Por Fernando de la Cuadra.- Es bastante recurrente la comparación entre Bolsonaro y Katz como dos fieles representantes de la ultraderecha en la región, asimilando a ambos a una especie de actualización de la matriz ideológica y sociopolítica fascista o como una derivación contemporánea de aquello que el escritor y semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016) habría denominado como el fascismo eterno o Ur-fascismo.
En rigor, el fascismo de Bolsonaro es un tanto sui generis y en parte importante recoge los aspectos apuntados por Eco, más que los rasgos del fascismo tradicional instalado en Italia a partir de los años veinte, específicamente en 1922 después de la “Marcha sobre Roma”. El fascismo de Mussolini y seguidores, tenía una fuerte impronta nacionalista, alimentada en la vocación de reconstruir el “Imperio” y retomar el poder de las colonias de ultramar, como fue el proyecto expansionista de la invasión de Etiopía en 1935. Por el contrario, el programa del bolsonarismo se caracteriza por un nacionalismo fanfarrón y por su casi absoluta sumisión a los intereses de las grandes corporaciones multinacionales y, específicamente, a los designios de Estados Unidos, lo cual se vio aún más acentuado durante el mandato de Donald Trump, verdadero modelo a seguir para el ex capitán.
Incluso en la actualidad, se puede observar manifestaciones de una evidente sujeción a los designios del país del norte, facilitándose la penetración de los capitales de empresas en el espacio brasileño, sobre todo en la explotación de recursos naturales en vastos territorios de la nación. El nacionalismo de Bolsonaro es de fachada, creado intencionalmente para pasar la imagen de que velará por intereses de la patria, cuan en realidad promueve el entreguismo más abyecto de la soberanía nacional a los intereses de conglomerados extranjeros. Parte de su proyecto, rechazado por las propias Fuerzas Armadas, consistía en instalar una serie de bases militares de Estados Unidos en territorio brasileño, transformándose en otra barrera de contención de los eventuales enemigos del “Imperio Americano”, al estilo de Colombia.
En lo que dice respecto al vínculo entre el Estado fascista con la clase obrera y los sindicatos, sabido es que el régimen de Mussolini suprimió la capacidad de movilización de los trabajadores por medio de la cooptación de los sindicatos, en donde las dirigencias sindicales eran sometidas a los designios de una autoridad central, promoviendo la verticalización, el control y el disciplinamiento de los operarios. Había por lo tanto un vínculo orgánico y estrecho entre el Estado fascista y el proletariado. Nada de eso se ha producido o se ha intentado generar durante el gobierno Bolsonaro. A pesar del intento por restringir los derechos sindicales, el bolsonarismo se relaciona de una manera desarticulada con los trabajadores, seduciendo a un reducido número de dirigentes sin ningún impacto sobre el conjunto de la clase. Por el contrario, la destrucción de las bases sindicalizadas se ha producido por medio de los procesos de flexibilización, precarización y por el llamado emprendedorismo de agentes individuales que buscan fragmentados y por cuenta propia su inserción en una estructura laboral cada vez más gelatinosa, más líquida, al decir de Bauman.
Este fenómeno ha sido estudiado en profundidad por Ricardo Antunes, María Moraes Silva, Rui Braga, Giovanni Alves y otros autores, como ya lo hemos destacado en un artículo anterior (La precarización violenta del trabajador brasileño). En el actual escenario, lo que existe es un trabajador “independiente”, individualizado, precarizado y autónomo que no mantiene vínculos contractuales con ninguna industria, que actúa mayoritariamente en la informalidad y que, por lo mismo, no configura ninguna asociación o entidad que represente sus intereses. Esta situación no es nueva, pero ella refleja una tendencia que marca una clara diferencia entre la condición de la clase trabajadora en tiempos del fascismo italiano y la situación actual, que se podría sintetizar por su carácter fragilizado, disperso y atomizado.
