Por Antonio Leal.- Era estudiante de sociología de la Universidad de Concepción, Secretario General de la FEC, miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas, y el 11 de Septiembre mi día comenzó con una llamada del presidente regional de las JJCC a mi pensión en calle Bulnes para avisarme que se había levantado la Armada en Valparaíso. Habíamos recibido desde Santiago, la información de que había extraños movimientos de tropa y muchos soldados acuartelados cosa que también ocurría en la Tercera División de Ejército de Concepción. Incluso una hija de un general golpista, con la cual habíamos hecho amistad en la Universidad, me llamó la noche anterior para decirme “ten cuidado, veo muchas cosas raras” y colgó. El Diario El Siglo titulaba con la inminencia del Golpe de Estado y llamaba a cada cual a estar en su puesto de trabajo para defender al gobierno popular.
Partí al campus universitario y, al llegar, me percato que ya se encontraba ocupado por los militares y que ya habían sacado con violencia a los estudiantes que pernoctaban en los hogares universitarios dentro del campus, que estaban tendidos boca abajo con las manos en la nuca, mientras se comenzaban a allanar las escuelas del barrio universitario. Sin embargo, en algunas Escuelas e Institutos las primeras horas de clase habían comenzado normalmente. Los militares habían tomado Periodismo, Sociología y el edificio Virginio Gómez, destrozaban muebles y paredes en busca de armas.
Con los dirigentes de la FEC de las JS, de las JJCC y del MIR que habíamos podido llegar al Barrio universitario —otros ya estaban detenidos— realizamos micromitines en las afueras de las Escuelas e Institutos, hablamos utilizando el sistema de parlantes que tenía la Federación de Estudiantes en el barrio llamando a resistir lo que ya evidentemente era un Golpe de Estado, intentamos convocar a una Asamblea en el Foro a mediodía que tuvimos que terminar abruptamente ya que una patrulla militar comenzó a golpear indiscriminadamente a los estudiantes. Mientras comenzaba a hablar, me sacan en andas tres dirigentes del MIR que me dicen “vamos guevón, te van a matar, este es un Golpe de Estado”.
Decidimos llamar a los estudiantes, mayoritariamente de izquierda, a abandonar el barrio ya cercado militarmente e irse a las poblaciones populares para organizar una eventual resistencia. Esto ocurrió muy parcialmente porque los militares decretaron el estado de sitio y, muy temprano, el toque de queda, coparon las ciudades y controlaron los medios de comunicación.
Estudiantes que venían de diversos lugares de la ciudad nos informan que centros industriales y las principales poblaciones populares estaban ocupadas igual que la Universidad y que camiones militares transportaban, como carga humana, a decenas de detenidos tempranamente y llevados al Estadio Regional de Concepción que se había abierto como campo de prisioneros esa misma mañana. Quien comandaba directamente los allanamientos y los arrestos masivos en la ciudad era el Coronel, ligado a Patria y Libertad, Luciano Díaz Neira.
Me informa un dirigente del PC, con el cual me reúno en la U, que el Intendente Fernando Álvarez había sido detenido muy temprano en su casa y trasladado a la Isla Quiriquina. La misma suerte habían ya sufrido sus asesores y, por tanto, la Intendencia de Concepción estaba totalmente en manos de la Tercera División del Ejército.
Recibimos la información de que los mineros del carbón venían caminando desde Lota y Coronel con dinamita y que habían sido amenazados de bombardeo por los Hawker Hunter apostados en Carriel Sur. No habían logrado llegar a Concepción y había comenzado una represión brutal en la zona del carbón y el arresto de los principales líderes de la zona minera.
A esa altura nos dábamos cuenta que el Golpe, al menos en Concepción, era total y que el Ejército y la Marina controlaban las principales comunas. No sabíamos la dimensión del Golpe de Estado en Santiago y esperábamos, que tal como había ocurrido con el ‘tanquetazo’, una parte de las FF.AA se mantuviera leal al Presidente Allende. En ello creímos, incluso después de conocer que La Moneda había sido bombardeada. Todo cambió cuando nos enteramos de la muerte del Presidente Allende y, después, con el primer bando militar que eliminaba todo tipo de libertades y derechos constitucionales.
