Por Loreto Hoecker.- Como sabemos, nos enfrentamos a una demanda de liberación de las personas imputadas, detenidas, privadas de libertad, formalizadas, acusadas y/o condenadas en relación con el estallido social: los llamados presos políticos de la revuelta social. Incluso, se debate en el Senado un proyecto de ley de indulto general respecto de estas personas.
Aunque para algunos en Chile no hay presos políticos, no cabe duda que se trata de una diversidad de conductas expresivas de la ruptura del orden social naturalizado en que se encontraba el país. Ruptura resultante no sólo de una crítica política de dicho orden formulada como tal (dimensión racional del conflicto), sino muy especialmente del “estallido” de la ira y otras emociones acumuladas a través de los años por los efectos de esta realidad sobre la gran mayoría de las familias y las/los ciudadanas/os. La magnitud de estas movilizaciones, expresivas de una gran crisis societal y la incapacidad del sistema político y de las fuerzas policiales para contener la masiva ruptura del orden público, produjeron una realidad política de tal magnitud que obligó a buscar una salida que abriera la posibilidad de generar una institucionalidad completamente nueva, esto es, otro marco definitorio de nuestra convivencia. De este modo –aunque en algunos casos se trató de una violencia delictual que profitaba de la reinante incapacidad de mantención del orden público– estas conductas en su conjunto, y no aisladamente, generaron esa nueva realidad.
A través de todo el tiempo que han durado las movilizaciones sociales desde el 18 O, las fuerzas policiales han desplegado una intensa represión, ya sea respecto de protestas pacíficas o violentas, ignorando en demasiadas ocasiones principios básicos de cualquier orden democrático y con efectos devastadores para las personas, cuestión consignada en los informes de las más importantes instituciones de Derechos Humanos nacionales e internacionales. En el contexto de esa represión se detuvo y encarceló, justificada o injustificadamente, a una cantidad de ciudadanas/os acusados de desorden público, faltas y delitos de distinto tipo. Frente a estas personas privadas de libertad, las fiscalías y los tribunales desarrollaron diversos comportamientos, aunque en algunos casos ha sido observable la tendencia a ignorar garantías procesales fundamentales y utilizar extensa, profusa y largamente la prisión preventiva.
Actualmente un sector no menor de la sociedad entiende estos hechos producidos, y que son considerados como conductas ilícitas, en su real dimensión y contexto; inclusive parte del sistema político que en estos días debate en el congreso nacional un proyecto de ley de indulto respecto de estas personas. Esta propuesta legislativa se sostiene en la idea que tales conductas se dieron en un contexto de crisis socio política cuya resolución se ha encaminado por vía institucional, y que el “estallido social” originó un importantísimo proceso de transformación democrática de la sociedad chilena, por lo que corresponde abandonar toda respuesta punitiva a un conflicto de origen netamente socio político.
La discusión del proyecto de ley de indulto, sin embargo, presenta una cierta complejidad por la diversidad de situaciones que deben ser consideradas:
Desde luego, la actuación de los operadores del sistema penal. Así, tenemos la realidad de las policías y sus sistemáticas violaciones de los derechos humanos de los manifestantes y también los casos de montajes ya conocidos públicamente. Por otro lado, ciertas fiscalías acusadas de haber aceptado y usado tales montajes o que han basado sus acusaciones únicamente en declaraciones de policías que actúan de testigos; y los tribunales del crimen que, en ciertos casos obviaron el principio de inocencia y/o que no siempre han garantizado el debido proceso y/o utilizaron frecuentes y largas prisiones preventivas, incluso de personas que luego han sido liberadas por falta de mérito.
Las implicancias de la aplicación de una inaceptable legislación especial dictada para endurecer el control represivo de los conflictos sociales (verbigracia, la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado), que trae como consecuencia la imposición de frecuentes y largas prisiones preventivas y sanciones penales más rigurosas.
Pero, por otro lado, también se necesita considerar que es distinto fundamentar un indulto o una amnistía –como instrumentos jurídicos de pacificación social- respecto de hechos asociados a desórdenes públicos o de claro tinte político, que respecto de aquellos ilícitos comunes producidos en el marco del estallido social (por ejemplo, saqueos); y en general, en relación con conductas violentas que hayan producido daños y pérdidas relevantes a personas y sus bienes.
Más aún, es difícil sostener la procedencia de esos mecanismos jurídicos del indulto o la amnistía sin considerar realmente la situación de las víctimas de la violencia producida con ocasión del estallido social.
