Por Enrique Saldaña Sepúlveda.- Hay un tipo de prosa que registra la tranquilidad de lo intrascendente, que avanza en el vaivén de los días que son siempre iguales, de las tardes iguales, con el sol golpeando por las calles polvorientas y las casas durmiendo la modorra de los minutos que pasan. Tedio de las tardes y de los días que pasan, gente que aparece, tipos reconocibles en uno y otro pueblo; las mismas acciones, los mismos encierros; las mismas vidas vueltas sobre sí, ensimismadas, silenciosas, vidas que llegan, que pasan, se van. Vidas que no bullen en la vorágine de las grandes cosas; vidas que se dejan vivir, vidas mínimas, estampas mínimas. Es el Chile que fue hace poco menos de 100 años, es el Chile que todavía se sigue respirando, es la vida de provincia de la que nunca hemos escapado.
“Las sombras iban amalgamándose por sobre la techumbre. Luego descendían circularmente y el pueblo quedaba encerrado, sin ninguna conexión con el mundo. Durante un rato nos rodeaba el vacío. Desde más allá corría una voz. Un galope leve […]”,
“Estampas”, le llama el narrador en su primera edición de 1928. Estampas que fijan el presente del espacio y que captan su esencialidad. Una fijación del ensueño que se produce en ese estado de vigilia en los que vienen los recuerdos como en un tropel calmo. Antítesis que la escritura soporta y muestra. Recuerdos de una infancia lejana y cuya secuencia de imágenes avanzan, así nada más, para configurar una descripción estable de un espacio estable. El ojo que mira es el del niño que fue y que afirma esa somnolencia: “En un pueblo donde para vivir no es menester el esfuerzo, ni nadie se pregunta para qué vive ni la inquietud halla albergue […]”. Un ojo que registra y que detiene la velocidad de los días, un ojo que obliga a la contemplación, tal cual lo entiende Bachelard, para llevar “el signo de lo infinito”.
Y es en el espacio que queda registrado por donde se escurren las vidas de sus habitantes: el almacén que espera la llegada de la noche para atender a una concurrencia escasa de anécdotas; el asesinato de un viejo en un pueblo “en donde la muerte era una abstracción”; ánimas que de pronto se dejan sentir, anunciando la presencia de tesoros; los azotes del profesor de escuela a sus alumnos olvidadizos; las calles que soportan un caserío colonial venido a menos y que se pierde allá, por donde está el cementerio y pace el único burro del pueblo. Alhué soporta sus silencios y los gemidos de la viuda que recibe de tarde en vez a Ismael. Alhué se echa a las calles para cobrar venganza de Judas, el traidor, colgado y quemado, muy cerca de sus monedas, las que cobró, las que pagaron como premio a su traición.
Alhué es el Chile que respira a provincia, por más que el progreso pise nuestros talones. Alhué es el Chile que despierta en su precariedad y que la masca silencio adentro. Alhué es el presente en que todos los días parecieran ser los mismos; las mismas tardes, las mismas noches; los mismos dolores, las mismas angustias. Alhué se nos repite en este presente, como estampa fija, sujeta al miedo y a la desesperanza; como estampa que no cambia, que no se mueve. Alhué es el Chile que muerde su pobreza, que siente el reloj de su pobreza y que de tarde en vez, para esos días Santos, se despierta para vengar la traición de Judas que arrastrado por un burro es vapuleado en la plaza.
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