Por Antonio Leal.- Allende muere hace 47 años en un Palacio de La Moneda en llamas por los bombardeos lanzados por los aviones de la FACH y sitiado, acosado, por los embates de las fuerzas militares golpistas que ya controlaban el país. Sin embargo, en la historia, Allende ganó su batalla y se transformó en un símbolo mundial de la lucha por la libertad, la democracia y la justicia.
Ello no tiene sólo que ver con el heroísmo y la coherencia con que enfrentó el golpe de estado, sino también con el hecho de que Allende y la experiencia chilena representaron la primera vez que en el mundo una izquierda socialista, con un programa revolucionario, llegaba al poder a través de las elecciones y dentro de un marco institucional democrático en el cual estas fuerzas estaban plenamente insertas.
El gran valor del pensamiento político de Allende, lo que le confiere originalidad, es su visión nacional y su profunda coherencia democrática.Allende llega al socialismo a través de una lectura y de una vivencia de la historia política y social de Chile de la cual extrae el origen fundamental de su pensamiento. El es fruto de la maduración del pensamiento liberal democrático, de una cultura profundamente laica, de la filosofía masónica con raíces antiguas en la historia de Chile y de un fuerte componente humanista, social y latinoamericanista que -como también ocurrió con Ponce, Ingenieros, Mariátegui y otros grandes intelectuales del continente- acceden al marxismo por una vía diversa a la abierta por la tradición leninista derivada de la Revolución de Octubre y definitivamente lejana a la de la Internacional Comunista.
De allí que, en el mundo de las ideologías, donde Allende forma y ejerce su liderazgo, el marxismo que él más conoce, el que cita cuando habla de Marx, es aquel que entronca con su propia tradición cultural y libertaria: el Marx que afirmaba que nunca cambiaríamos la libertad por la igualdad, aquel que consideraba la democracia como la historia de todas las constituciones que han existido, el último Marx y el último Engels que valoraban el aún incipiente sufragio universal y lo presentaban como la mayor conquista socialista que en Europa Occidental podía merecer ese nombre.
Es decir, Allende, llega al socialismo marxista imbuido de los valores de la Revolución Francesa y es para él, como para muchos pensadores socialdemócratas y socialistas liberales europeos y algunos latinoamericanos, parte integrante de la cultura iluminista en la cual se inserta.
Pero, a la vez, fusiona esta visión cultural con los grandes procesos independentistas de América Latina, con la tradición popular y democrática que se había construido en este país, y sin renunciar jamás a ella, busca en una cultura socialista abierta la respuesta a las interrogantes que su profunda vocación de justicia social le planteaban. Fusiona así el pensamiento nacional avanzado con la parte más abierta de la elaboración de Marx y también del socialismo liberal.
Allende -como el Gramsci de los Cuadernos de la Cárcel que nos habla del paso de la estrategia insurreccional a la estrategia de la política, de las ideas y de la ética- comprende que las transformaciones se juegan en la esfera de la sociedad civil, que el movimiento popular debía construir hegemonía dentro del Estado y de las instituciones, que debía reforzar la democracia como condición indispensable para legitimar su opción como fuerza de gobierno, y lo hace con visión ajena a toda concepción instrumental. Lo hace siendo por 40 años el líder de un movimiento popular que tenía una estrategia clara de cambios profundos insertos en la institucionalidad democrática que había que reforzar para lograrlo.
Si algo diferencia a Allende de otros dirigentes de la izquierda chilena y latinoamericana, en una época dominada por un fuerte radicalismo ideológico y una gran fraseología revolucionaria, es que Allende creía firmemente en el valor de la democracia liberal–representativa y enclavaba en su desarrollo y profundización su proyecto revolucionario.
Era parte de aquella matriz cultural de la izquierda chilena que con Eugenio González en el año 1947, en su famosa Fundamentación Teórica del Partido Socialista, expresaba “no nos parece posible separar el socialismo de la democracia, más aún: sólo utilizando los medios de la democracia puede el socialismo alcanzar sus fines sin que ellos se vean desnaturalizados”.Es decir, no buscaba destruir esa democracia que diversas generaciones de chilenos habían construido como un rico patrimonio político-cultural y como una forma de convivencia civilizada, para sobre sus ruinas levantar el edificio del socialismo.
