Por Pedro Barría Gutiérrez.- En marzo próximo comenzará un nuevo gobierno con gran legitimidad tras un amplio triunfo electoral. Asumirá un nuevo Parlamento, mayoritariamente con caras nuevas y, dentro de ese año, muy probablemente, aprobaremos plebiscitariamente una Nueva Constitución. Estos factores deberían aportar a recomponer la deteriorada convivencia, la polarización y la crisis relacional en la cual estamos sumidos, tarea urgente, pues una convivencia sana y pacífica basada sobre relaciones interpersonales e intergrupales abiertas, respetuosas, transparentes, equilibradas y horizontales, es condición sine qua non para la subsistencia de una comunidad, homogénea o diversa y plural.
Las primeras palabras, actitudes y conductas del Presidente electo Gabriel Boric hacen prever que dedicará grandes esfuerzos al restablecimiento de la convivencia, de las confianzas entre las personas y sus líderes y que su acción de gobierno tendrá un gran contenido pedagógico y terapéutico. Ciertamente, el resultado no dependerá solamente de su voluntad ni la de su gobierno sino también del esmero de chilenas y chilenos por construir una sana convivencia.
Los seres humanos tenemos voluntad y libertad para elegir la forma en que nos relacionamos con nuestros congéneres. Las cosas u objetos por su naturaleza no pueden hacerlo. Los diccionarios definen la coexistencia como la existencia de una persona o de una cosa a la par de otra u otras. O sea, pueden coexistir (existir juntos) personas y cosas. En cambio, la expresión convivencia es atribuida solamente a los seres humanos y tiene dos acepciones: “vivir en compañía de otro u otros” y “coexistir en armonía”, lo que requiere voluntad y libertad, propias de los seres humanos. Podemos así decir que la convivencia presupone la coexistencia, pero que no toda coexistencia implica convivencia. Ésta es un estado superior de relación, que requiere autonomía reflexiva como dirían Ximena Dávila y Humberto Maturana (“La revolución reflexiva”).
La coexistencia, que implica la simple aceptación de la existencia de otro u otros, no basta para emprender proyectos comunes y tareas conjuntas. Ese emprendimiento conjunto solamente puede darse en un contexto de convivencia. La pandemia en curso ha demostrado claramente que los países ricos simplemente coexisten con los países pobres, no los sienten parte de una comunidad. Si lo sintieran, deberían solidarizar con recursos para la vacunación masiva de sus poblaciones. Esta actitud de indiferencia y egoísmo resulta irresponsable ya que perjudica a los propios países ricos, porque con el “sálvese quien pueda” o el “rásquese con sus propias uñas”, jamás terminará la transmisión viral. Desgraciadamente, en el terreno internacional nuestro país ha estado mudo. No ha denunciado esta criminal desigualdad, egoísmo e indiferencia, pudiendo hacerlo. Chile es un país pequeño, pero digno, respetado en el mundo entero. Esta actitud internacional de silencio debería trocarse en una participación activa en una masiva exigencia de solidaridad para los países menos favorecidos. Esto constituye un imperativo ético de una política internacional activa, no indiferente como la actual.
Hoy en Chile, tras un largo y constante deterioro de las relaciones interpersonales en los más diversos ámbitos (familiar, vecinal, social, laboral, político, religioso y cultural), ha resultado seriamente dañada la convivencia. No es extraño que la cultura mayoritaria se asiente sobre la indiferencia, cuando no sobre la agresión, falta de respeto y, a veces, sobre la confrontación en un ambiente polarizado. Muchas relaciones interpersonales e intergrupales son verticales y jerárquicas, no siempre basadas en el respeto, sino en la desigualdad y los abusos. Los derechos humanos han terminado resentidos y violados episódica o estructuralmente.
Para la construcción de una cultura mayoritaria, sustentada en el respeto de los derechos humanos de todos los miembros de la sociedad, no basta con leyes o constituciones. Se requiere un cambio cultural que coloque en el centro a las personas. Este empeño debería empezar por la formación de niñas, niños y adolescentes en virtudes humanamente cívicas, como el respeto, la escucha activa, la tolerancia, la flexibilidad mental, empatía, sensibilidad y la autonomía reflexiva.
Es imposible cruzar un río caudaloso sin un puente, pero él puede ser construido si aunamos todas las voluntades en ese propósito. Sería imposible hacerlo si lo que algunos construyen de día, otros lo destruyen de noche. Fue alentador escuchar al Presidente electo hablando de construir puentes con sus adversarios, de escuchar mucho y hablar poco, de considerar harto a niñas y niños, que con su inocente sabiduría pueden enseñarnos a los adultos.
