Fidel Améstica nos lleva por un viaje a través del amor y la acción de amar, para entender la profundidad de un concepto y de una emoción.

Por Fidel Améstica.- (A Tania Castillo Corral y mi cuasi ahijado Julián). Si queremos saber algo, acudimos al lenguaje; y damos con las palabras, y cada una viene de otra más antigua, casi siempre de un idioma distinto y arcaico; nos perdemos en las raíces portadoras de un centro semántico desde el que han irradiado múltiples sentidos, acepciones, derivaciones; y cada centro semántico termina siendo un discurso hipotético o imaginario, aunque no por ello menos alumbrador; y a pesar de que existen muchos charlatanes descomponiendo raíces a su pinta y antojo, construyendo etimologías espurias, no deja de ser entretenido y desafiante retroceder al desnudo de prefijos y sufijos.

En ese ánimo, al rastrear la palabra “amor”, sabemos que el latín ya la registraba tal cual la conocemos ahora, y el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española propone como su raíz el sánscrito amm, voz infantil para llamar a la madre, y el sufijo latino -or que significa “productor-constructor”. Amor es, de acuerdo a esto, producción-construcción de un llamado a la madre, el origen, por decirlo de un modo. Y de amm tenemos el latín mamma, seno, de donde proviene lo que somos nosotros: “mamíferos”, los que “maman”.

Ver también:
Diablo por conocer es el conocido
La respuesta del taimado: Ilíada, rapsodia IX, verso 378

El mejicano Luis Felipe A. El Sahili González, doctor en Psicología y Educación, explica de la siguiente manera el término “amor”:

El secreto de este vocablo se revela a la luz de la onomatopeya; es decir, de la creación espontánea de las palabras. El sufijo -or, que se heredó del latín, significa “productor o constructor, y la raíz am (con que inicia la palabra amor), no es otra cosa que una metátesis de la sílaba “ma”, que al duplicarla produce mamma, la cual era la forma como los niños llamaban a su madre en Roma. Visto de esa manera, el amor es un constructor de vínculos para que el hombre vuelva madre a una mujer y ésta se ligue permanentemente a sus hijos. La etimología explica el vínculo emocional que nos une, tanto en lo sexual como en la necesidad de protección y gratitud. Derivado de lo anterior, el amor es el origen de las nuevas vidas y la garantía del amparo hacia ellas.

Ahora bien, nada nos asegura que sólo en Roma los lactantes dijeran “am” al no sentir cerca a su madre, pero sabemos por medio de El Sahili que sí se registró en esa cultura. En lengua inglesa o germana, en vez de “amor”, tenemos love y liebe, respectivamente; entonces, ¿en qué queda la etimología que hemos revisado? El centro semántico o zona cero tendría valor solo en español, en teoría, o eso nos diría un tipo de lógica. Por suerte, también toca esta arista el amigo El Sahili:

[…] la palabra amor es una onomatopeya que proviene de la sílaba “ma”, pronunciada espontáneamente por los bebés de pecho (la letra “m” es de las primeras consonantes que se producen cuando el bebé toca el pezón de su madre, pues alrededor de éste se juntan sus labios); por el contrario, en la letra l, con la que empieza la palabra amor en inglés love o en alemán liebe, aparece la acción de saborear con la lengua. La onomatopeya de las dos raíces delata la importancia del contacto en la rama itálica, mientras que en la rama germánica, el disfrute. En el amor latino se acentúa la protección del pecho; en el sajón, la incorporación de la leche*.

Contacto y disfrute. ¡Notable! Aunque no hay que olvidar que toda etimología es la construcción de una hipótesis con distintos grados de firmeza en sus argumentos. Ahora, si el centro semántico, pongámosle subcero, entre love y liebe nos lleva a una misma raíz indoeuropea, leubh, muy distinta a nuestro “amor”, cuya raíz sería amm, tendríamos dos orígenes, leubh y amm, que apuntan a una misma realidad, el vínculo con la madre, su calor, su alimento.

El griego, por otro lado, distingue filía (φιλία, amor de amistad), eros (ἔρως, amor sexual), storgé (στοργή, amor familiar) y agapi (ἀγάπη, amor incondicional). Este último es el equivalente de amor, love y liebe. La expresión “te amo” en griego actual prácticamente es la misma, σ’αγαπώ (s’agapó), y el sustantivo ἀγάπη (agapi) nos ha dado nuestra palabra “ágape”, término que acuñaron los primeros cristianos para referirse a reunión fraternal, en una comida, porque el verbo (αγαπώ) tiene un sentido nutricio del amor, por lo incondicional. Amor, love, liebe y agapó, y seguro que en otras lenguas hallaremos otras raíces cercanas al sentido que estamos barajando. En mapuzungun es ayün, pero desconocemos su centro semántico y su trayectoria etimológica. Jodorowsky tuiteó que aywon (en vez de ayün) se refería a “nacimiento de luz” o “luz que mira”, tomado al parecer de un libro de Ziley Mora, pero de inmediato sufrió un trolleo desmintiéndolo, y entre sus detractores estaba un hablante de mapuzungun, Amaru Quyllur. El amor puede que sea luminoso, pero hay que ser cuidadoso con retroproyectar una interpretación particular por atractiva que fuere, en especial cuando, por ejemplo, muchos germanos o anglohablantes conocen mejor el mapuzungun que nosotros los chilenos.

