Max Oñate Brandstetter[1].- «Por definición, un gobierno no tiene conciencia». Albert Camus. La transición nunca acabada en Chile, desde 1990 hasta la fecha, ha creado un clima de pérdida de control de la vieja elite, que derivó –entre otras cosas- en el actual proceso constituyente.
Al iniciar el gobierno de Boric, trataron de instalar su agenda; pero este ejercicio se vio entorpecido, primero, al incorporar en el lenguaje el concepto de Wallmapu, con un accidentado intento de diálogo en la zona y, luego, por la interpelación de un ex parlamentario derechista en Argentina.
¿Qué sucede con eso? Nada de gravedad determinante, al menos no al punto de hacer caer gobiernos al poco andar. Lo que sí es un problema, es que no pueden mantener el control de la agenda, y en ese contexto, si el gobierno no la maneja, otros actores políticos lo harán.
Esto ha dividido el quehacer político en dos mitades en lo mediático: por una parte, se instala la agenda de seguridad pública, la “falta de orden público”, la inseguridad y la delincuencia. Temas permanentes en absolutamente todas las campañas de la derecha. Queda, por tanto, en segundo plano la transformación institucional, so pretexto de que “los intereses ciudadanos y la agenda cambian”.
El proceso constituyente se realizó con un plebiscito de entrada (donde si ganaba la opción rechazo, se acababa automáticamente y nadie propuso bajar los quórums a 4/7 por entonces) y elección de constituyentes, con un mecanismo de toma de decisiones de 2/3+1. Este proceso resultó en que la derecha no obtuvo 1/3 para vetar los cambios y, evidentemente, no les gusta el resultado. Desde este escenario, levantaron una campaña ininterrumpida por el rechazo, insertando abstracciones como: restituir la confianza en Carabineros y FF.AA.; la defensa de las ISAPRES y del sistema de AFP, entre otros; argumentando que eran las demandas planteadas en la movilización del estallido social, con nula coherencia.
Desde 2019 y hasta el final del gobierno de Piñera, la crisis institucional estaba más clara que hoy, pero –dada la tradición electoral- se pensaba que finalizaría al acabar un gobierno y asumir el próximo. Ese detalle hace pensar que en el manejo de la política a veces se da por superados ciertos temas, sin haber contribuido a nada y sin cerrar ningún proceso. La alternancia en el poder no resuelve (ni resolverá) la crisis institucional.
El descontento social no se acaba porque Piñera ya no ejerza funciones de poder público, y en el contexto de la imposibilidad de manejar la agenda pública, la clase política en su conjunto (incluido el gobierno) tiene mucho que ganar a través de la opción rechazo, porque triunfa la tesis del orden público.
Esto permite arremeter contra los estudiantes y sus reivindicaciones, que dicho sea de paso, disminuirían de forma importante –si es que no se acaban por completo- si se repara la infraestructura de los colegios, se incorporan los profesores necesarios y se mantiene control sobre la alimentación, no (solo) para poner multas a las empresas alimenticias, sino para solucionar el error y permitir la regularidad del servicio en óptimas condiciones.
Hay otras dos acciones concretas en la búsqueda de la tesis del orden público que, en mi opinión, comparte una estructura que puede derivar en una crisis mucho mayor.
Durante el comienzo del gobierno anterior, se instaló un meta relato del “gobierno de matones”, con el que se buscó pacificar a los estudiantes (Aula Segura), a los comerciantes ambulantes (desde municipalidades como Providencia) y a los mapuche. Esto calza con la mirada administrativa empresarial que se entendía como gobierno y ejercicio del poder si, además, añadimos la ley antibarricadas, la propuesta de infraestructura crítica (sin resolver quien quemó el Metro) como condiciones para tener una democracia tutelada.
Estos mismos tres ejes (o tres sujetos) de trabajo para la “restauración del orden público”, son los mismos que seleccionaron durante la administración de la derecha y que, de continuar por ese rumbo, fácilmente puede derivar en un nuevo estallido social, dado el continuismo de la represión selectiva en el nuevo gobierno.
Eso es lo que consolidaría el triunfo del rechazo, aunque es incapaz de garantizar continuidad y estabilidad, porque la crisis institucional continúa, a pesar del cambio de gobierno y de las elecciones de otro tipo.
En el proceso constituyente se ha decidido acabar con el Senado (aunque construyendo otra cámara en su reemplazo) e impedir que la corrupción pueda asumir parte o la totalidad de la administración pública, como los derechos comerciales del agua en tiempos de crisis hídrica y climática. Esto ha condicionado el ánimo de los grupos más conservadores del país, al alero de los partidos tradicionales de los que forman parte. De ahí la “transversalidad” del mundo del rechazo.