Impulsar una política que promueva el indulto, la amnistía o la reparación
Desde luego es fundamental asumir que, como dijimos, estas conductas se han dado en un determinado contexto socio político excepcional y que, en su conjunto, representan y constituyen una realidad política insoslayable. La instalación de la Convención Constitucional lo hace evidente pues su existencia deriva de la realidad generada por el estallido social. Debatir el pro o contra de una ley de indulto a partir del caso a caso según las distintas conductas manifestadas por las personas en ese contexto, sólo introduce confusiones en su comprensión y elude su carácter político y el efecto democratizador que en su conjunto han producido.
Igualmente, resulta complejo el caso a caso si consideramos la dificultad que representa poder diferenciar situaciones reales de comisión de ilícitos, de escenarios en que se trata de montajes policiales o incluso de algunas fiscalías, como se ha podido observar en algunos casos o como se denuncia en otros. Esto podría prolongar por largo tiempo la resolución del conflicto y la injusticia que representa seguir en la misma situación. Por ello se requiere de una respuesta política acorde al camino institucional en que el país conduce hoy la resolución de los conflictos subyacentes al estallido social y que dan cuenta de lo sucedido. Asumirlo así es parte del esfuerzo de pacificación de la convivencia social y política (configuración de un nuevo marco de convivencia, empezando por la elaboración de nueva constitución a través de una convención constituyente). Ello legitima completamente la propuesta de una ley que cierre este episodio y evite nuevas expresiones de violencia.
Más aún, sería conveniente no dejar la aplicación de la ley a los diferentes criterios, disponibilidad de tiempo según carga de trabajo y actividad de todos y cada uno de los jueces y fiscales que ven estas causas, que podría desperdigar el quehacer y producir inconsistencias, además de demorar quizás cuánto tiempo el cierre de los casos. Más bien se requeriría constituir un grupo ad hoc dedicado sólo a esta tarea, para asegurar la aplicación de la ley de manera homogénea y adecuada de los criterios de la ley de indulto que se apruebe y, más aún, asegurar su aplicación en un plazo acotado.
Junto con una necesaria ley de indulto, es ineludible plantearse una política de reparación por parte del estado, que debe considerar:
Entendido así, la ley traduciría una política de indulto y también de reparación de las víctimas que permita al país transitar hacia cambios tan relevantes como los que ya se diseñan, en el marco de un amplio respaldo social pacificador.
Respecto de los casos de ilícitos propios del delito común o que no tienen una motivación política o de cuestionamiento de la institucionalidad o el orden existente, pero que se dieron en el contexto del estallido social, consideramos que también sería preferible una política reparatoria o restaurativa más que penalizante. La experiencia de 200 años del sistema penal moderno nos muestra que, en los casos de delito común, el castigo suele ser inconducente pues no resuelve los conflictos o las situaciones socialmente problemáticas en que este se genera. Además, se trata de comportamientos muy diversos entre sí y que se vinculan con una multiplicidad de problemáticas psicológicas, psico sociales y socio cuturales. Por ello, si la respuesta del Estado se reduce al castigo penal, las conductas se repiten una y otra vez. Cuando hablamos de delito común, para su abordaje – si es que queremos resolver más adecuadamente el conflicto que se somete a la justicia-, requerimos de una mirada más profunda, más sustantiva. Por ello, más relevante que la violación de la ley por parte de quienes actúan disruptivamente, es referirnos a esas conductas en tanto producen importantes daños a personas, comunidades y/o relaciones sociales, generando la ira de las víctimas afectadas por tales comportamientos.
Frente a estas conductas dañinas socialmente y al fracaso del castigo para evitarlas, a la imposibilidad del sistema penal de perseguir la mayoría de tales conductas, al nocivo efecto de deterioro humano que produce el sistema penal y en especial el sistema carcelario sobre las personas, así como su carácter discriminatorio y clasista, hace ya medio siglo que se han planteado formas distintas de abordar estas conductas. Se trata de respuestas organizadas desde otra perspectiva en que, más que castigar, se busca procesar los conflictos generados por el delito y dar cuenta de las situaciones sociales y personales que le han dado origen; y, en especial, se busca promover la reparación a las víctimas como manera de suscitar la asunción de responsabilidad del infractor/a por el daño producido por su actuación delictual.
Cabe considerar que estos mecanismos de desjudicialización, salidas tempranas y/o reparatorias se encuentran actualmente vigentes en el sistema procesal penal, y bastaría adecuar la legislación para acceder a ellos respecto de las situaciones que hemos reseñado.
