Por Fidel Améstica.- Un abuelo dio muerte a su nieto con cinco tiros de revólver calibre .32 corto, marca Harrington & Richardson. Ocurrió el lunes 13 de junio y fue una de las noticias de la semana. Sucedió en Bahía Blanca, Provincia de Buenos Aires. Una cámara de vigilancia de la propia casa, según parece, donde se precipitó esta desgracia, da cuenta del asunto. Brian Alexis Batalla Verna, un joven de 29 años, golpea a Domingo Faustino Verna, su abuelo materno de 76 (77 y 79 dicen otros medios), pese a que una mujer se le colgó de las piernas para tratar de evitarlo y fue arrastrada por el muchacho; se supo luego que era Aldana Soria, su novia y testigo clave de lo acaecido.
Más alto que el anciano, le fue cómodo ofrecer su ensalada de combos del menú que dejó al hombre con sabrosas escoriaciones, y de seguro sazonada con lo mejor de su coprolalia; y aunque iba con un palo, no se ve que le diera con él tras romperlo en la reja. Al rato, es probable que quisiera llevarle el postre pateando la puerta, pero el viejo salió y le propinó cinco tiros para pagar la cuenta con propina incluida: abdomen, tórax, cuello, mejilla y hombro. El joven se ve tambalearse hacia su izquierda antes de caer, y es ahora el hombre mayor a quien se lo ve exaltado, revolver en mano, frente al cuerpo de su nieto inerte en el jardín.
No es un video que quisiera ver de nuevo; y aunque uno quisiera, no se puede olvidar. Las tecnologías de hoy nos permiten ser espectadores de la realidad mediados por una pantalla, algo que inauguró la Guerra del Golfo de 1991, la primera transmisión en vivo de una guerra. Todo es un espectáculo, pero no de la tragedia humana, sino que de sus miserias: el drama es substituido por el morbo.
Cuando comenzó la pandemia, con un amigo, de los más preciados que la fortuna quiso poner en mi camino, hablábamos de una escultura en mármol de Gian Lorenzo Bernini, «Eneas, Anquises y Ascanio», realizada a fines de la segunda década del siglo XVII, expuesta en la Galería Borghese, en Roma. Nunca la he visto más que por imágenes, ni he viajado a la ciudad eterna. Eneas carga a su padre sobre los hombros, a quien libra en la huida de la destrucción de Troya. A pesar de la apostura poco acostumbrada, Bernini mantuvo el eje vertical: en la base, la pierna izquierda de Eneas, su cadera robusta y el hombro que sostiene a Anquises, su padre. Con ese equilibrio, su rostro puede salir del eje con expresión de alerta. Sobre el hombro, el pecho y el rostro del viejo extienden esa vertical y la proyectan hacia el cielo; la expresión del anciano es serena, armónica; y su mano izquierda sostiene sobre la cabeza de su hijo al penate, dios tutelar de la manutención hogareña, de la bodega de los alimentos, similar a como los dioses láricos custodian el fuego del hogar, y ese sentido de lo sagrado hogareño y comunitario es lo que pone sobre el entendimiento de Eneas.
El niño, Ascanio, hijo de Eneas y nieto de Anquises, es el portador del fuego. Ese eje vertical es el tronco del árbol sagrado; la luz se absorbe en la fronda proyectada en la cabellera del anciano y el dios penate, el entendimiento se iguala a alimentarse; la savia fluye en la fuerza de la pierna, la cadera, el pecho y el hombro de Eneas, interconectados con la fragilidad de la cadera de su padre y la luz de su mirada; y a la base, a la raíz, la energía de la memoria, portada por el niño que lleva el fuego. Tan barroco como helenístico es este conjunto por su estilo y carácter: musculatura en tensión, focos de atención divergente, escorzo dinamizado entre luces y sombras, gestualidad intensa y expresiva; miedo en el niño, alerta en el héroe y serenidad en el anciano. Virilidad, inocencia y sabiduría, valores clásicos puestos en movimiento, pero clásicos todavía al nacer del mencionado eje.
Aquí está presente la historia misma y sus generaciones, y lo sagrado que la humanidad ha descubierto en sí misma. Algunos han destacado esta escultura en relación con los ancianos víctimas de la actual pandemia de covid-19. Puede ser, y lo comparto. Pero voy a ese eje escultórico que liga a tres generaciones en tres personas, en los posibles sentidos que las interconectan. Nuestros abuelos, por lo general, nos cuentan historias, nos enseñan versos y canciones; los padres aseguran la manutención y los cuidados urgentes del día a día, y los nietos, por instinto se nutren de todo lo anterior, instintivamente buscan modelos de todo tipo. Por lo menos, así solía suceder o era un objetivo a alcanzar.
La noticia de Bahía Blanca es horrible. Uno podría decir, al ver el video, que fueron pocos los balazos para un joven que se atreve a golpear a su propio abuelo, un hombre cuyas canas merecen respeto a todo evento. Desde fuera, el juicio nos viene fácil. Pero si se llega a esto, es evidente que hay una historia que desconocemos, una que sin duda tiene que ver con el descariño, el desamor. Hay algo que está destruido y que no podemos ver a simple vista; y esa destrucción, absurdamente, es lo que vincula a ese abuelo con su nieto.
