Por Fidel Améstica.- «Champurria» se presentó en Teatro de Bolsillo del 24 de noviembre al 4 de diciembre, en Erasmo Escala 2185. En octubre de 2020 quiso estrenarse online, pero el sitio fue hackeado; llevaba en ese entonces el título de la novela de Sonia Montecino en que se basaba, «La Revuelta». Parece que en algunos es mala combinación octubre-revuelta, aunque la obra estaba lejos de esa asociación contingente; incluso se gestó mucho antes de los eventos de 2019.
Fuimos con mi mujer al estreno, una forma de celebrar 18 años de vida juntos, como quien dice, ya vivimos una dictadura y ahora nos toca la transición… ¿de unos 30 años más o menos? Bueno, uno se prepara. Luego de dedicarnos el almuerzo en la Plaza de Armas y unos mojitos en la terraza de un local en la misma cuadra donde estaba la sala de teatro, nos aprontamos a la obra.
Un espacio pequeño, el salón de una casa antigua, no para demasiada gente; gradas acojinadas. La iluminación, con voz propia. Tras la bienvenida, todo a negro. Emerge de la oscuridad un bulto cubierto por una sábana blanca, y sus pliegues verticales proyectan un encordado de sombras mudas. El blanco siempre es opaco, contiene todos los colores pero no deja ver ninguno. Blanco debe ser el infierno también.
Debajo de ese manto pálido espera el personaje de Ingrid Leyton, una de sus máscaras para proyectar la voz de sus demonios sin forma. Se descubre, al ponerse de pie de espalda al público y a contraluz de un foco, travestida en Sandro apoyada por la voz grabada del gitano. Su cuerpo se contornea en ese estilo, flexible, seductor, a la vez que con una tensión disimulada. Las luces dibujan sus movimientos acolchados en la fonomímica.
Luego vendrá su monólogo, una máscara verbal que empieza a desmontar sus otras máscaras. No teatraliza la novela, el tiempo narrativo lo transforma en acción parlante. Entra y sale de escena, habla mirando al público, camina descalza y la nervadura de sus pies responde con coraje en la penumbra. Pese a la distancia y semioscuridad, podemos ver las expresiones del rostro con nitidez, y una en particular: las mejillas derrumbadas bajo los ojos, como si supieran lo que es pasar por la neuralgia del nervio trigémino. ¡Qué trabajo más delicado del iluminador!
Escuchamos su historia, sus trabajos para subsistir. Fue luchadora «cachacascán», adjetivó alguien por ahí. Peluca rubia después, risas descreídas, miradas torvas, gestos greñudos. Viaje a Cartagena, a la Playa Grande, donde una fosa puede tragarse a un nadador incauto. Su biografía es un anecdotario que se desvanece en la crisis del momento que la des-compone, que la desnuda hasta el vacío. Apostar por el unipersonal es un desafío mayúsculo, cuando las voces de los otros personajes son absorbidas por las enunciaciones de la soledad actoral.
Rehúyo los comentarios que esquematizan tesis: personaje popular, marginal, buscavida, fragmentado en una sociedad fragmentada, con identidad conflictuada que se resuelve en reconocer o encontrar una raíz telúrico-aborigen. Todo esto, puede ser, puede que sea. Es una obra a partir de una novela escrita en 1985 y publicada en 1988, fines de la tiranía cívico-militar. Hay un Chile que dejó de ser Chile. Casi un cuarto de siglo después, sin duda, ese quiebre existencial permanece inmutable bajo las formas. Pero en el personaje no se traduce en una esquizofrenia, sino que en un desgarro.
La puesta en escena propone una estética de contrastes en el espacio, los movimientos, el habla, las luces, los sonidos. Y si al comienzo la primera máscara emerge con los códigos de un espectáculo émulo de Sandro, hacia el final el manto blanco es reemplazado por un velo que antes envolvía un cultrún, y Noemí, el personaje de Ingrid Leyton, se sumerge bajo esta transparencia con el pecho a tierra, ritual, sin el contraluz de ningún foco. La vorágine de voces que la poblaron se arremansa en un silencio, y busca un ritmo: tam, tam, tam… Un sonajero de piñones, creo, parecido a las chajchas andinas, percute el cultrún, entra a un tiempo fuera del tiempo.