Por primera vez un líder político concibe la tarea de gobernar como un permanente aprendizaje colectivo, pluridireccional en un ambiente horizontal. Si esta actitud se generalizara como conducta de líderes y gobernados, podríamos llegar a alcanzar el estatus de comunidad o pluricomunidad. Habría que comenzar el largo, pero desafiante camino (peldaño a peldaño como dijo el Presidente Boric) para pasar de la mera coexistencia a la convivencia, lo cual requiere la elección de una forma consensuada de resolver nuestros conflictos, respetada por todas y todos. Se trata de una magna tarea, cuyo éxito no está asegurado, pero vale el intento.
Por primera vez un Presidente electo valoriza públicamente las llamadas “habilidades blandas”, que no son nada de blandas, sino que muy duras e importantes, por lo cual Pilar Sordo las denomina competencias personales: empatía, escucha activa, flexibilidad, acogida, etc.
Pero para lograr el cambio relacional y alcanzar la convivencia no basta la actitud del Presidente, si no es seguida por sus colaboradores, por los dirigentes sociales, políticos, económicos y culturales, los educadores, las familias y todos los miembros de la sociedad. Todas las actitudes y conductas deberían estar orientadas a superar la segregación, división, desconfianza, polarización y confrontación actuales. El procesamiento y resolución de conflictos es crucial porque la forma de enfrentarlos, intentar resolverlos o, por lo menos, tolerarlos coexistiendo con ellos, permeará las relaciones intergrupales e interpersonales, la enseñanza de los hijos, el desarrollo de las personas, su tranquilidad y paz física y espiritual, su calidad de vida, el funcionamiento de las familias, escuelas, trabajos, organizaciones sociales, económicas, culturales y políticas, y, en definitiva, la calidad de la política, capacidad de respuesta y legitimidad del régimen democrático. No se puede vivir en la confrontación, caos, desorden y anarquía permanentes. Solo se puede “sobrevivir” en tal ambiente, pero con una calidad de vida disminuida, cruzada por la incertidumbre, desconfianza, ansiedad y miedo.
Avanzar a una sociedad dialogante y respetuosa de los derechos humanos de todas y todos será un proceso colectivo, largo, pero desafiante. La confrontación es fácil y épica, el entendimiento y colaboración difíciles porque muchas veces remecen nuestras ideas, certezas, sentimientos y percepciones. A partir de estas últimas, se desarrollan los conflictos interpersonales e intergrupales. En efecto, siempre tras las confrontaciones sociales y políticas agudas subyacen inveteradas percepciones sesgadas de otras personas y otros grupos. En contextos de segregación política, social, económica y cultural no existen contactos con miembros de otros grupos. Recién ahora –estallido social y pandemia mediante— muchos miembros de las élites políticas y económicas, han declarado que descubrieron que Chile es un país hacinado y segregado. Tenemos una segregación cultural –no normativa como la de Sudáfrica del Apartheid y la de EE.UU antes de las leyes de integración racial—que se expresa en una excluyente exclusividad: barrios, clubes, colegios, establecimientos de salud, lugares de descanso exclusivos, a los que solamente un selecto número de personas puede acceder. Adicionalmente, los contactos sociales se desarrollan solamente al interior de los grupos de pertenencia, adhesión o identificación. Los empresarios solamente se relacionan con empresarios, los trabajadores solamente con trabajadores, las personas de izquierda solamente con sus congéneres, los de derecha con quienes piensan como ellos, los católicos solamente con católicos. Así, se agudiza más aún el desconocimiento y la percepción sesgada.
En esta realidad hay poquísimo espacio para el diálogo, la escucha y la tolerancia. Esto es muy grave pues la historia de los últimos dos siglos nos ha mostrado como en muchas partes del mundo se ha calificado a los enemigos políticos, raciales o religiosos como “humanoides”, “moros”, “cristianos”, “comunistas”, “fascistas”, “judíos”, “talibanes”, “homosexuales”, “gitanos”, etcétera. Con el respectivo mote se les despersonaliza y se les priva de su carácter humano. Pueden ser ácidamente criticados, excluidos, marginados, encarcelados y asesinados. Cuando son controlados o desaparecen, los represores profesionales no quedan cesantes. No, dirigen sus armas en contra de cualquier amigo, miembro del partido, grupo, organización o secta, que “dude”, que no tenga adhesión ciega al credo sacralizado. ¿Cuántas veces ha pasado esto en tantas partes? Ello crea una sociedad basada en la uniformidad y el miedo, donde la duda está proscrita. La duda y la pregunta, nada menos que las bases del avance de la ciencia, quedan prohibidas, porque la ciencia contiene la verdad, que es incómoda para los dominadores.