Tampoco el bolsonarismo representa un proyecto político consistente, ya que este más bien parece un amontonado amorfo de prejuicios, fundamentalismo pentecostalista y furia irracional contra los sistemas de representación política. Se expresa por medio de formas autoritarias y utiliza la amenaza para inculcar miedo en la población, aunque no tiene ni la contundencia ni la dimensión totalizadora del fascismo clásico y de otras expresiones más contemporáneas de este, como las dictaduras latinoamericanas del último cuarto del siglo pasado. Si, como nos advierte Umberto Eco, el totalitarismo es “un régimen que subordina cada acto del individuo al Estado y su ideología”, ciertamente ni Bolsonaro ni Kast se pueden erigir como representantes de un modelo de sociedad totalitaria, en parte porque el primero es demasiado tosco para concebir una ideología con pretensiones de alcanzar la noción hegeliana del Estado absoluto y el segundo porque acusando recibo de constreñimientos externos casi siempre pretende hacerse pasar por un exponente de los valores pluralistas y democráticos.
Por eso mismo, el ultraderechismo de Kast tampoco se parece a la forma clásica del fascismo en lo dice relación con un nacionalismo exacerbado y con un Estado corporativo e intervencionista. Al contrario, Kast sigue en rigor los preceptos del neoliberalismo y la defensa del Estado mínimo, tal como lo ha planteado uno de sus principales asesores en materia económica, José Piñera, el tristemente conocido mentor e impulsor de los sistemas previsionales basados en la capitalización individual. Y coherente con ello, no concibe la formación de cuerpos sociales intermedios que hagan de eje articulador entre el Estado autoritario y una sociedad civil subordinada.
El proyecto de Kast consiste más bien en la construcción de un gobierno fuerte, que imponga el orden desde arriba, utilizando las prerrogativas que le concedería el mandato constitucional para arrogarse el monopolio del uso de la fuerza destinado a combatir las expresiones del “caos” y la “anarquía” que se observan en la sociedad chilena. Todo incluido en un mismo envoltorio, a saber: movilizaciones populares, luchas de los pueblos originarios, criminalidad urbana, inmigración ilegal, subversión desatada, libertinaje, vandalismo, etc.
Defensor de la dictadura militar por sus logros en la economía, se manifiesta verbalmente contrario a las violaciones a los derechos humanos, aun cuando existen pruebas fehacientes –y no son solo indicios- de que su padre (un ex soldado nazista) participó en el fusilamiento de campesinos en la zona de Paine, una localidad que queda a unos cincuenta kilómetros al sur de Santiago. En términos del discurso Kast se muestra partidario de la democracia, aunque su desprecio por la diversidad y su incapacidad de comprender, por ejemplo, el conflicto entre el Estado chileno y el pueblo Mapuche, lo inhabilita para tener credenciales de que su mandato se va a regir por los procedimientos democráticos y de que tendría la capacidad de negociar con quienes se oponen a su visión vertical, jerárquica y elitista de la política y de la acción Estado.
Siendo Kast una figura casi imperturbable, mesurada y fría, bastante menos grosera y destemplada que el presidente brasileño, no huye de los preceptos morales del ex capitán, con su catolicismo cínico, su fobia a los extranjeros, homosexuales, pueblos originarios y al mundo popular en general. Bajo un manto de civilizada cordialidad, Kast es un ultraderechista que no se inhibiría para emitir una orden de represión violenta contra manifestantes o disidentes de su gobierno, incluidos los trabajadores que hagan uso del recurso de la huelga legal consagrada por los tribunales del trabajo.
