Por Camilo Sembler.- Dentro de unas semanas, Chile vivirá una de las elecciones más importantes de su historia política cuando se elijan 155 representantes (elegidos bajo criterios de “paridad de género” y con cupos reservados para pueblos originarios) que asumirán la tarea de deliberar una nueva carta constitucional que, posteriormente, deberá ser sometida a votación popular para su ratificación. Como es sabido, la posibilidad de un nuevo texto constitucional (y, con ello, el fin definitivo de la actual Constitución impuesta por la dictadura militar en 1980) irrumpió con fuerza a raíz de las masivas movilizaciones y protestas sociales que sacudieron el país a contar de octubre de 2019. Uno de sus resultados más inmediatos fue un acuerdo entre los principales actores políticos (“Acuerdo por la paz y la nueva constitución”) con el objetivo de convocar a un referéndum en torno a la pregunta por una nueva constitución.
Debido de la pandemia del Covid-19, este plebiscito se realizó finalmente en octubre de 2020 y arrojó una masiva victoria para las opciones “apruebo” una nueva constitución (78% de los votos) y también aquella asociada con la preferencia por un órgano encargado de la elaboración del nuevo texto que fuese íntegramente elegido por la ciudadanía (la llamada “Convención Constitucional” que alcanzó un 79% de apoyo frente a la opción de una “Convención Constitucional Mixta” que buscaba integrar en partes iguales tanto representantes elegidos como parlamentarios). Junto con ello, las cifras de participación en este hito —aun en contexto de pandemia— se incrementaron rompiendo la tendencia que caracterizaba ciclos electorales previos.
A la luz de estos antecedentes, al menos a primera vista, pareciese tratarse de un escenario especialmente auspicioso para una profunda transformación democrática del orden político heredado de la dictadura. Sin embargo, es importante también considerar una serie de tensiones o dilemas relevantes en relación con el futuro del proceso constituyente chileno. Entre estas preocupaciones quisiera destacar aquí en especial tres dilemas cuya relevancia se remonta también más allá de la experiencia particular de Chile, esto en la medida que atañen a desafíos más generales que hoy enfrentan las democracias.
En primer lugar, el escenario de protestas y también la crisis económica y social derivada de la gestión de la pandemia, han puesto en evidencia los límites de las políticas neoliberales que penetraron en los más distintos ámbitos de la sociedad chilena durante las últimas décadas. Un conjunto de estudios y encuestas de opinión pública han venido sugiriendo así que la ciudadanía hoy se inclinaría de manera preferente por opciones tales como un Estado con mayor responsabilidad económica y social en la garantía de derechos que permitan asegurar condiciones materiales de vida, al mismo tiempo que —sobre todo a partir del impulso del movimiento feminista— se ha instalado un importante debate sobre la valorización de actividades como el trabajo doméstico y de cuidados cuya centralidad ha sido negada en las formas vigentes de organización de la actividad económica y la vida social.
Ahora bien, esta suerte de desplazamiento en el “sentido común” ciudadano está lejos de ser definitivo. En efecto, la expectativa por mayores seguridades sociales abre también la posibilidad de soluciones que exacerben la búsqueda de certezas mediante un detrimento de la democracia, ya sea socavando sus mecanismos de representación y participación colectiva, agudizando la rigidez de las fronteras políticas vía la homogeneización de identidades nacionales (por ejemplo, frente a los fenómenos migratorios), o también amenazando derechos individuales de libertad en nombre de la seguridad o la protección. Tal como se ha mostrado en otros lugares, el agotamiento del neoliberalismo, lejos de marcar un claro camino de salida, abre más bien un escenario de disputa política y cultural donde las soluciones autoritarias también aparecen como una posibilidad cierta.