Pasar de la mera coexistencia a una sana convivencia requiere el abandono de las cárceles que nos aprisionan. Dávila y Maturana llaman la atención sobre el carácter de cárceles fundamentalistas que pueden llegar a asumir las ideologías, impidiendo la reflexión y la formación de personas con autonomía reflexiva.
Otras cárceles son las percepciones sesgadas, sin fundamentos, que surgen en medio de la falta de contactos entre miembros de grupos rivales y llevan a actitudes y conductas confrontacionales.
La psicología social ha demostrado sesgos en las percepciones debido a que las informaciones interpersonales e intergrupales son moldeadas por pantallas perceptuales tales como:
- Prejuicios
- Estereotipos
- Esquemas
- Prototipos
- Expectativas (Stephan Walter G. (1985), “Intergroup Relations”, en Gardner Lindsey y Elliot Aronson eds., Handbook of Social Psychology, Vol. II, tercera edición, New York, Random House, 1985, pp. 599-658).
Hace más de medio siglo, Gordon W. Allport resaltó magistralmente que el prejuicio permite mantener una actitud muy cómoda. “Considerar que cada miembro de un grupo está dotado de las mismas características, nos ahorra las penurias de tratar con ellos como individuos” (The Nature of Prejudice, Garden City, New York, Double Day Anchor Books, 1958, p. 169). Es evidente que el prejuicio lleva a un análisis sesgado en que las características negativas de un miembro de un grupo son atribuidas a todos sus integrantes, lo cual desgraciadamente no ocurre con las virtudes de un miembro de ese grupo, las cuales son atribuidas únicamente a él, que es considerado una excepción.
Pero la percepción intergrupal sesgada no es inmodificable. Numerosos ejemplos virtuosos demuestran como miembros de grupos confrontados radicalmente, percibidos mutuamente como enemigos por muchos años, pasaron luego a colaborar, superando sus posiciones confrontacionales iniciales, descubriendo intereses comunes, lo que fue posible a través del contacto intergrupal. Ello responde a la denominada “hipótesis del contacto”, que tiene beneficiosos efectos en la superación de ideas, actitudes y conductas negativas. Los tres ejemplos que siguen lo grafican.
En los años ‘60, la política de integración racial en Estados Unidos, impulsada por el Presidente John F. Kennedy y su hermano Robert, tuvo como base estudios que permitían suponer que las conductas agresivas interraciales, se enraizaban en el desconocimiento mutuo de los grupos confrontados, debido a la falta del más mínimo contacto en un ambiente de segregación racial. Por ello, se aprobaron leyes de integración racial que forzaban a convivir a negros y blancos, en escuelas, barrios, cines, transporte y restoranes. Tras poco más de una década de contacto interracial, inicialmente obligado, la experiencia demostró un radical mejoramiento de las percepciones interraciales y superación de conductas agresivas en Estados Unidos.
Otro ejemplo ocurre luego de quiebres institucionales violentos, provocados por guerras civiles o golpes de Estado. En estos casos, la convivencia en cárceles, campos de concentración o en el exilio de dirigentes que se percibían mutuamente como enemigos irreconciliables, provocó acercamientos que llevaron a pactos políticos que restablecieron la democracia. Gracias a ese contacto, estos dirigentes pudieron comprender que compartían el mismo interés en la democracia, que tenían responsabilidad en su quiebre y que sus discrepancias versaban sobre aspectos que debían subordinarse al objetivo democrático. Ello les permitió construir amplios pactos políticos, algunos de varias décadas y otros que aún perduran, sobre cuya base se reconstruyó la democracia y la convivencia. En algunos momentos de su historia, Austria, Bélgica, Colombia, Chile, España y Venezuela nos brindan interesantes ejemplos al respecto. Esta reconstrucción democrática no habría sido posible si estos líderes políticos no hubieran experimentado un verdadero proceso de “aprendizaje político” (Barría, Pedro, “Aprendizaje Político: la Experiencia de Venezuela en Perspectiva Comparada”, Revista de Ciencia Política del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile, volumen XI, Nº 1, 1989, pp. 30-57).