La indicación ya en las primeras horas de la tarde era replegarse, no entregarse, dado que un bando militar llamaba a hacerlo a algunos dirigentes políticos y sociales. Yo me refugié, junto al “rucio”, un compañero estudiante de ingeniería que estaba a cargo de mi seguridad y que con un heroísmo a toda prueba me había seguido durante todo el día, en la casa de un profesor inglés del Instituto de Economía que me cobijó convencido que, por su calidad de extranjero, su casona en la calle Víctor Lamas era segura.
Estábamos equivocados. Todo el barrio, considerado rico en aquel tiempo, fue cercado, rastrillado, y yo y mi acompañante fuimos detenidos ya anocheciendo por Carabineros, subidos violentamente a un microbús policial donde habían decenas de estudiantes caídos en la redada y violentamente golpeados en el vehículo. Yo recibí un culatazo en la cara, que prácticamente me cerró un ojo, otros en la espalda que me dejaron sangrando y nos llevaron a la base naval de Talcahuano. Seguramente alguien me vio en ese estado porque semanas después el Diario Crónica de Concepción publicó que yo estaba detenido en la Isla Quiriquina y que había perdido un ojo. Durante mi detención estuvo presente el mayor de Carabineros Fernando Pinares, quien personalmente me golpeó.
Al llegar y ver el estado en que nos entregaban, por iniciativa de un oficial de sanidad, varios fuimos conducidos a la enfermería. A mí me colocaron yodo en las heridas y una inyección para disminuir la inflamación de la cara y los dolores. Sin embargo, insólitamente, porque me habían curado las heridas, pocos minutos después, un oficial de inteligencia me reconoce en la galería, me saca del gimnasio de la base y me practica el primer interrogatorio con aplicación de golpes y electricidad. Me preguntan por armas y armas no teníamos, y después de un rato, que me pareció eterno, me dejan en el mismo catre donde me habían aplicado electricidad durmiendo hasta el día siguiente en que me trasladan, junto a un gran número de detenidos del mismo día 11, a la Isla Quiriquina.
El gimnasio de la Escuela de Grumetes de la Armada estaba convertido ya en un verdadero campo de concentración. Rodeado de alambres de púas, metralletas apostadas en torres de vigilancia y centenares de presos traídos de toda la región que apenas cabíamos en el recinto y que dormíamos uno al lado del otro tirados en el suelo. En la noche alumbraba un foco que pasaba sobre nuestras cabezas y nadie podía levantarse. En el día era más relajado y nos sacaban, por turno, a caminar dentro de la piscina vacía y allí permanecíamos una parte del día. Habían interrogatorios en celdas especiales, entraba y salía gente de la Isla, ya que las detenciones habían sido indiscriminadas, poco a poco, fueron filtrando a la gente más conocida y que ellos suponían tenían mayor poder político. Nos encontramos con dirigentes estudiantiles de la FEC, entre ellos Darío Villarroel y Francisco Feres. Habían hombres y mujeres, dirigentes sindicales, alcaldes, regidores, dirigentes estudiantiles, profesionales, médicos, abogados, académicos de la Universidad y varias decenas de policías de investigaciones que los militares suponían eran fieles al gobierno constitucional. Recuerdo a Alejandro Witker, a Antonio hijo, que había sido Capitán de Navío de la Armada, al Dr. Gunter Selman. Ellos tres escribieron valiosos libros sobre la experiencia en la Isla. Al Gimnasio llegó también el Intendente de Concepción, Fernando Álvarez.
