Por Antonio Leal.- Las enormes manifestaciones sociales pacíficas desplegadas durante 24 días están cambiando la mirada que Chile tenía sobre sí mismo y externalizan el profundo descontento de la mayoría con un modelo económico y un régimen político que, conjuntamente con disminuir la pobreza, aumentar la movilidad social y el crecimiento de la economía, han perpetuado inequidades, han mantenido la segregación social de amplios sectores, han subordinado la sostenibilidad ambiental y, además, han hecho cada vez más evidente los límites de la calidad de nuestra democracia.
Pero, junto con las manifestaciones masivas, surgen -por parte de pequeños grupos de diverso origen y nomenclatura- acciones de extrema violencia que propician saqueos, incendios, destrozos de bienes públicos y privados que, en primer lugar, afectan a los trabajadores y a los sectores más desposeídos. De otra parte, hay que constatar una represión de la fuerza pública completamente desproporcionada que viola los derechos humanos de quienes participan en las protestas.
Por ello, en medio de los temas de fondo que agitan las protestas y que, si no son atendidos por parte del gobierno y del Parlamento, continuarán generando el clima de ingobernabilidad que vive el país, se requiere urgentemente una clara condena de todos los partidos políticos, sin distinción, como de las fuerzas sociales organizadas, a las acciones violentas que solo distorsionan el verdadero significado democrático de las manifestaciones y, a la vez, una exigencia de que se ponga fin de manera inmediata a los excesos represivos de parte de los agentes del Estado encargados de resguardar el orden público, que claramente, ha caído en excesos y perpetran verdaderas violaciones a los más elementales derechos humanos de la población.
No puede haber silencio ni connivencia con la violencia de los encapuchados y de los diversos grupos que la perpetran. Aquí hay gente, anarquistas y diversas componentes de ultraizquierda imbuidas de un fuerte autoritarismo mesiánico y de la impotencia típica de una minoría sin anclaje social, que cree ideológicamente que destruyendo el Metro, una Universidad o las oficinas del Registro Civil en una comuna, se enfrenta al sistema, a las desigualdades y desestabiliza al régimen político que anhelan cambiar por otro completamente ajeno a las demandas de la mayoría de los chilenos. Para ellos, el Estado es enemigo y la democracia, represora; la convivencia pacífica no existe y, frente a ello, sólo la violencia puede cambiar radicalmente esta situación. También hay, entre quienes despliegan la violencia con diversos propósitos, delincuencia organizada, grupos movidos por los narcos presentes en nuestras poblaciones populares y, más arriba, en otros sectores de la sociedad, sectores de barras bravas del futbol que causan desmanes, sea en manifestaciones políticas que deportivas, y jóvenes, a los cuales muchas veces llamamos simplemente “lumpen”, que son incitados por la violencia porque para ellos ni la democracia ni la lucha por mayor igualdad significan un mensaje que incorpore o canalice la rabia hacia una sociedad que los ha excluido por decenios, los ha depositado en los márgenes, y a cuyas instituciones, normas y símbolos no reconocen y que encuentran en los desmanes una forma de existir, de visibilizarse. Estos jóvenes no son extraterrestres, han pasado por nuestras escuelas públicas y debemos preguntarnos, sobre todo aquellos que con tanto fervor defienden desde sus posiciones de poder económico el actual modelo, qué hemos hecho para que estos jóvenes vean todo como una situación sin salida.
El cuadro de quienes llevan a cabo la violencia es complejo y no admite simplificaciones ni banalidades ni desde el punto normativo, ni policial y mucho menos desde el punto de vista sociológico, antropológico y político.