Desgraciadamente lo aprendido en algunos de estos países no devino en una nueva cultura política estable, volviéndose a situaciones de aguda confrontación y polarización, así como al enfrentamiento interracial en Estados Unidos, probablemente, entre otras causas, por la desaparición de los contactos intergrupales. Nunca hay que olvidar que en materia de actitudes, conductas y cultura política no hay cambios irreversibles y que ellos deben ser permanentemente reforzados y alimentados para que no se pierdan. Desgraciadamente se aprende lentamente y se desaprende rápidamente.
Un tercer ejemplo lo constituye la construcción de la democracia y superación del apartheid en Sudáfrica en la década de los ‘90, bajo el liderazgo de Nelson Mandela. Tras 27 años de injusta prisión y extremos agravios y crueldades –no fue autorizado para asistir a los funerales de su madre y de su hijo mayor trágicamente fallecido–, Mandela superó la opción inicialmente confrontacional del Congreso Nacional Africano (CNA) que lideraba y adquirió las virtudes de un gran mediador –escuchar y ponerse en el lugar del otro (empatía)–, concibiendo la acción política como un esfuerzo por crear confianza y seguridad para todos. Buscando relacionarse mejor con blancos y mestizos, en prisión aprendió su idioma: el afrikáans. Durante la campaña presidencial de 1994, percibiendo el temor de los dominadores blancos hacia la mayoría negra mal tratada, excluida y segregada por años, postuló una Sudáfrica segura para todos, garantizando que los oprimidos de ayer no devendrían en los opresores de mañana; donde ni el odio, ni la venganza, ni la opresión racial, sino la verdad, la justicia, la libertad, la inclusión, el respeto y la tolerancia, serían los pilares de una patria para todos. Durante la campaña presidencial de 1994, la guerra civil fue alentada por graves y diarias provocaciones de quienes persistían en mantener el apartheid. Aún incluso ante la violenta muerte de decenas de manifestantes pacíficos e indefensos, Mandela llamaba a la calma y unidad del país. La Sudáfrica unida e inclusiva de hoy, no habría sido posible sin la lucha, aprendizaje político y liderazgo de Mandela y sus compañeros del CNA y la modificación de percepciones de antiguos enemigos políticos a través del contacto y la negociación.
Si en estos tres ejemplos históricos fue posible pasar de la coexistencia a la convivencia, ¿por qué no será posible lograrlo en el Chile actual y de una forma permanente?
Podremos lograrlo si retorna la política que desde la vuelta a la democracia en los noventa, comenzó a retirarse del escenario. La ausencia de este instrumento consustancial de la democracia, dejó desatendida la articulación de intereses diversos y contradictorios, el procesamiento y resolución colaborativa de los conflictos y la educación y formación política de los militantes y ciudadanas y ciudadanos. Paralelamente la élite dirigente fue demostrando una creciente falta de sintonía con las necesidades de personas y grupos y en estos últimos surgió un progresivo desinterés por las elecciones y la política misma. Esta apatía hallaba un caldo de cultivo adicional en episodios de corrupción en la política, instituciones y negocios que justificaron una extendida desconfianza en las élites y la percepción que en sus campos propios primaban pequeños intereses de grupo e individuales, satisfechos muchas veces merced a abusos hacia los segregados y marginados. Llegamos así a una grave crisis de confianza.
Amplios sectores llegaron a sentir que eran víctimas de permanente exclusión y abusos programados. Este estado de ánimo no llegó a ser advertido por las élites dominantes. La exclusión y el abuso se concentraron en los sectores más débiles y vulnerables del país: mujeres, niñas, niños y adolescentes, ancianas y ancianos, pueblos originarios, inmigrantes, grupos de diversidad sexual, pensionados actuales o futuros, enfermas y enfermos, jóvenes cesantes, regiones del país, pueblos originarios y un larguísimo etcétera.
La despreocupación de dirigentes políticos y económicos contribuyó a que los sectores vulnerables y postergados carecieran de una arena efectiva a la cual llevar sus demandas, optando por la movilización y la acción directa. Sucesivamente regiones del país, estudiantes, trabajadores, personas sin vivienda, pensionados y futuros pensionados, grupos de diversidad sexual, entidades ecológicas y mujeres comenzaron a manifestar públicamente sus demandas.
En este contexto ocurrió el estallido social del 18 de octubre de 2019, que no respondió al azar, sino a la falta de sensibilidad y empatía con los afectados por el alza del pasaje del Metro de Santiago, actitud que generó una ira colectiva, y comenzó la evasión del pasaje, destrucción de estaciones y otros actos de aguda violencia, combinados con caceroleos y otras manifestaciones callejeras pacíficas, la más masiva la del 25 de octubre de 2019, cuando se calcula que un millón y medio de personas se movilizó solo en Santiago.