En su monólogo, poco antes, arroja un acierto que la define: «Soy champurria, revoltijiá». Champurria es una forma despectiva de decir mestizo, una mezcla que no arraiga en nada, pero Noemí lo ve como una mezcolanza que nunca termina de batirse en sí misma: revuelta en tanto mudanza interminable de voces y rostros sin apropiarse de sí misma en ninguno; revuelta por lo torcido de su andar ontológico; revuelta por el alboroto de su corazón sin un pulso que le diga quién diablos es; revuelta por el verbo revolver que la enreda en los vericuetos de una vida que apenas es sobrevivencia, y la zarandea de un lado a otro; revuelta por lo envuelta en capas que no son ella misma, pero también por lo inquieta y cavilante; revuelta en el estómago, en las entrañas; revuelta por lo borrascoso de su memoria, y porque vuelve la cara a su destino y lo enfrenta, como un astro que retorna a su punto de partida, que es también el de llegada: la tierra, madre y tumba. Y así la palabra champurria se abre en una dimensión más vívida: revoltijiá, modelada a revoltijos.
El epígrafe de la novela de Sonia Montecino Aguirre es un canto de la machi María Lienlaf, recogido por el misionero capuchino alemán Félix José de Augusta en 1910, en Lecturas Araucanas:
A poco de amanecer vino sobre ti
Un finado perjudicial:
De ahí has quedado tendido,
De ahí has quedado derribado.
Yo vengo á verte.
Dije de ti: «Iré á levantarlo»;
Por eso vengo.
Si cada vez que el día se abre un muerto nos lastrea la zancada, no dejo de pensar en esa frase portaliana: «El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche». Ese finado perjudicial del canto de la machi nos impide el sueño tranquilo y reparador, nos adormece la vigilia. ¿Quién o qué es ese cadáver? Pero el canto da la vuelta, vuelve en su revuelta: «Yo vengo a verte». ¿Quién es ese Yo? De seguro, no aquel finado, sino que alguien vivo, propicio y favorable. A la obra de teatro, dirigida por José Luis Olivari, bien le cabría como epígrafe este otro canto de la misma machi María Lienlaf:
Me ha ofendido mi hermano querido
Me ha despreciado.
Encontraría á otra niña mejor que yo:
Ahora á mí me tiene en menos.
Yo también sabré de ti,
Ahora me desprecias á mí.
Yo también sabré de ti
Que tienes una bonita chiquilla.
Ahora me reparas.
A mí me llamas mala.
Mas tú eres igual á mí:
No eres tú de mejor familia que yo.
Nos fijaremos bien el uno en el otro,
No eres tú de mejor familia.
No sabría decir si la obra nos entretuvo. Tampoco somos especialistas ni críticos de teatro. Solo fuimos a ver una obra, y nos dejó inquietos, medio revueltos. Porque con mi esposa nos miramos, nos fijamos «bien el uno en el otro» antes de pasar al ágape que la compañía de teatro ofreció a la concurrencia en el patio de esa casa antigua del barrio Concha y Toro. No estuvimos mucho rato, no conocíamos a nadie más allá de ver algunas caras conocidas como la de Catalina Saavedra, a quien ambos admiramos; no somos muy hábiles en la socialización de buenas a primeras, y la verdad, nos esperaba un largo camino de retorno a esas horas de la noche.
Mi mujer a veces prepara una receta que aprendió de su padre cuando niña. Algo simple, económico y variado, además de rápido: lechuga, papas cocidas y en trozos, arvejas, zanahoria picada, espagueti, pechuga de pollo desmenuzada, aliños, y una que otra sorpresa prodigada por los restos de la despensa a fin de mes. Variedad de aromas y colores. La primera vez que lo comimos juntos le pregunté por el nombre del plato: «Champurreado. Así me lo enseñó mi papá cuando nos dio a comer esto que se le ocurrió», me dijo. «Champurreado», todo un gourmet de un pueblo que se sabe pueblo. Una palabra con vocación de belleza.