Imagen de Manuel Alvarez en Pixabay
Por Lisandro Prieto Femenía.- “La justicia sin la verdad es como la fe sin obras: muerta”. Arthur Schopenhauer.
Hace unos días salió a la luz el caso de Alejandro Otero, el drama de un hombre que estuvo en prisión por una falsa denuncia urdida por su exesposa. No se trata solo de una crónica judicial, sino de un síntoma lacerante de la crisis en la administración de justicia y en la comprensión de la verdad.
El hecho de que la madre de sus hijos los coaccionara para articular esa denuncia de abuso infantil no solo revela la perversidad de tales actos, sino la alarmante impunidad legal para quienes instrumentalizan el sistema, despojando a un individuo de su libertad, reputación y vínculo familiar más íntimo. Este suceso, lejos de ser una anomalía, ilustra la preocupante erosión de los principios que sustentan el Estado de Derecho.
La piedra angular de todo sistema jurídico justo es la presunción de inocencia. El artículo 11 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad…”. Sin embargo, ante las denuncias falsas y especialmente en delitos de alto impacto social como el abuso, este principio sucumbe con demasiada frecuencia ante la presión mediática y la protección descontextualizada de la víctima.
El calvario de Otero ilustra esta erosión. Fue arrestado el 25 de junio de 2018 y pasó veintiséis meses en prisión, solo para ser declarado inocente tras un proceso que duró siete años. A pesar de las inconsistencias en los testimonios infantiles, la falta de pruebas físicas y los indicios de su inocencia, el caso avanzó impulsado por la credibilidad inicial de la denuncia. No fue hasta que uno de sus hijos, ya adolescente, declaró en Cámara Gesell que el caso comenzó a desmoronarse. Alejandro perdió su trabajo, su reputación y años irrecuperables de cercanía con sus hijos, a quienes se les prohibió el contacto.
Históricamente, la carga de la prueba recae en el acusador. Cesare Beccaria, en “De los delitos y las penas” (1764), afirmaba: “la certeza de un castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más severo, unido a la esperanza de la impunidad”. Ignorar la impunidad ante la calumnia desequilibra la balanza de la justicia y socava la confianza pública. Estudios de la Universidad de California, Davis, estiman que las denuncias falsas por agresión sexual oscilan entre el 2 % y el 10 % de todas las denuncias, aunque en contextos específicos la cifra puede ser mayor.
Más allá de la vulneración jurídica, la falsa acusación acarrea un costo humano devastador. Las consecuencias psicosociales—estigmatización, pérdida del empleo, quiebre familiar y ostracismo—son insoportables. Organizaciones como Falsely Accused Individuals for Reform (FAIR) documentan la correlación entre denuncias falsas y problemas de salud mental, incluyendo ideación suicida. Aunque no existe una estadística global consolidada, los casos individuales que surgen en medios y ONG evidencian la extrema presión y desesperación de los afectados.
La crisis brota también de una noción de verdad influida por la postmodernidad. Jean-François Lyotard, en “La condición postmoderna” (1979), diagnosticó la incredulidad hacia las metanarrativas y la noción de una verdad única accesible mediante la razón. Esta crítica, lejos de liberarnos, ha permitido que la “verdad” de la víctima se imponga sin la corroboración de pruebas objetivas, reemplazando la epistemología judicial por una “razón victimista” insuficiente para una condena penal.
Como señala Victoria Camps en “El gobierno de las emociones”, “la justicia no puede basarse en la mera credibilidad subjetiva, sino en la demostración objetiva de los hechos”. Mientras las instituciones y los medios antepongan narrativas emocionales a la evidencia, la presunción de inocencia seguirá cediendo, y la justicia, traicionando su misión, dejará cicatrices irreparables en quienes peor la necesitan.
Es preciso reconocer lo imperativo que es revertir esta deriva asesina. Un sistema jurídico robusto debe proteger a las víctimas genuinas con todos los recursos disponibles, pero sin vulnerar los derechos de los acusados. La victimización automática del denunciante, sin que medie un escrutinio probatorio, no solo debilita la presunción de inocencia sino que, paradójicamente, deslegitima las denuncias verdaderas al sembrar dudas sobre la validez de cualquier acusación.
Un aspecto central de esta regresión judicial es la inexistencia o levedad de las penas para quienes perpetran falsas denuncias. En muchos ordenamientos jurídicos, las consecuencias por calumnia o perjurio son mínimas en comparación con el daño irreparable que pueden causar. Esta asimetría punitiva genera un incentivo perverso: el riesgo de una acusación infundada es bajo para el denunciante, mientras que las repercusiones para el denunciado son máximas.
Si existiera un castigo severo y proporcional —que incluyera reparación económica a la víctima de la denuncia falsa y penas privativas de libertad en casos de especial gravedad o dolo manifiesto—, es razonable inferir que la incidencia de acusaciones infundadas disminuiría drásticamente. La amenaza de una sanción real operaría como un potente disuasivo, restaurando la prudencia y la responsabilidad al momento de acusar.
Volver a un sistema que priorice la prueba tangible es fundamental. Esto implica fortalecer las etapas de investigación preliminar, garantizar que los operadores judiciales no cedan ante la presión mediática o la cultura de la cancelación y establecer mecanismos efectivos para sancionar las denuncias falsas. Solo así se podrá restaurar la confianza en la justicia y proteger a los inocentes de la destrucción de sus vidas.
La angustiosa experiencia de Alejandro Otero, resonancia de incontables tragedias silenciadas, nos obliga a confrontar una realidad perturbadora: ¿hasta qué punto nuestra sociedad, guiada por una empatía comprensible, ha debilitado las garantías del debido proceso en la búsqueda de justicia? Este dilema enfrenta la legítima protección a las víctimas con la irrenunciable salvaguarda de la presunción de inocencia, principios constitucionales que, lejos de ser antagónicos, son pilares de un sistema judicial equitativo.
La impunidad ante la falsa denuncia no es un mero error procedimental, sino una fractura ética y jurídica que, al corromper la confianza en nuestras instituciones, erosiona los cimientos de la convivencia justa y, en los casos más extremos, empuja a la desesperación y al autoeliminación. En un panorama fragmentado por verdades subjetivas y narrativas emocionales, la filosofía del derecho debe reafirmar la necesidad de una verdad procesal verificable y de consecuencias reales para la mentira deliberada. No puede seguir siendo gratuito arruinarle la vida a nadie, porque ningún indicador político ni moda ideológica debe anteponerse a la evidencia y al rigor del proceso penal.
De continuar así, nos condenamos a replicar injusticias en nombre de una justicia deformada, que procesa adecuadamente solo a delincuentes de “guante blanco” mientras deja desprotegidos nuestros derechos más elementales.
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