Junto a lo anterior, cabe poner en el debate las implicancias de la existencia de leyes especiales utilizadas para endurecer el control represivo de los conflictos sociales – y plantearse cambios. En el caso de las personas imputadas, presas y condenadas de la revuelta social, tiene particular relevancia la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado, que ha repercutido en las largas prisiones preventivas y probablemente tenga incidencia en sanciones penales inusitadamente duras. Ha sido utilizada sin duda con la finalidad política de inhibir la protesta social. Junto con una demanda inmediata para que se desista del uso de este instrumento jurídico y de los efectos agravantes que ha tenido y podría seguir teniendo, correspondería en el mediano plazo plantearse la derogación de todas aquellas leyes que pretenden resolver los conflictos sociales a través de este camino y orientarse a utilizar la legislación común; y, especialmente, favorecer su procesamiento por vías políticas democráticas. Cuestión que corresponde al sistema político y sus nuevos actores.
Lo anterior no obsta respecto a la necesaria actuación en el ámbito jurídico político, en relación a una cuestión tan fundamental para el Estado de Derecho de una sociedad democrática, como es asegurar el debido proceso, en los casos en que este haya fallado. En especial, el respeto del principio de inocencia y el uso de la prisión preventiva sólo de manera excepcional, con breve duración y en situaciones calificadas y no como instrumento al servicio de determinados intereses políticos. En este plano resulta de suyo evidente la exigencia que sean liberadas de inmediato las personas que aún se encuentran en prisión preventiva. Mantener la aplicación de esta medida cautelar es un despropósito injustificado, inaceptable e insostenible en una sociedad democrática, más aún en el contexto actual.
Como epílogo y visto desde una perspectiva más amplia, la situación descrita y el urgente abordaje de las situaciones inmediatas que afectan a las personas presas, imputadas y condenadas de la revuelta social, pone en el tapete la discusión respecto de los necesarios cambios del sistema de administración de justicia que deberán ser abordados en la nueva constitución y que merecen un acápite aparte. En esta dirección cabe destacar al menos:
La urgencia de redefinir la institucionalidad policial, en particular Carabineros, generando una nueva institucionalidad, proba, desmilitarizada, encargada de la mantención del orden público y de prestar apoyo a las labores de investigación de las fiscalías, todo ello con la finalidad primordial de asegurar la protección de los derechos de los ciudadanos y las ciudadanas; abandonando así su actual orientación basada en la doctrina de la seguridad nacional – resabio de la dictadura – que convierte en enemigos internos a los infractores de ley, especialmente a quienes cuestionan el orden establecido en cuanto tal.
La importancia de fortalecer la Defensoría Penal Pública, dándole autonomía del poder político gobernante para que puedan efectuar su labor con independencia y dotándola del personal y los recursos necesarios para ejercer una defensa de calidad, con eficiencia, eficacia y prontitud. Este es un requisito fundamental para una sociedad democrática que garantice a los ciudadanos/as enfrentados al enorme poder del Estado una adecuada defensa de los detenidos/as e imputados/as
La necesaria reforma del Ministerio Público, a fin de que se establezcan adecuados mecanismos de control de su actividad persecutora, y permitiendo formulas expeditas que consagren la responsabilidad penal, administrativa, civil reparatoria de los fiscales por sus actuaciones infundadas.
La impostergable reforma del sistema judicial, que implique permitir un verdadero acceso a la administración de justicia, en todos los planos en que sea requerida por los ciudadanos, evitando la discriminación y el aumento de las vulnerabilidades, y estableciendo un sistema de selección y de responsabilidad de los jueces en que intervenga de algún modo la comunidad nacional.
La necesaria reforma del sistema penitenciario, sin participación de privados orientados al lucro, desmilitarizando Gendarmería de Chile, constituida como una institución civil, orientando la formación de su personal acorde al respeto de los derechos humanos de la población penal pero también mejorando y humanizando sus condiciones de trabajo, dotando la institución de los recursos necesarios, fortaleciendo los sistemas de cumplimiento de penas no carcelarias. Asimismo, definiendo su regulación mediante una ley de ejecución de penas y la creación de la figura de un juez especializado para la etapa de cumplimiento de las sanciones penales que esencialmente salvaguarde los derechos fundamentales de los imputados/as y condenados/as.
Más aún, respecto del sistema de justicia penal y el control del delito común, resulta evidente la necesidad de avanzar desde esta ineficiente justicia centrada en el castigo, hacia un sistema que aborde los conflictos a través de mecanismos que permitan procesarlos y ojalá resolverlos, y que proteja a las víctimas y repare el mal causado. Nos estamos refiriendo por tanto a una justicia restaurativa y compositiva.
Loreto Hoecker es socióloga con especialización en el área criminológica
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