Un segundo dilema relevante guarda relación con el posible lugar y significado de los derechos sociales en un nuevo orden democrático. Si bien, como se señaló, hoy la ciudadanía en Chile pareciese inclinarse en su mayoría por cambios institucionales que permitan desplazar la influencia del mercado sobre ámbitos fundamentales del bienestar (educación, salud, pensiones), tampoco en este campo cabe hablar de una solución claramente definida. No solo quienes durante las últimas décadas han defendido el legado de la dictadura se presentan hoy bajo condiciones electoralmente favorables (los partidos de derecha concurren agrupados en una sola lista a la elección de constituyentes frente a una dispersión de los actores políticos y sociales que impulsaron la opción de una nueva Constitución), sino también se ha abierto un debate más sutil y de limites más porosos acerca del posible lugar de los derechos sociales en un nuevo texto constitucional.
En efecto, en la discusión pública reciente en Chile se ha tendido a instalar una oposición entre la preferencia por una nueva Constitución que establezca solo un contenido “mínimo” (encargado sobre todo de regular la forma del régimen político y los mecanismos legítimos de ejercicio del poder) y una que incorpore un catálogo más amplio y sustantivo de derechos. Quienes abogan por la opción de una carta “mínima” con frecuencia invocan sobre todo la necesidad de evitar una sobrecarga de exigencias jurídicas que, aun cuando deseables, resulten en último término imposibles de cumplir. No obstante, es difícil considerar (sobre todo a la luz de las consecuencias sociales que se dejan ver a partir de una gestión de la pandemia basada en premisas neoliberales) que los derechos sociales no puedan ser considerados también como un mínimo indispensable en una sociedad democrática. Como se ha visto en la crisis reciente, se trata al fin y al cabo de “derechos de existencia”.
Y, por último, un tercer dilema importante alude la crisis de representación que hoy atraviesan las sociedades democráticas. En efecto, el proceso constituyente en Chile tiene hoy lugar en un contexto marcado por una importante pérdida de legitimidad del sistema político y sus partidos. Una muestra clara de ello es que las protestas masivas del año 2019, si bien interpelaron sobre todo de manera directa al gobierno, se plantearon en modo crítico más bien frente al conjunto del sistema político y sus actores. De igual manera, para las próximas elecciones de constituyentes una parte importante de quienes son candidatos se presentan como “independientes” por fuera de las coaliciones y partidos, lo cual pareciese tributar como un signo de credibilidad o confianza en amplios sectores de la opinión pública. Un impulso de participación pareciese así desbordar las formas institucionales (lo cual, ciertamente, podría ser leído como un signo de la necesaria creatividad propia una sociedad democrática), pero al mismo tiempo resulta preocupante que sus formas de expresión tiendan más bien a socavar toda idea de representación política (lo cual hace especialmente vulnerable la democracia a la influencia de formas de poder no democráticamente legitimadas, tal como es el poder del dinero).
En este ámbito, por tanto, una pregunta decisiva será si a través del proceso constituyente mismo se logra avanzar en la recomposición de formas legitimadas de representación política a su vez abiertas a la articulación y potencial impugnación por mecanismos extraoficiales de participación. Esto sin duda requería una dosis importante de “imaginación política” por parte de quienes buscan avanzar en un cambio democrático en Chile, pero en ello parece estar en juego buena parte de la legitimidad necesaria para la discusión constituyente.
Más aún, cabe advertir aquí un dilema de máxima relevancia para el futuro mismo de la democracia, pues ahí donde ya no existe alguna idea socialmente relevante de representación política democrática (esto es, la creencia y disposición de los actores a una articulación deliberativa de intereses colectivos) no solo florecen formas de participación más allá de las instituciones, sino ante la fragmentación de intereses son – en último término – aquellas otras formas de poder social ya establecidas (en especial, el poder económico) las que pueden invadir sin mayor contrapeso democrático la esfera pública y colonizar los procesos de toma de decisiones.
En definitiva, considerando estos dilemas sin duda puede ser relevante mantener la mirada sobre la experiencia constituyente Chile y su futuro a la luz de una vieja pregunta de la teoría democrática: si es posible avanzar en formas más amplias de bienestar social que desplacen la influencia del poder económico mediante la expansión simultánea (mas no por ello carente de conflictos) de formas representativas y participativas de ejercicio del poder democrático.
Camilo Sembler es doctor en filosofía y autor de “Sufrimientos sociales. Sobre la segunda naturaleza de la libertad”