Por Pedro Durán.- Volvíamos de Marruecos, con Martha, mi esposa, después de haber pasado unos días de descanso donde un amigo español que había conocido en Haití, en 2011, cuando tratábamos de ayudar a la reconstrucción post terremoto de 2010.
Tomamos un taxi conducido por un señor canoso, de pelo largo y gruesos anteojos, para ir a nuestro domicilio. Como pasa en pocas ocasiones, pero pasa, el taxista no tenia el equipo para tarjetas de crédito y yo no tenía billetes, como antes se usaba.
Fuimos los dos en busca de un cajero para poder pagarle.
Cuando terminé de pagarle me preguntó de dónde era. Supongo que mi uso del idioma francés le indicó que era extranjero. Mi respuesta fue sencilla: “De Chile”. Pegó un pequeño salto, se dio vuelta para mirarme a los ojos y me dijo: “¡Salvador Allende!”. Sinceramente emocionado, con ojos brillosos que invitaban a la conversación.
Said, como se llamaba mi taxista, nacido en Argelia, me empezó a hablar de lo importante que había sido para los movimientos independentistas de Argelia y los países vecinos en África, la figura de Salvador Allende, como ejemplo de gran líder político para el mundo entero.
En esa época no existían las redes sociales ni los celulares, y las nuevas tecnologías estaban en período de gestación en algunos garajes de Estados Unidos, según cuentan algunos líderes de las empresas multinacionales de hoy.
Las noticias demoraban en dar la vuelta al mundo. Telegramas, correo y llamadas de larga distancia vía operadoras eran las formas de comunicarnos a nivel del planeta.
Sin embargo, la figura de este médico, Allende, que quería construir un mundo más humano, solidario, en Democracia, llegó a todos los rincones del planeta, en todos los idiomas, constituyéndose en la referencia de un mundo nuevo por el cual valía la pena luchar.
Le explicaba a Said la importancia de Salvador Allende para América Latina, con su propuesta democrática de un mundo mejor basado en los derechos humanos, en los principios de “Liberté, egalité, fraternité” de la Revolución Francesa y él me respondía con la importancia de las luchas políticas de África, Vietnam, y otros países de Asia que buscaban también una nueva sociedad.
Nuestra conversación parecía la de dos viejos amigos bomberos, que recordaban sus acciones para combatir incendios que amenazaban la vida en el planeta, con un dejo amargo de no haber apagado todos los fuegos, pero a lo menos de haberlo intentado, arriesgando lo único valioso que tiene el ser humano, su vida.
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