Por José María Vallejo.- ¡Ay Dios mío!… ¡Cómo se nos cayó la iglesia! Si, con minúscula. Ya no puede enaltecérsela con una letra alta.
Me refiero a todas. La católica, por haberse revelado una vez más que en su anquilosada estructura sólo reina el abuso. Por años, en un país religioso como el nuestro, se les tuvo en un altar, siguiendo sus indicaciones sobre moralidad, comportamiento, control de la natalidad, el correcto matrimonio y sexualidad. Por años, nos educó sobre lo bueno y lo malo. Y respetamos tanto su accionar en los oscuros años de la dictadura militar, su defensa de los derechos humanos. Honramos las jerarquías romanas, y vociferamos de alegría cuando el Padre Hurtado fue canonizado.
Cuando se empieza a saber que emblemas de la iglesia católica cometían abusos por decenas de años sin que nadie hiciera nada… es dinamitar ese altar en que todos los teníamos. Porque, ¿puede alguien con un mínimo de neuronas creer la explicación de que ahora, solo ahora, y con sorpresa, se enteran de todo? ¿puede alguien tragarse la excusa de que no se sabía? ¿Nada? ¿Por más de 20 años?
Es un insulto a la inteligencia de las personas. Así como un insulto a las instituciones el hecho de que se tenga el descaro de realizar investigaciones privadas, alejadas del sistema judicial (y que el sistema judicial lo acepte). Y es un descaro que se ampare a los culpables. Es el caso de Karadima y de Joannon por tráfico de recién nacidos (con simulacros de muerte incluida). Es el de Poblete, con su aura de discípulo del Padre Hurtado, de cuya santidad también se empieza a dudar.
En el intertanto, durante 1.700 años (no contemos el período anterior al Concilio de Nicea) se ha construido una estructura de poder que amparaba ese tipo de abusos y otros. La increíble acumulación de riqueza exenta de impuestos, la red de establecimientos educacionales pagados, universidades, intereses financieros que se cruzan con la fe.
Y la evangélica. Con súper pastores todo poderosos, omnipotentes en su manejo financiero, enriqueciéndose gracias a la oratoria ostentosa y a ritos estridentes.
Estamos en el mundo de las Iglesias S.A., montadas a través de engaños de siglos. Engaños que, no obstante, se soportaban gracias a que ocasionalmente sus representantes eran capaces de levantar la voz por los más pobres, por los que sufren, por los derechos de los hombres. De cuando en cuando, la institución (la estructura misma y sus líderes, no a través de la caridad de sus feligreses) daba algo que sí misma para acoger a quienes veían sus derechos fundamentales atropellados.
Pero de eso ya no hay más. Todo lo que se escucha es un abuso tras otro por largas décadas en las que todos fueron ciegos, sordos y mudos, y el dolor y los abusos fueron quedando pegados en los muros de sus añosos templos.