de 10 mil alumnos, porque con él aprendimos a comer carne cuando solo conocíamos la carbonada; y no necesitó de ningún magíster ni doctorado para cumplir con lo que le correspondía. Quizás el destino fue injusto con su persona y calidad profesional, pues no había mejor prospecto para rector del Instituto Nacional que él; y en muchos sentidos, en él vive lo que en verdad es el Instituto Nacional, un ente imaginario donde hoy se están formando hombres y mujeres imaginarios, como nos enseñó Nicanor Parra con su poesía. Puede que el destino le haya hecho justicia también, porque de haber sido rector, esa labor le habría quitado tiempo con sus estudiantes, porque el maestro aparece cuando hay alguien dispuesto a aprender.
Por eso, cuando vi la columna de Alejandro Zambra, mi primer y más confiable impulso fue escribir esta décima:
A palos nunca aprendiste
el placer de la lectura,
pero hablas con una altura
que sólo en tu mundo existe.
Ya eres un viejo triste,
amargado y engreído.
¿Por qué echas al olvido
las raíces que en ti hay
viviendo como un bonsái
mutilado y retorcido?