Seremos capaces de superar la segregación, dialogar, construir una comunidad en la convivencia, si aceptamos que ello es un proceso gradual, lento y paciente, que debe ser permanentemente alimentado porque en materia de actitudes y conductas políticas nada es irreversible. La receta del Presidente Boric es simple y lógica: escuchar, escuchar y escuchar.
Las condiciones del entorno son importantes determinantes de las conductas políticas. Ellas dependen tanto de las circunstancias contextuales que rodean a los actores como de sus predisposiciones sicológicas. Greenstein advierte sobre la tendencia reduccionista de tratar de predecir el comportamiento tomando en cuenta sólo uno de esos factores (Greenstein Fred I. (1969), Personality and Politics. Problems of Evidence, Inference and Conceptualization, Chicago, Markham Publishing Company).
Dentro de las variables sicológicas que influyen el comportamiento político, Greenstein incluye las estructuras de personalidad junto a las actitudes en un aspecto trifacético: disposiciones afectivas (tendencias emocionales), creencias y estereotipos (tendencias cognitivas) y acción u orientaciones políticas (tendencias conativas).
Este planteamiento tiene bastante sentido, pues podría explicar que personas violentas y abusadoras, no puedan dar lugar a esas tendencias en contextos de tolerancia y colaboración y que, viceversa, mansos y pacíficos ciudadanos sean arrastrados a la violencia más atroz en ambientes de polarización y confrontación. Las experiencias históricas son numerosas y en Chile las hemos sufrido duramente.
Afortunadamente el nuevo Presidente pareciera tener muy claro que su principal tarea será crear un clima interno de colaboración entre los dirigentes e instituciones políticas. Si ello se lograra, este clima podría gradualmente irse extendiendo dentro del país. Si los habitantes ven que se dialoga, que se escucha, que se avanza, pueden lentamente ir recuperando la confianza perdida en décadas. Este ejemplo es muy importante para niñas, niños y jóvenes que serán los dirigentes del mañana. Claramente los dirigentes políticos, sociales, económicos y culturales tienen un rol pedagógico. Pero también podrían tener un papel terapéutico, si se actúa con empatía y se comprenden y acogen las penas, miedos y esperanzas de muchas personas y grupos postergados, sobre todo cuando no puede darse solución inmediata o rápida a sus legítimas expectativas. Decir que no tiene que ser realizado en forma acogedora, comprensiva y empática. No puede ser en forma tajante y dejar el problema para las calendas griegas. Deberá ser incluido honesta y transparentemente en la agenda.
Una sociedad no vive ausente de conflictos. Los tiene y graves en diversas áreas. Lo que la califica como una comunidad en convivencia –no en mera coexistencia– es haber pactado colaborativamente los procedimientos políticos no destructivos para su procesamiento y resolución y que ese pacto sea una norma de conducta universal voluntariamente aceptada y cumplida.
Es urgente el retorno de una política prestigiada, abierta, transparente, comunicativa, sensible, acogedora, pedagógica y terapéutica. Su construcción no se resuelve solamente con el diseño de las adecuadas instituciones, sino también con las actitudes y conductas de los líderes de los partidos de actuar dentro de una legítima confrontación y debate de ideas, pero de colaboración en las acciones sobre todo hacia los más desprotegidos y vulnerables. Solamente así puede edificarse una cultura de paz que urgentemente Chile necesita y que es promovida desde Naciones Unidas:
“La transformación de la sociedad desde una cultura de guerra a una cultura de paz, es quizás el cambio más radical y de largo alcance en toda la historia humana. Todos los aspectos de las relaciones sociales –moldeadas durante milenios por la cultura de guerra dominante– están abiertos al cambio, incluyendo las relaciones entre naciones y entre mujeres y hombres. Desde los centros de poder hasta las aldeas más remotas, todos pueden verse comprometidos y transformados en este proceso” (David Adams, Director del Año Internacional para la Cultura de Paz y la No Violencia de la ONU, 2000).
Frente al tremendo desafío que se ha propuesto el Presidente Boric de intentar reconstruir nuestro tejido relacional, social y político, y llegar a una sana convivencia, solamente cabe que todos aportemos y colaboremos con entusiasmo para contribuir al éxito de esta noble tarea.
Pedro Barría Gutiérrez es abogado y mediador, miembro del Club del Diálogo Constituyente