Buscaba darle a esa democracia nuevos contenidos, dotarla de coherencia social y económica, generar condiciones de mayor igualdad y participación, precisamente para que todos pudieran gozar de sus beneficios, acompañar la electividad y la representatividad de las instituciones con un auténtico poder social extendido en los diversos repartos del mundo del trabajo.
En definitiva, Allende hacía de la democracia existente no sólo un camino posible, sino el camino y, a la vez, el fin sobre el cual solventar las transformaciones sociales. En este aspecto fundamental residían sus diferencias con un sector de la izquierda de la época que, con una visión insurreccional, concebía la democracia como un momento de acumulación de fuerzas para la conquista del poder, legitimando, de paso, la posibilidad de la opción armada.
Pero también, la vía chilena al socialismo era para Allende un modelo distinto y alternativo al de los socialismos reales. Él hablaba de un socialismo en libertad, en pluralismo político, social y cultural, en democracia, con alternancia y en el respeto de los derechos de todos, con propiedad privada, mixta y pública, con mercado, justamente, en contraposición a los regímenes del socialismo real del este europeo.
Era otro el modelo de Allende y ello cautivaba a la izquierda europea occidental que recorría, por aquellos días, caminos comunes y estimulaba a líderes y movimientos populares y de capas medias en América Latina, a impulsar la lucha por la justicia social que encabezaba Salvador Allende en Chile.
Allende, en esta concepción de la “vía chilena al socialismo” tenía el apoyo de una parte importante del PS -aunque hubo una corriente que condujo el PS que nunca compartió efectivamente esta vía- y del PC que, desde Recabarren en adelante, construyó una estrategia de inserción del mundo popular en las instituciones, que fue un partido parlamentario y con gran presencia en los movimientos sociales, que fue gobierno ya el 38 con Pedro Aguirre Cerda y en el 46 con Gabriel Gonzalez Videla y que trabajó por las conformación de un amplio bloque de izquierda para llegar al gobierno a través de las elecciones.
El PC apoyó a Allende con plena convicción y buscó ampliar a la propia UP para darle un mayor sustento político al gobierno, porque esa era también su política estratégica.
Sin embargo, con el propio PC Allende mantuvo diferencias ideológicas que muestran el claro objetivo que él perseguía en la revolución chilena.
Aún en el año 1977 -es decir cuando ya el modelo soviético era cuestionado por el eurocomunismo- Luis Corvalán señalaba, en el Informe al Pleno del Comité Central en Moscú: “Con el compañero Allende tuvimos siempre buenas relaciones. Pero como es comprensible no teníamos las mismas concepciones. Disentíamos, por ejemplo, de su criterio que nuestra vía revolucionaria conformaría un segundo modelo de realización del socialismo que excluiría o haría innecesaria la dictadura del proletariado en un período de transición”.
Aunque esta fuera una formulación ideológica más que política por parte del PC, tomada de una expresión que Marx utilizó pero no desarrolló porque no elaboró una teoría del Estado era, naturalmente, una diferencia de fondo, y la historia ha sido certera en demostrar la lucidez y la solidez de las convicciones de Allende.
Porque Allende no compartía esa visión ineluctable de la construcción de la sociedad socialista como una verdadera partición de la historia, otra civilización ajena y radicalmente distinta de aquella en la cual el propio socialismo había nacido y forjaba sus bases culturales.
No era la única diferencia, Allende demostró, hasta el último momento de su vida, su ausencia de un doble estándar en la política internacional. Ello se expresó en su neta condena a las invasiones soviéticas en Hungría, Checoslovaquia, en su solidaridad con Tito, en su firme adscripción a la Revolución Cubana, mucho antes de que ésta se sovietizara, en una actitud antiimperialista frente a la intervencionista hegemonía norteamericana de la época y en su fuerte apuesta por el movimiento de los no alineados.
Allende tenía claro que para salvar el proceso debía ampliar su base de sustentación e intentó conformar un gabinete que incluyera a la DC, buscó el diálogo que fracasó y finalmente decidió anunciar la convocatoria a un plebiscito –aún en contra de la opinión de algunos líderes de la UP que no la compartían y que retrasaron la iniciativa por meses- para que los chilenos decidieran sobre el futuro, cosa que no alcanzó a realizar porque estaba programa el mismo día en que se produjo la traición de las FFAA y el golpe militar.