Este suceso se ha mitificado a sí mismo, dividiendo (imaginariamente) una elección que tiene solo dos opciones, en cuatro posibilidades inexistentes en la papeleta del plebiscito de salida: Apruebo, Apruebo para Reformar, Rechazo y Rechazo para Reformar, como si se tratase de candidaturas unipersonales, como una oportunidad de recuperar el poder perdido por el “centro liberal-socialista” que perdió en las últimas elecciones.
Ahora bien, si en las elecciones votan los mismos electores de siempre -salvo participaciones puntuales del resto de los inscritos, como el caso de la segunda vuelta presidencial recién pasada- tendríamos que asumir que hubo votantes de derecha que votaron por el Apruebo en el plebiscito de entrada, posiblemente motivados porque la propia derecha tuvo divisiones internas por las alternativas ante el plebiscito.
La derecha ha creado una figura compacta y sin disidencias por la opción rechazo, si no fuera por esa división interna de ganar para conservar o para reformar, con la clara intención de atraer a sus “antiguos electores”, con la finalidad de estrechar el resultado, en relación al plebiscito de entrada. También ha incorporado a viejas figuras de la concertación, Senadores (por las razones ya expuestas), figuras públicas, en un intento de “desderechizar el rechazo”, teniendo todas (o la mayoría) de encuestas a su favor, con el mayor financiamiento en la campaña, y con métodos bastantes cuestionables. Pero entonces ¿por qué recurrir al relato del fraude electoral? Entiendo que los fenómenos internacionales transforman el procedimiento político de los actores locales, instalando estrategias del marketing, propias de Trump.
Durante la segunda vuelta presidencial, fue José Antonio Kast, quien instaló la idea de denunciar fraude electoral en caso de perder, pero desistió de eso finalmente.
En este escenario de “Trumpinización política” no es novedoso en Chile, pero teniendo la oficialidad de la “opinión pública” a favor, al mismo tiempo que se llama a actuar contra el fraude electoral, hay algo que no cuadra dentro del relato, pero lo importante es saber qué cosa es lo que no corresponde a la ecuación y por qué.
El contexto que vivimos en la recta final del plebiscito de salida tiene varias lecturas paralelas de un contexto global que tiende a complejizar el análisis, pero perdiéndose de lo realmente importante: el contexto de toma de decisiones.
La metodología de la estadística electoral (predicciones) usa la geografía electoral, para construir (o entender) identidades electorales, para saber qué perfil de elector vota la opción X y quiénes, la opción Y, lo que resulta útil para definir el desempeño de candidaturas, pero en procesos relativamente nuevos (actos plebiscitarios), resulta algo inútil, como en el caso del empate entre la convención constitucional y la convención mixta, por poner un ejemplo.
De este modo, el mundo de las encuestas ha errado el camino, en tanto se piensa a sí mismo en este proceso electoral como si se tratase de una primera vuelta presidencial, con nueve candidatos, separando artificialmente en categorías inexistentes en las opciones del plebiscito de salida.
Este contexto es coherente con los nichos electorales de existencia propia, que se han incorporado a la discusión pública sin obtener ni un solo escaño en las últimas cuatro elecciones. Algo profundamente impensado para el mundo de la representación y de la legitimidad nominal.
Se ha instalado con ello, en la “opinión pública”, una variedad o un abanico sin expresión en el actual contexto, donde muchos señalan que “los apruebo para reformar y los rechazo para reformar son la gran mayoría del proceso”, con la clara intención de instalar una tercera vía o tercera opción en la papeleta, aunque esto fue definido desde el principio del proceso constituyente, como las reglas del juego. En la vida real, toda aproximación a distintas colectividades o identidades electorales, no significan absolutamente nada, pues estos problemas se resuelven en el marco de una decisión binaria y con los datos reales; pues el resto, es mera especulación.
Conclusiones:
Las élites políticas mantienen una batalla comunicacional sobre régimen político y mantención de cuotas de poder, mientras en la ciudadanía la discusión pasa por la incorporación (o no) de nuevos derechos sociales.
Ha reaparecido la voluntad política de los viejos administradores de “la política de los acuerdos” de una generación política que se acomodó al ejercicio del poder en los marcos de la constitución vigente, al punto que se despreocupó totalmente de las atenciones a la sociedad civil, que terminó por armar su participación política propia, desembocando en los sucesos del 18-O.
La clase política se piensa a sí misma, como el poder constituido que tiene como misión ordenar el tablero del poder público, construyendo el relato del triunfo electoral de una opción, mucho antes del momento electoral, que sin embargo no han logrado entender que el contexto en el que vivimos, no es más que el fenómeno del pueblo sin atributos, pero hastiado, con una amenaza ensordecedora de una revolución bajo el neoliberalismo, sin conducción ideológica ni orgánica, cuyas características hacen impensable la tranquilidad de la elite.
[1] El autor es Cientista Político, licenciado de la Universidad Academia Humanismo Cristiano.