Fenómeno social, no sólo policial
Hay una violencia instalada en nuestra sociedad que se observa diariamente en la vida cotidiana. Violencia contra la mujer, violencia contra lo diverso, conductas discriminatorias que propician dicha violencia. En el fondo, un deterioro largo de nuestra convivencia porque se han debilitado en extremo los códigos morales en los cuales se sostienen los comportamientos humanos, lo que va fracturando cada día más el tejido de la sociedad separando en verdaderas castas a las personas y haciendo que la honradez, entre otros valores, sea algo extraño dado que las instituciones, que debieran dar el ejemplo, aparecen corroídas por elementos de corrupción que no reciben castigo judicial y, a veces, ni siquiera social. Hay una pérdida de confianza no solo respecto de las instituciones sino respecto del otro y todo se transa en un mercado donde se está dentro, aunque sea de manera vulnerable, o fuera de él.
A esta violencia instalada contribuyen los abusos, la violencia de un modelo económico que disgrega y segrega, las colusiones de grandes empresas, la corrupción de políticos, de empresarios y de instituciones espirituales, policiales, militares llamadas a ser íconos de la probidad, como también los privilegios de los que tienen poder en diversos ámbitos y, por cierto, la miseria en que viven estos jóvenes y sus familias, cuando las tienen. El modelo de desarrollo en Chile ha creado una sociedad donde la violencia explotará, aunque sea como un fenómeno minoritario, cada vez que haya una situación propicia y no solo en la política. Por tanto, el fenómeno es social y no sólo policial y debe tener respuestas de fondo que reestablezcan una convivencia democrática dañada, lo cual se intenta ocultar en el “oasis” o en la idea de un país exitoso que sin embargo esconde sus miserias y no las enfrenta.
Por otra parte, es obligatorio analizar cómo Carabineros cumple con la función del orden público especialmente en condiciones de agitación social. Hay que entender que en estas semanas Carabineros está sometido a una presión sicológica y física extrema y ello es parte también de la forma como se organiza el control de la seguridad púbica que hay que revisar. Pero resulta evidente que hay códigos de comportamiento que no relevan el valor de los derechos de las personas, hay falta de formación técnica y ética que llevan a que marchas pacíficas sean reprimidas con violencia y haya ausencia o tardanza en reprimir los desmanes, en detener a quienes los propician y que debieran estar identificados si en Chile existiera un trabajo de inteligencia preventivo, civil y policial, a la altura de una sociedad tecnologizada. Se requiere un cambio profundo en la formación de los integrantes de la institución encargada del orden público y una renovación de sus procedimientos y protocolos. Es imposible que, en estas horas de convulsiones, la opinión pública mundial, los medios, la ONU, no comparen, dado que hay una agitación social global, los resultados de la acción de las fuerzas del orden en Hong Kong, Barcelona, Quito, Bolivia y no lleguen a la conclusión que en Chile hay una mayor cantidad de personas fallecidas, heridos, víctimas dramáticas de balines que han hecho perder la vista a más de 220 jóvenes y que la policía chilena sea sindicada como la que mayormente viola los derechos humanos en el enfrentamiento callejero a las protestas.
Llevamos 24 días de protestas masivas. Se equivocaron quienes previeron que las protestas disminuirían por el cansancio y que era mejor esperar antes de proponer cambios reales. El Gobierno y el Presidente, en particular, debe liderar una salida política y social escuchando a la ciudadanía, a la oposición que finalmente se articula, a sus propios parlamentarios y alcaldes, y asumiendo que el país cambió y que lo que era sostenible hace algunas semanas ya la sociedad no lo acepta como válido y no está dispuesta a una “normalización” que perpetúen las inequidades, los abusos y una Constitución que no une al país sino que lo divide. El Presidente, pese al 9% de apoyo de la ciudadanía, debe entregar ahora una respuesta que satisfaga los anhelos de equidad y de ampliación de la democracia que el país exige. En política, los tiempos se acaban. El Presidente debe reaccionar, promover los cambios requeridos, comprender que está en juego también la democracia y por ello son las instituciones las que deben hacerse cargo de las demandas y evitar que esto se precipite a un conflicto aún mayor y más dañino para el país. Se sale de la crisis, con más igualdad y más democracia y ello marcará el futuro de Chile para todos .
Antonio Leal, Sociólogo, Dr. en Filosofía, Académico Universitario