La Nación del 17 de junio recoge el testimonio de la madre del agresor victimado, Mariel Verna, hija de Domingo Faustino, suboficial mayor retirado del Ejército, a quien se le encontró también en su casa una escopeta de un caño calibre .24 marca Longo Hermanos y dos revólveres calibre .22 corto marca Ítalo Gra, además de municiones apropiadas a esas medidas. Brian Alexis Batalla Verna trabajaba en una cooperativa local dedicada a la limpieza de espacios público. Y esto cuenta progenitora:
Esto viene desde hace años, es un masoquismo mental hacia mi hijo. La relación de mi hijo con mi padre era solamente para humillarlo y agredirlo verbalmente (…) Mi hijo estaba enfermo y tenía que estar medicado (…).
Mi papá aplicó la milicia en la familia y la calle (…)
Mis padres no asumieron nunca que mi hijo está enfermo mentalmente, el diagnóstico de mi hijo era trastornos de personalidad y de conducta. No estaba tratado porque era mayor de edad y no lo podía obligar (…)
Yo no me trataba ni con él ni con mi madre. Siempre su concepto era que yo era la culpable de lo que le pasaba a mi hijo (…).
Yo me mudé acá y mis padres le retiraron la medicación (…)
Como él tiene las cámaras enfocadas en mi casa, salía a propósito cuando mi hijo llegaba y le decía que le debía plata. Mi padre lo agredía, no solo físicamente (…)
Cuando en el trabajo pidió cambiar de parque, mi padre intervino para que no le concedan esa solicitud. Le digitaba el trabajo y hay testigos de eso, de los maltratos, como si fuese un soldado (…) lo hizo renunciar a su trabajo en el área de Parques.
Habla de su hijo en tiempo presente…
Una descompensación, un desequilibrio, una fractura vital. El chico estaba roto por dentro, desde pequeño, al no poder ser encajado en unos esquemas de vida ajenos y petrificados. En sus primeros años de vida, ¿alguien le habrá leído cuentos antes de dormir? ¿Cuánto mundo en verdad le habrían mostrado quienes debían cuidarlo? Quizás se vio acorralado por la subsistencia al no tener herramientas para construirse una vida propia, sin modelos a partir de los cuales pudiera darles forma a sus sueños si es que los tenía, ¿por qué no? Esa llama que a veces vemos en niños pequeños, ¿alguien la habrá insuflado? ¿Cuántos se preocupan de alimentar el fuego de sus hijos y nietos? Es más fácil darle otra vuelta a la tuerca, hasta que se corte el hilo, y el alma.
Los puentes de las generaciones están cortados, dinamitados. Si Bernini hubiese sido de este tiempo, no habría solo un eje en su escultura de Eneas, Anquises y Ascanio, sino que tres, y desconectados: viejos sin sabiduría o sabios defenestrados, adultos sin virilidad ni carácter, y niños agresivos, tres ejes nacidos de la ausencia de lo sagrado. Muchos jóvenes destruyen alrededor del mundo las calles y monumentos, las revueltas del octubrismo chileno mostraron esto; y no solo el espacio público, también sus hogares, patean puertas, quiebran lozas y vasos, maldicen a sus padres, y en especial a sus madres, culpándolos de todo lo que su falta de coraje les ha negado. Y por otra esquina, muchos viejos pontifican, se escandalizan y promueven la represión y el llamado al «orden». Escasean las historias que puedan vincular a abuelos, padres e hijos: nadie le cree a nadie; la historia para personas así comienza en la ignorancia que los condena sobre esta tierra, sin nada más que sus odios, miedos, frustraciones y complejos, por más que quieran ocultarlos tras el consumo y sus agresiones.
Por lo ocurrido esta semana, volví a un libro que aún me inquieta y he releído: Gonzalo Vial. Política y crisis social, editado por IdeaPaís en 2020 y que recoge las columnas de este intelectual de peso que van de 1994 a 2009. Su noción de familia es un leitmotiv que trasunta todo el compendio, y esta frase lo sintetiza con claridad: «La violencia intrafamiliar (…) no se genera entre los familiares ni en la familia, sino cuando esta no existe (…)». Y lo traigo a colación porque Gonzalo Vial no es precisamente uno de mis modelos ideológicos ni comparto, por razones que dan para otro artículo, su noción de familia, esa «con libreta» como él mismo lo explicita hasta con majadería; pero sí concuerdo con él en que la destrucción de la familia es una de las puertas por donde entra la ruina de la juventud, porque sus mayores les han fallado, «les han hecho traición», al no cumplir con lo que debían: cuidar el sagrado fuego del corazón de cada uno. Una señal que nos legó Kazantzakis en esta revelación: «No amo al hombre, sino la llama que lo devora».
Mi amiga Javiera Francisca, nieta de 8 años de mi esposa, me preguntó una vez, cuando contaba poco más de la mitad de esa edad: ¿Qué es la familia? Y me la puso difícil, porque su interrogación, todo lo que no tenía de ingenua lo sobrepasaba exponencialmente su sinceridad, pues yo pensaba en su historia (con un padre hacía poco fallecido) y en la mía (con quiebres irreparables). No podía responderle cualquier cosa. Me puso en aprietos, para ser franco. Solo se me ocurrió decirle que la familia era donde estaba el amor. Se llevó la respuesta que le di dentro de su silencio, mientras prosiguió con lo suyo, que no era otro asunto que jugar. Esa es la única obligación de los niños, y a los demás no nos queda más que protegerla, porque ahí se alimenta esa llama que nos consume mientras jugamos a vivir sin que nos reviente la cordura de quien siempre tiene un arma a su alcance y que siempre, por lo demás, podría alegar defensa propia y locura temporal.