El viaje de las palabras es inabarcable, por procesos metafóricos y metonímicos en el uso de la lengua, lo que un término designaba muchas veces acaba describiendo algo totalmente distinto, incluso opuesto. Por ejemplo, versátil refiere al movimiento, volver, y de ahí al sentido de adaptarse, ser flexible, pero también, y en razón de este significado, llegó a ser voluble, ambiguo, pero el uso al menos en Chile lo hizo sinónimo de habilidoso, tener habilidad en varios ámbitos. La frontera semántica se ha expandido como una onda de agua cuyo centro es el impacto de la piedra que hemos dejado caer ―que es cuando usamos las palabras―, pero después las aguas se aquietan y no podemos saber dónde cayó exactamente la piedra; quizás quede un eco en un oleaje imperceptible infinitamente lejano al centro que le dio origen, y a su vez se ha combinado o anulado al chocar con otras ondas producidas por otras piedras que cayeron sabe Dios dónde. Y si nos erguimos y elevamos la mirada a la bóveda celeste, ojalá sin contaminación lumínica, podemos ver el eco del tiempo en un puñado de luces que nos muestran cuerpos que ya no están ahí; el presente de nuestra contemplación ya es un pasado perfecto en el cosmos.

Así ha viajado la palabra amor, y cada vez que sentimos una llamada o somos parte de un vínculo, sabemos que eso corresponde al amor, es un nuevo pedrusco generando ondas en el agua semántica. Hemos olvidado la onomatopeya del lactante llamando a su madre por su seguridad y alimento, pero ahí está la que lo parió, el hijo, los amantes, los lazos que día a día vemos fortalecerse o debilitarse en tan diversos contextos y escenarios. Y quizás por economía o falta de observación, en español usamos la misma palabra para referir el afecto fraternal, de pareja, filial, a una institución, al país, al pueblo, al barrio, a algunas fotografías, al oficio o profesión… Todo ello lo designamos con la expresión “amor a…”.

Por internet, y también antes de que apareciera la Web, muchas veces vi y escuché que “amor” significaba “sin muerte”, y esto resultaba al descomponer el vocablo en a- (sin) y –mor (contracción de mortem), pero sucede que el prefijo de negación privativa a- es tanto latino como griego (a-normal, a-político, a-teo), y el sufijo –mor, aunque del latín, para significar “sin muerte”, cualidad de los dioses, se dice immortalis, por lo que aquí funciona el prefijo in-; o habrían usado expresiones en ablativo como nulla mors o sine mors. Pero lo que al parecer sucedió fue que se descompuso la etimología de una palabra de origen latino como si fuera un vocablo griego, porque en griego “inmortal” es athánatos (αθάνατος, sin muerte).

La deducción etimológica “a-mor” como “sin muerte” es un desarrollo conceptual a posteriori, retroproyectado. Y resulta que el lenguaje es esencialmente metafórico, siempre está autogenerándose desde el contacto con la vida y la experiencia, construye puentes de sentido por analogía, por este “contacto y disfrute”; la abstracción es un proceso posterior: la lengua, antes que buscar definiciones de lo que experiencia, comunica lo más vívido posible esa experiencia, la verbaliza; y esta etimología espuria de amor como “sin muerte” construye un concepto en función de un sentido preconcebido: “amor eterno”, y a las claras, vemos que, precisamente, “amor” nace de una experiencia ante la muerte, el miedo, la soledad, ante la conciencia de la finitud y de lo efímero.

Algo similar ocurre con otra etimología sospechosa, “alumno”, que se la ha hecho derivar de a-lumen, sin luz. Mismo fenómeno: a- es prefijo tanto griego como latino. La palabra latina que subyace en “alumno” es el verbo alere, alimentar, no el sustantivo lumen. Alumno corresponde al que necesita ser alimentado (con el almus, el alimento) para que llegue un día a ser capaz de alimentarse por sí mismo, es decir, que pueda convertirse en un altus, un ser ya alimentado (o formado) que puede alimentarse por sí mismo, y de altus deriva nuestra palabra “adulto”.

