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Chile: Entre el miedo y la esperanza

Por Antonio Elizalde Hevia.- La lógica de la política se despliega en una línea que transita entre dos polos: por un lado, la búsqueda de la transformación y el cambio de la realidad; y por el otro, el de la conservación y defensa de lo existente. Esa tensión entre homeostasis y cambio es algo que caracteriza a todos los seres vivos y que, en el caso de los seres humanos, se complejiza por el libre albedrío, que es el hecho de que podemos optar en uno u otro sentido. Nuestra condición humana es algo que se construye en forma colectiva, somos lo que somos porque nuestra vida en común nos ha aportado una forma de comunicarnos, una lengua; una historia o un mito compartido que nos provee una identidad; un territorio en el cual desplegar nuestra existencia; y un conjunto de acuerdos que regulan gran parte de nuestras conductas.

Siempre existirá la tensión en las relaciones en todo colectivo humano entre quienes temen transitar hacia lo incierto y lo desconocido y, por tanto, defienden lo que conocen, lo que tienen y no quieren arriesgar la tranquilidad que les provee el que todo siga igual. Persiguen que no se muevan las coordenadas en las cuales transcurre su existencia. Habitualmente en la ciencia política se denomina a este grupo humano como «conservadores». Por el contrario, hay otro grupo de personas que tienden a alinearse con los procesos de cambio cultural, social y político que experimenta el mundo en que viven, a estos se los llama «progresistas». En el pasado fueron quienes impulsaron las luchas independentistas, demandaron y obtuvieron los avances en derechos sociales y políticos, que no estaban reconocidos y que hoy son asumidas por todos como si hubiese sido algo absolutamente natural e inherente a nuestra condición humana.

En los trabajos hechos respecto a las necesidades humanas fundamentales, constatamos que la mayor parte de los satisfactores destructores identificados, (aquellos que impiden, bloquean y deterioran el operar de otras necesidades humanas), tenían su origen en el sobredimensionamiento de la necesidad de protección o seguridad, especialmente cuando aparecen amenazas reales o incluso ficticias, porque se apela a mecanismos psicológicos anclados muy profundamente en el aparato psíquico, en lo que algunos denominan nuestro cerebro reptiliano.

Hago alusión a todo esto, porque una parte importante del electorado ha sido influenciado por una campaña comunicacional que persigue crear temor en la población, sobre la base de apelar insistentemente a esos temores y miedos que todos portamos en nuestro interior. El temor al futuro, a lo incierto, a los cambios, a lo imprevisible, siempre ha estado y estará presente en nuestra biografía personal y en nuestra historia colectiva. Eso es lo que explotarán aquellos que se oponen a los cambios porque afectan sus intereses, buscando sumar voluntades que les permitan influir la voluntad democrática. El problema se agrava cuando se hace apelando además a la desinformación, al engaño, incluso difundiendo mentiras o noticias falsas.

Frente a esto creo indispensable recurrir a dos recursos que están en nosotros. Uno es la esperanza, principio que se materializa en el texto constitucional propuesto y que abre las puertas hacia un horizonte donde la dignidad, la libertad y la igualdad sustantiva de los seres humanos y la relación indisoluble con la naturaleza estarán siempre presentes. El otro es la memoria histórica. Chile, es un país pequeño donde todos nos conocemos. Tuvimos un acto plebiscitario donde cuatro de cada cinco electores decidieron por el Apruebo y posteriormente eligieron a quienes escribirían efectivamente la propuesta de texto que será plebiscitada el 4 de septiembre.

Hoy aquellos que llamaron antes a rechazar el cambio de la Constitución vigente, llaman nuevamente a lo mismo, pero camuflado: «rechazar para aprobar». ¿Quién entiende esta vuelta de chaqueta? Parece obvio que siguen en lo mismo, oponerse a los cambios, pero ahora no dan la cara como antes, se quedan atrás porque encontraron sus «tontos útiles», al fin y al cabo ¿para qué ensuciarse las manos, cuando se tiene y se pone la plata que hace saltar al monito?