Es decir, como ya adelantamos, tanto el ultraderechismo de Bolsonaro como el de Kast se aproxima más de aquello que Umberto Eco acuñó con el nombre de fascismo eterno o Ur-fascismo. Es decir, son expresiones fascistoides que poseen un carácter más bien ideológico cultural, que político y económico. Ambos son ur-fascistas en la acepción de Eco, pues en ellos no existe ningún tipo de empatía por los más débiles y desamparados, para ellos el mundo es de los fuertes, de los triunfadores –sin importar los medios para conseguir el éxito- de los dominadores. En este tipo de fascismo también converge el gusto por la tradición, por los valores patrios, por la identidad nacional. Kast les responde a todos quienes cuestionen su origen y su estilo alemán que es un chileno nato: “Soy más chileno que los porotos”.
Por su parte, siendo Bolsonaro un tradicionalista que detesta los valores de la modernidad y sus procesos de individuación, sobresalen en él sus tendencias hacia el irracionalismo y el desprecio por la ciencia. Su postura negacionista frente al Covid-19 lo aleja de todos los estándares conocidos hasta ahora: no cree en la peligrosidad del virus, ironiza sobre la vacuna, no usa máscara y boicotea el distanciamiento social, recomienda el uso de fármacos sin efecto comprobado para combatir el virus, etc. En resumen, el ex militar es un caso aislado de espécimen que hace todo lo contrario a las recomendaciones que realizan los especialistas, epidemiólogos, infectologistas, científicos en general, incluidas las sugerencias emanadas desde la Organización Mundial de la Salud. Si bien Kast acepta algunos parámetros científicos, su estructura mental descarta el pensamiento discordante y diferente, defendiendo una moralidad retrógrada que se expresa como anti-modernidad e irracionalismo.
En cierto sentido, las diferencias que existen entre Bolsonaro y Kast son más bien de forma que de contenido, siendo que este último intenta convencer a sus electores manteniendo un perfil más moderado y pulcro, reflexionando con cuidado sobre lo que va a decir. A su lado, Bolsonaro parece un desequilibrado y un chulo, con sus alusiones frecuentes a la escatología y la excrecencia humana, como ya lo he explicitado en una columna anterior (Bolsonaro y la irrupción del fascismo escatológico). Pero en el fondo ambos desprecian todas las formas de organización ciudadana y las conquistas obtenidas por las y los trabajadores a través de décadas de luchas y demandas por el cumplimiento de sus derechos laborales. Con mayor o menor efusividad, ambos tienen nostalgia de las dictaduras cívico-militar que se impusieron en sus respectivos países, aunque a diferencia de su homologo Kast, el presidente brasileño siempre reivindica sin ningún pudor el papel de la tortura y el asesinato que se produjeron durante el llamado proceso de restauración o normalización nacional.
Ambos se apoyan en un fenómeno de fascismo cultural que desprecia las expresiones de la diversidad, la consolidación de los derechos de la mayoría de la población y la emergencia de la cultura popular de sus respectivos países. En el caso del fascismo cultural de una parte de los brasileños, se puede apreciar como para este segmento que adscribe a una perspectiva elitista de la política y de la vida, es insoportable que el voto de un obrero o un campesino valga lo mismo que el voto de un ciudadano ilustrado e informado.
Con todas sus particularidades y diferencias de estilo, tanto Kast como Bolsonaro se alimentan en la frustración de las clases medias que vienen experimentando una caída en el estándar de vida, viendo como comparativamente hubo un mejoramiento en las condiciones de existencia de las clases subalternas o “inferiores”, constatando con estupor como una empleada doméstica podía viajar en avión al exterior o como un hijo de operario o sirvienta puede llegar a obtener un título universitario de una carrera tradicional (Radiografía de un retroceso). De la mano de una visión elitista de la sociedad, este fascismo se apoya en el militarismo y la amenaza permanente a las instituciones democráticas como una forma de chantaje político para imponer sus planteamientos. A pesar de su acecho permanente, corresponde a las mayorías democráticas estar alertas y hacer un esfuerzo de recuperación constante de la memoria histórica para bloquear los arrebatos y las perversidades de este paradigma que solo le acarreó miseria, destrucción y muerte a la humanidad.
Fernando de la Cuadra es Doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.