Con nosotros estaban en el gimnasio el obrero Isidoro Carrillo, gerente general de Enacar, Danilo González, Alcalde de Lota, y los dirigentes sindicales del carbón Bernabé Cabrera y Wladimir Araneda. Había un gran respeto y cariño por ellos. Un día fueron sacados de la Isla y llevados a un Consejo de Guerra acusados de constituir grupos armados, usar y esconder dinamita. El Consejo de Guerra no tenía competencia por hechos anteriores al 11 de Septiembre, pero la ley no valía nada. El Auditor, Coronel Fernando Urrejola, pidió inicialmente para ellos una pena de 15 años de cárcel. Pero la decisión era otra. Se trababa de amedrentar a la zona del carbón y de crear un clima de miedo en la región. Por orden directa de Pinochet, el General Washington Carrasco decidió la pena de muerte y frente al estupor de toda la región, incluso de gente y medios partidarios del régimen, fueron fusilados después de ser torturados salvajemente para que firmaran una absurda confesión.
Al día siguiente, el Diario El Sur que llegó a la Isla traía una página con la noticia. Parado en una silla en el gimnasio, desafiando abiertamente a los marinos con sus metralletas, pero que también miraban atónitos, Fernando Álvarez, con su voz de locutor, leyó toda la crónica. Todos llorábamos, incluso algunos conscriptos y oficiales estaban emocionados. Nadie esperaba un crimen de esta naturaleza. Comprendimos que todos, cualquiera, podía morir.
Poco tiempo después llegó la orden de trasladar a Concepción al Intendente Álvarez, al Dr. Jorge Peña y al dirigente socialista Eliecer Carrasco. Álvarez se veía jovial y tranquilo, pero al abrazarnos me dijo al oído: “Tengo un mal presentimiento”.
Los llevaron al cuartel de Carabineros de Salas 329 de Concepción. Los interrogaron con brutales torturas. Fernando no resistió, le provocaron un hemotórax, una ruptura de vasos sanguíneos que inundó su pulmón. Peña y Carrasco quedaron casi inválidos por largo tiempo. Fue Alonso Moena, su jefe de gabinete, detenido también en la Isla, el que recibió la noticia y me llevó para un lado, en la piscina donde caminábamos, y me dijo llorando: “Mataron a Fernando”.
Fernando era una persona muy querida y esto provocó tal indignación en la región que el Alto Mando de la Segunda Zona de la Armada se vio obligado a emitir un comunicado desligando toda responsabilidad en el crimen, diciendo que el Intendente había salido de la Isla en perfectas condiciones y desmintiendo que en ella hubiera sufrido apremios. Después de estos y otros asesinatos, Pinochet debió sacar de la Intendencia a Washington Carrasco, marcado por la dureza extrema de la represión de los primeros meses, y traer al general Toro Dávila. La dictadura tuvo que, de esta forma, hacerse cargo del malestar en la región, donde ya comenzaban a aparecer rayados y panfletos pidiendo la libertad de los presos políticos. El Diario Crónica de Concepción publicó una foto de un rayado del PC en pleno centro de Concepción: «Libertad para Luis Corvalán y Antonio Leal”. Sentí, más que temor por ello, que tenía una enorme responsabilidad sobre mis hombros porque había gente que arriesgaba, con heroísmo, sus vidas para intentar salvar la tuya.
En la Isla, después de rememorar a nuestros muertos, la vida seguía y también los apremios e interrogatorios. En las noches comenzaron a sacar detenidos para interrogarlos violentamente. Dormíamos con temor y rogábamos que amaneciera pronto. Una noche me tocó el turno, me llamaron y al llegar al portón del gimnasio me colocaron una capucha de goma en la cabeza y me condujeron a lo que supongo era el polígono de la isla. Me desnudaron, aplicaron electricidad en los genitales, me colocaron en el submarino hasta casi reventar los pulmones, me mordió un perro que tenían para amenazar en los interrogatorios y me produjeron, con un cuchillo que usan los infantes de marina, una herida en la zona izquierda del pecho donde posteriormente me colocaron diez puntos en la enfermería de la Isla. Conservo aún, 45 años después, la cicatriz y otros efectos físicos de las torturas que en todos se mantiene ya como parte de ti mismo.