Es decir, intentó impedir el golpe con una estrategia típica de la democracia y, consumado éste, llamó al pueblo, desde La Moneda, a no inmolarse pues comprendía que una dictadura militar como la que instalaba sería cruenta y se perpetuaría en el tiempo.
La derrota de septiembre del 73 fue, antes que todo, una derrota política. Es una derrota provocada por el aislamiento de los sectores sociales que respaldaban el proceso, que no fueron capaces de elaborar, en el momento de la aplicación de la política del gobierno de la Unidad Popular, los mecanismos ideológicos, políticos, culturales y de transición que habrían permitido sumar nuevas fuerzas y construir un bloque más amplio para garantizar el éxito de su original proyecto de transformación de la sociedad chilena.
Por cierto fueron determinantes la agresión del gobierno de EEUU –que se propuso derrocar a Allende aún antes de que asumiera la Presidencia-, el rol de la CIA que financió actividades de violencia, paros como el de los transportistas y acaparamientos de alimentos, y que articuló directamente el golpe con militares y civiles de derecha, la existencia de una derecha nacionalista y sin vocación democrática y de un sector de la DC que se negó a un acuerdo para salvar la democracia convencido que los militares entregarían el poder a los civiles rápidamente después el golpe militar.
Pero también jugaron un rol en el aislamiento y la concreción del golpe militar la ambigüedad, la falta de coherencia de sectores determinantes de la Unidad Popular con el carácter del proyecto que se impulsaba, la ausencia de conducción unitaria, los vacíos teóricos para la configuración de una transición y de un Estado distinto al de los socialismo reales que reflejara en el mediano plazo la Vía Chilena al Socialismo.
Solo Salvador Allende y sus colaboradores más cercanos avanzaron una idea genérica de lo que sería un nuevo estado democrático en una matriz ya no capitalista. Pero en esta enorme insuficiencia de los partidos de la Unidad Popular, en sus diferencias ideológicas sobre el tema, radica también uno de los factores que impidieron configurar una concepción teórica más estratégica de la continuidad del proceso a nivel del Estado.
No se comprendió que una revolución de la magnitud de la que encabezaba Allende requería de una amplia mayoría social, que situada en medio del conflicto de la guerra fría, necesitaba de apoyo internacional y en particular de articularse con la experiencia socialdemócrata muy poderosa en aquel momento a nivel mundial y, sobretodo, comprender que estos cambios estructurales requerían gradualidad y que era imposible realizarlos en solo 6 años de gobierno.
Por cierto influyeron los excesos de las posturas ultraizquierdistas dentro y fuera de la Unidad Popular que, sobrepasando el programa de Allende y las fases allí acordadas, en la práctica, plantearon una política de enfrentamiento frontal con la burguesía, con los productores, con los propietarios, incluso con los pequeños propietarios agrícolas, lo que contribuyó a que estos sectores cerraran filas con los grupos verdaderamente dominantes y terminaran aislando socialmente las reformas del Presidente Allende y a su propio gobierno.
Los desbordes izquierdistas que vulneraban el programa de la Unidad Popular y su ritmo perjudicaban la estabilidad del gobierno y contribuían a aislarlo, debilitaban la alianza con sectores constitucionalistas civiles y militares, y en definitiva creaban un clima de ingobernabilidad, propicios a los desbordes sediciosos de quienes precisamente impulsaban un clima de caos y de intranquilidad como parte de un programa definido para derrocar el gobierno constitucional.
La ausencia de una gobernabilidad efectiva se traducía en una pérdida de autoridad política y provocaba de manera permanente un desfase entre la velocidad con que el bloque reaccionario actuaba y cohesionaba adeptos a su alrededor para desestabilizar el gobierno y la extremada lentitud de la Unidad Popular para decidir sus pasos tácticos, debido a la división interna.
La muerte del Presidente Allende defendiendo, incluso con una metralleta en mano, el Estado de derecho y la democracia, selló su compromiso imborrable y épico con su pueblo, con sus ideales socialistas y con la república y sus instituciones que murieron junto a él con la dictadura militar.
Por eso, a 47 años del golpe militar de 1973, Allende será recordado en Chile y en el mundo como un símbolo de esperanza de una vida más digna para todos los pueblos, como Mandela, como los grandes hombres que han escrito una historia que no es solo nacional sino mundial.
Antonio Leal es ex Presidente de la Cámara de Diputados, Sociólogo, Doctor en Filosofía
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