De ahí y por ello ─retrocediendo a lo referido al término “amor”─ la llamada del niño a su madre para alcanzar su pecho y sentirse seguro. Cada persona, en el camino de su formación, pide y necesita el alimento de su mente, de su espíritu, de su carácter, y este suele entregarlo una madre nutricia, instituciones que llamamos alma mater (“alma” de almus: alimento, no de animus: aliento). Y tenemos que el alumno se alimenta

  • en la escuela, vocablo que deriva del griego skholé (σχολή, ocio, serenidad de alma, paz interior);
  • en el colegio, entre pares o legos, en igualdad de condiciones (collegium, asociación escogida);
  • en el liceo (por el jardín cercano al templo de Apolo Licio, donde Aristóteles fundó su escuela peripatética ─de peripateo [περιπατέω], caminar libremente, mientras leía─, y “Licio”, por nacer el dios en Licia, o derivar de λῠ́κος/lýkos/lobo, o de la raíz λύκ (lýk, luz, lux en latín) en su calidad de abundante (λύκαιο, lýkaio), y relacionada con los nombres Luna, Lucy y Lucio (y puede que de ahí también la confusión de entender “alumno” como alguien “sin luz”);
  • en la academia (por la escuela que fundó Platón en los jardines o bosque sagrado cerca de la tumba del héroe legendario Academo, en Atenas);
  • en el gimnasio (de γυμνός/gymnós/desnudo), donde se entrenaba desnudo y sociabilizaba;
  • en la universidad, donde la diversidad confluye en la unidad (algo totalmente contrario a lo que vemos hoy, pues la educación superior se ha enfocado en las “especialidades”).

En todos estos lugares se cultiva la creatividad, la contemplación y la reflexión desde el silencio interno, para en ese recogimiento incubar el obrar creativo y la cultura. En la escuela, el que es alimentado,

  • se instruye (del latín instruere, construir);
  • se educa (del latín educare; de ducere: llevar, transportar, dirigir, conducir; y ex: fuera).

Educar es alimentar la mente y el cuerpo para que a partir de ellos se concreten y tomen forma las posibilidades que encierran ―es el parto del que hablaba Sócrates―, y así, salga a relucir el carácter como destino en, desde y con la persona. La pedagogía (παιδαγωγία: παιδός [paidós], niño, y ἄγειν [aguein], conducir, guiar, llevar adelante) se trata de esto mismo, de saber conducir al niño que se está formando hacia la persona que debe ser y está en potencia en sí mismo, ofreciéndole el alimento apropiado.

En este sentido, ser profesor es un oficio alimentario, de cocina, gastronomía y gourmet: saber preparar los alimentos que se requieren, día a día y en cada etapa, en los momentos precisos y en las porciones óptimas según lo que cada cual requiera. Esto es la base sobre la que se yergue cualquier magisterio que se precie de tal. La madre alimenta, y los niños la llaman cuando tienen hambre. No es un asunto de género, sino arquetípico, del cual todos somos parte.

Vivir, entonces, es aprender a alimentarse en el “seno” de la vida, dar y recibir amor, y de ese modo, esa doble acción, de dar y recibir, otros, en el tiempo, la sigan ejecutando. El amor, en tanto llamada a la matriz, a la mater, es el puente desde el cual alcanzamos la vida y la muerte, vamos de una hacia la otra, llegamos a la vida hasta alcanzar la muerte, y morimos para volver a la vida que está más allá de nuestra vida. Amar, llamar a la vida con el grito más profundo de nuestra indefensión y vulnerabilidad, porque la muerte la tenemos aquí mismo y esto nos pasma, nos detiene, nos congela; amar, encender el calor que nos moverá más allá de nosotros mismos y alentar a los demás.

En consecuencia, si Dios, o lo que fuere, creó el mundo y a la humanidad, la humanidad, por tanto, ¿qué crea? Palabras, y con ellas… mundo. La naturaleza, se reproduce. Nosotros, hablamos, porque esa es nuestra naturaleza, aun siendo mudos, sordos, mancos o ciegos. Fabricamos, hacemos y creamos cosas, objetos, mesas, sillas, casas y rascacielos; leyes y reglamentos; software y apps, pero antes, simplemente: hablamos, por gracia de la necesidad de juntar los labios sobre el pezón de la vida. Abrimos la boca para decir la vocal a, y vamos cerrando los labios hasta decir u y luego m apretando el pezón: AUM, la sílaba que contiene todas las lenguas. El resto… viene después, para erguirse sobre este fundamento: mamar para nutrirse de amor, y proseguir, para que los que vienen hagan lo mismo.

* El Sahili González, Luis Felipe A. La maravillosa historia de las palabras. Reflexiones y análisis para contribuir al entendimiento del idioma español. Guanajuato. Ediciones La Rana, 2015, p. 140. (El destacado es nuestro).

Alvaro Medina

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